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viernes, 25 de septiembre de 2020

Volver a nacer




Rafael Espinosa / ---¡hijita, levántate! Ya es tarde ---le dijo don Cleofas a su hija de 10 años. Eran las cinco y media de la mañana. 

 

Mientras tanto, preparó café y unas quesadillas, como de ordinario, para desayunar. Era una mañana fresca en Agua Dulce, una colonia dispersa de Berriozábal, donde la neblina amanece rozando los montes altos de los terrenos baldíos.

 

Don Cleofas se sentó al volante del taxi y pasó a dejar a su hija con una vecina que la cuida mientras él ruletea en la capital, Tuxtla Gutiérrez. 

 

---¡Cuídate mucho, papá! ---lo despidió la niña desde aquella calle de terracería donde hay más corrales que casas.

 

Esa unidad familiar se ha mantenido. Ni don Cleofas ni su hija logran superar la muerte de mamá, a consecuencia de la leucemia, desde hace dos años. Sin embargo, conforme pasa el tiempo se han ido acostumbrando a vivir sin ella.

 

Ese martes 22 de julio, parecía pintar bien el día en el taxi, no obstante, alrededor de las cuatro de la tarde, la suerte cambió repentinamente.  

 

Concluyó un servicio en la colonia Mirador y había decidio irse a su casa. El cielo estaba nublado y empezaba a lloviznar. Descendía sobre una calle, a la atura de la 10ª Norte y 12ª Poniente, cuando una joven le hizo la parada. Lo pensó para detenerse aunque finalmente resolvió preguntarle hacia dónde iba.

 

---A la colonia Francisco I. Madero ---dijo la joven.

 

---Suba usté, para que no se vaya usté a mojar ---. Se subió en la parte posterior de lado del copiloto.

 

Iniciaron una charla amena cuando la lluvia arreció con granizo. Le dijo a la joven que tomaría la 11ª Poniente, rumbo al Sur, para evitar posibles inundaciones en la 5ª Norte.

 

Recuerda que antes de llegar a la Avenida Central iba un coche rojo cuando de repente escuchó un estruendo seguido de un golpe que le hizo perder la conciencia durante unos segundos.

 

---¡Don, don! ¡Despierte, despierte!... ¿Está usté bien? ---le preguntó la muchacha sacudiéndolo del brazo.

 

Don Cleofas despertó atolondrado con un fuerte dolor de cabeza. Empujó la puerta y solo entonces vio aquel gigantesco árbol que prácticamente había partido en dos el taxi. La joven de quien jamás supo su nombre y tampoco la ha vuelto a ver, salió por el otro extremo. Seguía lloviendo a cántaros. Cuando se tocó la cabeza para saber si estaba herido, encontró restos de cristal en su frente.

 

Un doctor y una enfermera que revisaban un inmueble para posiblemente rentarlo, los apoyaron.

 

Minutos más tarde, don Cleofas se hincó, oró y lloró conmocionado. Pensó en su hija con quien había hablado por teléfono, media hora antes, al dejar en su destino al penúltimo pasajero.

 

---Gracias Dios mío ---agradeció con el fervor de sus 18 años de adventista del Séptimo Día.

 

Más tarde llegó el dueño del taxi, la lluvia estaba menguando. Rascábase la cabeza, viendo con increíble sorpresa el estado de su vehículo. Lo rodeaba mirándolo con un dolor más profundo del que quizá sentía su chofer.

 

---Mira cómo quedó el taxi ---le dijo al dolorido Cleofas.  

 

Las autoridades destrozaron el árbol, el taxi fue llevado en una grúa, don Cleofas y la joven trasladados a un sanatorio de donde horas después les dieron de alta. El concesionario ya no le dio trabajo, a pesar de que, dice, tiene otras unidades.

 

---Hay vas a encontrar otro taxi ---le animó.

 

A sus 60 años, a don Cleofas jamás le había pasado algo semejante. Apenas tenía cuatro meses en el taxi tras ser despedido, a causa del recorte de personal por la pandemia, de una empresa donde trabajó como camionero durante 15 años.

 

Casi siempre pasa por su hija entre las cinco y las seis de la tarde, para después irse a casa. Esa vez llegó pasado de las ocho de la noche.

 

---¿Por qué llegaste tan tarde, papá? ---le preguntó su niña.

 

---Mañana te cuento, hija; tengo mucho dolor de cabeza.

 

La jaqueca lo sintió durante una semana. Durante el mes que estuvo sin trabajo, vivió de las hortalizas que tiene en su patio. Hoy, ha conseguido otro taxi para trabajar, y siempre que pone en marcha la unidad, aprieta el volante y dice en soliloquio: ¡En el nombre de Dios!

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