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martes, 12 de mayo de 2020

El bebé en el escaño

Foto: Internet


El mendicante dormía en un escaño del parque. Con el relente de la madrugada, se hacía un ovillo dentro de su abigarrada gabardina. De pronto, sintió tocar algo con sus botas. Levantó la vista, se incorporó trabajosamente y grande fue su sorpresa al ver algo envuelto en una frazada: era un bebé. Dio un brinco.

El guardia que se paseaba en la esquina inmediata, lo observó, pues Bartolo, el mendigo, parecía víctima de la musofobia. Poco a poco fue acercándose sin demostrar asombro.

―¿Qué pasa aquí?

Bartolo que por curiosidad tenía el bulto en sus manos, se lo entregó. El guardia afocó con su linterna la frazada y solo entonces descubrió que el bebé estaba inerte.

―¡Está muerto!

El guardia le hizo un par de preguntas cuyas respuestas no lo convencieron.

―¡Estás arrestado! ―le dijo e hizo sonar su silbato repetidas veces como si llamara a sus compañeros de la comandancia a una cuadra de ahí. Ambos apenas eran alumbrados por la tenue luz de los faroles. Nadie se asomó.

Tomó del brazo al débil hombre mirando de soslayo el cuerpo del delito en el escaño.

Dejó a Bartolo tras las rejas y regresó inmediatamente con dos compañeros suyos, no obstante, el bebé ya no estaba.

―¡Juro que aquí lo dejé! ―expresaba asombrado, señalando el escaño y buscando algún rastro con la mirada.

Regresaron a la comandancia. El guardia, preocupado, sometió de las solapas a Bartolo obligándolo a convencer a sus compañeros de la veracidad del hallazgo. Asustado, el mendicante, asintió sin decir palabras.

―Lo dejemos en libertad, a lo mejor fue una alucinación tuya. Además, ¿qué le dirás al comisario? ―. Sus compañeros trataron de tranquilizarlo.

―Es cierto… pero les juro que es verdad.

El mendigo, al quedar en libertad, corrió despavorido entre las calles semioscuras.


***

Irene estaba dormida cuando su esposo la despertó. Apenas abrió los ojos para mirar el reloj despertador.

―Son las 3 de la mañana, Rubén ―dijo arrebujándose con desgana, sin embargo, dio un salto cuando vio a su esposo con un bebé entre los brazos.

―¿Es un bebé? ―preguntó absorta, restregándose los ojos y sin dar crédito a lo que veía―; ¿de dónde lo has sacado?

―Lo encontré en un escaño del parque, cuando volvía del trabajo. ¡Mira, que lindo es!… ―balbuceó tiernamente sin poder ocultar su ebriedad al tiempo de levantar una pestaña de la frazada.

―¡No, Rubén, eso no! ―lo amonestó. ¡Demos aviso a la comisaría!

―Nos quedaremos con él ―advirtió con firmeza.

―¡Cómo crees! Es un recién nacido. Nos meteremos en problemas. Además, vienes tomado otra vez, Rubén ―dijo con cierta piedad. A ver tráelo aquí, lo vas a dejar caer.

Irene y Rubén eran una joven pareja que vivía feliz en una casa modesta del pueblo. Ella esperaba en el hogar mientras que Rubén se empleaba cargador en una bodega. Los fines de semana, de ordinario, regresaba ebrio a deshoras de la madrugada.

―Pero Rubén… ―dijo doblemente asustada―; el bebé no se mueve ni chilla. En ese instante, se lo devolvió como si tuviera entre sus manos algo repugnante.

Rubén sintió como una cubetada de agua fría en el cuerpo hasta llegar a la sobriedad.

―Te juro que chillaba ―afirmó asustado y preocupado al recibirlo ―. ¿Qué hacemos?

―¡Regrésalo a donde lo encontraste!

Rubén salió apresurado. Su miedo lo orilló a dejarlo en la puerta de una casa. Más tarde, se paseaba como león enjaulado en su sala, mientras que el mendicante alegaba con el guardia.


***

Andrés y su esposa se despertaron para los maitines del domingo y bebieron café en su mesa de madera. Todavía estaba oscuro cuando Andrés sintió algo rígido e inestable en su zapato al dar el primer paso en la calle. Su esposa quedó patidifusa en el umbral. Andrés se agachó para ver más de cerca lo que había pisado.

―No puede ser… es un bebé ―dijo extrañado, arrugando la cara. Su esposa se llevó la palma de la mano a la boca.

Después de titubear sin saber qué hacer, decidió que su esposa cuidará el hallazgo mientras que él daría aviso a la comisaría.

 Los guardias dormían doblados en sus sillas. Andrés los despertó tocando la puerta con los nudillos.  Les contó lo ocurrido.  Los guardias se ajustaron el uniforme antes de salir.

―¡Les dije! ―afirmó el guardia a sus compañeros―. ¡Vamos!

Ninguno de los guardias se atrevía a levantar el cuerpo hasta que uno de ellos se adelantó.

―¿Quién será la desalmada madre? ―se escuchó entre los curiosos que acostumbran a levantarse temprano.

La luz del sol entraba por las ventanas cuando el comisario, quien había llegado y escuchado la versión del guardia, ordenó:

―¡Busquen al mendicante!


***

Bartolo era el centro de atención en un grupo de alcohólicos en una banqueta. Les contaba lo que horas antes le había sucedido. Narraba que en su vida de vagabundo jamás se había involucrado en un homicidio, mucho menos de un recién nacido. Pero lo más impresionante, dijo, es que el cuerpo del delito había desaparecido misteriosamente.

―La verdad, no sé si fue un sueño.

Había experimentado alucinaciones por hambre, aunque siempre le quedaba un rescoldo de realidad en su menoscabada memoria.

―Yo diría que fue cierto, Bartolo ―intervino uno.

―¿Por qué lo dices; estuviste ahí? ―repuso, enfadado.

―No ―contestó el otro con tranquilidad―; lo digo porque ahí vienen los guardias.

Apenas pudo voltear cuando sintió que le doblaban los brazos hacia atrás.

―¡Vamos! Queremos que nos sigas contando ―le dijo uno de los guardias. Y ustedes ―continuó, dirigiéndose a los que estaban en corro―, vayan por cigarros para que le lleven a éste porque seguramente estará mucho tiempo bajo la sombra.

Bartolo declaró ante el ordenanza, un viejo calvo de lentes detrás de un escritorio, quien escribió atento hasta aplastar con el dedo la tecla del punto final.

Bartolo quedó detenido sin que los guardias se dieran cuenta de que el bebé se empezaba a llenar de hormigas. Más tarde lo enterrarían en la fosa común del cementerio municipal.


***

Dos semanas después del cotilleo acerca de la detención de Bartolo, casi medio pueblo se dirigió a la comandancia a pedir su libertad, porque sabían de sobra que aquel mendigo era incapaz de haber hecho semejante barbaridad. Bartolo era un hombre huérfano de padre y madre, y había crecido y sobrevivido a merced de la caridad de los habitantes. Se agolparon contra la puerta cerrada de la comandancia y estaban a punto de quemarla cuando la voz de una mujer pidió silencio a gritos entre la multitud.

―Yo sé quien cargó el muertito.

Contó que aquella madrugada del domingo, no podía dormir por eso abrió las ventanas de su balcón para apreciar el firmamento como lo hacía en sus noches de insomnio. En ese lapso, dijo, vio salir de prisa al vecino Rubén y juraría que el bulto que cargaba entre sus brazos era un bebé. Le pareció extraño porque Rubén e Irene no tienen hijos, mucho menos bebé, desde hace diez años que se casaron.

Nadie lo creía. Los manifestantes, contrariados, regresaron a su domicilio, pues el comisario, quien había escuchado todo, abrió la puerta y dejó en libertad a Bartolo.  Al anochecer de ese viernes, Rubén fue detenido antes de entrar a su casa.

Irene despertó más temprano que de costumbre y vio que Rubén no estaba. Sabía que los días en que a su esposo le amanecía era de sábado para domingo. A medio día fue a buscarlo al trabajo cuyo patrón le dijo que la noche anterior había salido en el horario habitual, aunque le pareció extraño que ese sábado no se hubiera presentado. Al no tener noticia en el centro de salud, se dirigió a la comandancia; ahí estaba.

―Es por el bebé ―resumió Rubén acerca del motivo de su detención.

Pasó pocas horas para que la gente se reuniera para exigir su libertad, porque Rubén era incapaz de asesinar un bebe si era lo que más anhelaba su matrimonio. Más tarde, fue libertado por la presión social. Los guardias continuaron investigando hasta que una tarde, tres semanas después, se supo la verdadera historia.

***

En una cantina estaban los comensales, entre las nubes de humo de tabaco, ruido de botellas y canciones, donde una joven mesera llamada Matilde había abandonado su oficio para convertirse en una cliente desde hacía un par de días.

Llevaba noches sin dormir, llorando y tomando amargamente, hasta que cerraban el lugar. Una noche su corazón explotó aquel sentimiento de tortura ante los oídos del cantinero, sentada en una mesa con un vaso de licor en la mano.

―Ya no puedo con esto ―le dijo. Confesaré la verdad.

―¿De qué verdad hablas, Matilde? ―preguntó el cantinero, desinteresado, mientras aseaba la barra con una franela.

―¿Te acuerdas del escándalo del bebé en el parque?

―¡Aja!

―Era mío.

El cantinero regordete con su delantal de piel, ni se inmutó. Sabía que Matilde había abortado otras veces y los había enterrado en el patio de su casa. Sin embargo, una duda le saltó a la cabeza.

―¿Y por qué ahora lo dejaste en el parque? Has movilizado a la guardia, involucrado a un par de inocentes y encima de eso dejas de trabajar sabiendo que eres mi mejor merca.

―Porque mi patio ya parece cementerio.

―Me extraña si tu ni alma tienes; mejor ya ponte a trabajar.

Matilde comenzó a llorar nuevamente. Recordó la noche fría de los entuertos en la soledad de su techo.

―Esta vez sería diferente ―soltó al fin, limpiándose las lágrimas. ¿Te acuerdas de Carlos?

―Sí, como no, el hijo del potentado del pueblo vecino.

―Estuve con él. Nos enamoramos. La última vez que nos vimos, cuando tenía siete meses de embarazo, juramos una familia feliz. Se fue a visitar a su abuela, avanzada de edad, que estaba muy mal de salud. Prometió que al regresar me llevaría con él, pero una noche comencé a sentirme mal y el bebé nació antes de tiempo. Tenía el cordón umbilical enredado en el cuello y no se movía. Traté de revivirlo, no supe qué hacer y lo menos que haría sería enterrarlo en mi patio, así que decidí enrollarlo en una frazada y dejarlo en un escaño del parque. Fue lo primero que se me ocurrió. Quería que alguien lo enterrara en un lugar digno, donde entierran a todos los muertos. Jamás pensé que se haría un escándalo.

―¿Y cuál era la garantía de que Carlos regresaría? ―preguntó el cantinero.

―¡Este clavel! ―repuso sacándose de su vestido la flor.

―Y tú, ingenua, creíste que volvería ―. El cantinero soltó una risotada.

―Volvió como lo prometió ―atajó inmediatamente. Al saber que el bebé no estaba se fue sin más, dejándome el clavel en mis manos.

Rompió en llanto nuevamente.

Más tarde, Matilde se entregaría a los guardias. La encerraron en una celda hasta el fondo del patio donde con el tiempo perdió el uso de la razón, dibujando bebés en las paredes de su encierro.

El padre del bebé era un joven apuesto que llegó un par de veces a la cantina, con su bombín, un bastón de lujo y unos lentes redondos que le iba muy bien con su figura erguida de bigotes negros.

Por: Rafael Espinosa