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miércoles, 1 de agosto de 2018

Las últimas horas de Karla




Rafael Espinosa / Un día después de las elecciones del 1 de julio, Karla despertó triste porque su candidato había perdido. Ella formó parte de la campaña política y estaba entusiasmada por tener un mejor porvenir. Había renunciado temporalmente al séptimo semestre de la licenciatura en Derecho para dedicarse de tiempo completo a la jornada electoral.

Cuando se soltó en llanto, su madre la consoló:

—No estés triste, hija, la política así es; a veces se gana y a veces se pierde —le dijo.

Doña Mary, quien tiene una tienda de abarrotes en su casa, también sentía cierto pesar como consecuencia del sufrimiento de su hija.

—Hoy no voy a hacer nada, mamá —soltó al fin abriendo los brazos como si se liberara del aspaviento. Tomó golosinas y chucherías de la tienda, se tiró en el sofá de la sala y se dispuso a ver la televisión; sin embargo, era evidente que por más que tratara de ocultar su desdicha, su madre sabía que Karla sufría muy en el fondo de su corazón.

Doña Mary intentó darle vuelta a la desgracia diciendo que por su parte estaba feliz porque la campaña había terminado.

—Ahora te tendremos más tiempo en casa con nosotros —le dijo.

Así pasó el día lunes 2 de julio hasta la noche cuando Karla le encargó a su madre que la despertara temprano, porque le habían llamado para que ayudara a desocupar el inmueble donde tenían la casa de campaña política.

—¿Por qué no me levantaste, mamá? —alegó con rapidez, alistándose, el martes.

Doña Mary se había negado a despertarla a la hora referida, no quería que fuera al trabajo. Su padre tampoco quería que fuera.

—No vayas, mamita —le dijo don Manuel.

Karla cogió al vuelo de la tienda yogurt, galletas y otras cosas, con la agilidad de sus 20 años. Eran alrededor de las 9:30.

—Toda la tienda te quieres llevar —le dijeron en chanza sus padres al despedirla y rieron—; ¡toma un taxi!

Henry, hermano de Karla, un año menor a ella, revisó la lista de aspirantes aprobados a la carrera de Sicología en la Unicach y casi pega un brinco de felicidad al verse entre la lista.

Doña Mary llena de emoción le llamó a Karla para darle la noticia.

—¿Dónde estás, hija? —.

—Supervisando las cosas que se van a llevar, mamita —.

—Sólo te hablo para decirte que tu hermano quedó en la Universidad... Al fin, dentro toda esta tristeza hay algo bueno —le dijo.

—Que bueno, mamá, ya sabes, el plan es siempre salir adelante —.

Después de una ligera plática, se despidieron. Fue la última vez que doña Mary habló con su hija.

Cerca de las 12 del día, doña Mary sólo le mensajeó para decirle que su hermano se había equivocado, no había quedado en la universidad.

Don Manuel, miembro de una A.C. de ayuda social, había heredado a su hija la actitud de servir al pueblo, quizá por eso Karla desde niña se interesó en la gestoría social cuyo papel desempeñaba bien en la campaña de su candidato.

Ese martes inolvidable, don Manuel le envió un mensaje para que comieran en familia.

—Hay le echas ganas, hijita, tu mami hizo comida para que comamos juntos —.

—Sí, papi, nomás termino y voy para allá —.

Henry mantenía una buena relación con su hermana, Karla, de modo que salió de su casa para que comieran helado juntos y la acompañara a comprar el uniforme para su graduación de la preparatoria.

A las cinco de la tarde, doña Mary le marcó a Henry que viajaba en un colectivo de regreso a casa.

—¿No dijiste que te iba a acompañar tu hermana? —le arengó.

—Sí, mamá, pero me dijo que aún estaba muy ocupada en el trabajo y que llegaba más tarde a la casa —repuso el joven.

Pasaron las horas hasta que doña Mary le marcó al teléfono de su hija. Al principio sonaba y sonaba, después mandaba directo al desesperante buzón. Ahí la angustia comenzó a torturarle hasta que llamó a René, un compañero de trabajo.

—¿Y mi hija? —soltó sin preámbulos.

—Aquí está. Estamos conviviendo con la lic. Laura, las hermanas de ella y otros amigos, en la Palapa de Mi Mamá —dijo elevando la voz por el bullicio de parranda.

—Ahorita voy para allá —dijo doña Mary.

—No, no se preocupe, doñita, en 20 minutos se la llevamos —. Eran casi las 11 de la noche.

Después del tiempo acordado, doña Mary le marcó a Ana, otra compañera de trabajo, ya que René no contestaba.

—Karla está tomadita, no le puede contestar, pero no se preocupe yo la estoy viendo, yo no estoy tomando... Sí, doñita, ya es tarde, ya se la vamos a llevar —contestó Ana.

Después de un rato, al fin René volvió a tomar la llamada.

—Ya la va a llevar la lic. Laura —.

Doña Mary, un poco más tranquila y tras un día de intenso trabajo, decidió irse a dormir. Le recomendó a su esposo que la esperara. Don Manuel siendo un poco más optimista pensaba que a lo mejor su hija quedaría a dormir en casa de alguna de sus amigas; quizá lo pensó así porque viven en la última calle del norte de la ciudad, al pie de las montañas del Cañón del Sumidero, en la colonia Las Granjas. No obstante, cumplió con su guardia hasta las tres y su hija no llegó. Henry se fue a la cama a las cinco y tampoco recibió en la puerta a su hermana.

Doña Mary se despertó muy temprano como de costumbre, pero antes de abrir su tienda, abrió la puerta de la habitación de Karla pensando encontrarla pero no estaba, ya desesperada avistó la de Henry y tampoco. Revisó el resto de la casa y nada.

Estuvo marcándole a René hasta que a las 8 de la mañana contestó. René también estaba desconcertado, porque cuando salieron de la Palapa él ya no alcanzó cupo en el coche. Suponía que fueron a dejarla.

Después estuvo marcándole infinidad de veces a la lic. Laura, jefa inmediata de Karla. Al fin tomó la llamada como a eso de las 10 de la mañana. Aún con la resaca, Laura relató que a Karla la habían llevado y que la habían encaminado hasta su casa, aunque después, dando indicios de nerviosismo, se contradijo.

—No. Me vinieron a dejar a mi primero; estaba tan borracha —se excusó, prometiendo llamar al chofer, Marvin, y a su hermana, Janeth, para preguntarles si sabían algo. Más tarde, le regresó la llamada a doña Mary sólo para decirle que ninguno de los dos contestaban. Estuvieron intercambiando llamadas pero no hubo respuesta; la lic. Laura se puso a llorar.

—Ella (Laura) sabía lo que le habían hecho a mi hija —narra doña Mary con lágrimas—, por eso se puso nerviosa y luego a llorar.

Durante la mañana, don Manuel y Henry habían salido de casa para hacer un mandado pero llegaron un rato después. Cerca de las dos de la tarde, don Manuel bajó al campo futbol para ver el partido de su sobrino. Don Manuel sentía el mismo miedo e incertidumbre, aunque siempre trató de calmar a su esposa.

—Tranquila, no creo que le haya pasado algo malo —.

A la hora, doña Mary también bajó al campo. El equipo de su sobrino había ganado el partido. Un grupo de familias disfrutaban del triunfo. Unas señoras se acercaron a doña Mary.

—Doña Mary, la vemos intranquila; ¿Qué tiene usted? —.

—Mi hija no aparece —soltó de pronto.

—Ya lo hubiera subido a las redes sociales —.

Doña Mary tenía la esperanza de encontrar a su hija, por lo que les contestó: que tal aparece; no quiero ser alarmista. Además, añadió tratando de ser fuerte, si fuera una mala noticia ya lo hubiéramos sabido.

Entre la gente que disfrutaba la victoria del partido, don Manuel platicaba con un vecino policía, esposo de una de las señoras. Le dijo que en su guardia de esa madrugada habían hallado a una joven muerta en la colonia Francisco I. Madero. Sacó su teléfono celular y le mostró las fotografías.

—No es ella —dijo don Manuel, un tanto incrédulo al no reconocerla. Luego se encontró con su esposa.

Otra de las señoras, que se había asomado al policía, se acercó a doña Mary para preguntarle la vestimenta que traía su hija la noche anterior.

—Blusa roja y pantalón negro de mezclilla —describió.

En ese momento sonó el teléfono de doña Mary; era la lic. Laura. Doña Mary no quiso tomar la llamada, de modo que le dio el teléfono a su esposo y se fue a ver las fotografías del policía.

Durante la llamada, la lic. Laura le decía a don Manuel que Karla se había quedado a dormir en casa del chofer, Marvin, y su novia, Janeth, hermana de ella, y que cuando despertaron Karla ya no estaba, en la colonia Francisco I. Madero.

Desde el primer momento en que doña Mary vio las fotos reconoció a su hija. El policía le explicaba lo que había visto y sólo entonces doña Mary cayó en la cuenta, tras una breve ofuscación, que su hija estaba muerta.

—¿Está muerta? —gritó aterrorizada doña Mary. En ese instante, sintió un vértigo que la vista se le oscureció. Su esposo, sintiendo el mismo dolor, la apoyó para que no cayera. Recobró un poco la conciencia e inmediatamente la subieron a un coche que la llevaría al Servicio Médico Forense.

Llegó demolida a la morgue. Ahí, la señorita que estaba detrás del escritorio le dijo que se tranquilizara, que no podía ver el cuerpo, sólo en fotografías. Doña Mary volvió a ver a su hija en la computadora y casi se desmaya nuevamente.

—¡Me han matado a mi hija! —decía privándose en llanto—, necesito ver el cuerpo, puede que yo esté equivocada.

Tras varias súplicas, al fin la dejaron pasar.

Entró. Era su niña en la plancha de la morgue; la abrazaba y la besaba con gran dolor en el alma.

***

El cuerpo de la joven fue hallado en la vía pública alrededor de las 01.30 horas del miércoles, a 20 metros de la casa del chofer, Marvin, novio de Janeth, hermana de la lic. Laura.

Las autoridades de procuración de justicia siguen la línea de investigación de un posible accidente de tránsito.

Karla tenía el cuerpo lacerado y las costillas rotas.

Al funeral asistió mucha gente como nunca se había reunido en esa última calle de la ciudad.

El chofer, Marvin, está detenido.

A casi un mes de la tragedia, el excandidato a la presidencia municipal de Tuxtla Gutiérrez, Carlos Penagos, no le contesta las llamadas a la familia, sólo mensajes.

Los dolientes piden justicia y todo el peso de la ley contra el o los responsables.

Mujer albañil



* Comenzó a trabajar de ayudante por necesidad, ahora lo hace con gusto

Rafael Espinosa / Doña Mercedes hace mezcla de cemento, carga ladrillos, repella muros y gana 30 por ciento menos que un varón haciendo lo mismo. A sus 52 años, es una albañil, madre de dos hijos y abuela de cinco nietos.

Desde los 32, se empleó como ayudante por necesidad y ahora es una albañil que hace su trabajo con gusto, dice; aunque también se ha dedicado a lavar y planchar ropa ajena, entre otros oficios temporales como cocinera y empleada doméstica.

Regularmente se levanta a las cuatro de la mañana y baja hacia la Central de Abastos para recoger verduras en buen estado. Una hora más tarde le da de comer a sus pollos de patio y prepara el lonche que ha de comer en la obra con su actual esposo.

*
A los nueve años, doña Mercedes quedó huérfana de padre. Por ser una de las mayores de la familia, se hizo cargo de sus 11 hermanos, mientras que su madre se iba a vender “de todo un poco” en su natal Honduras.

Recuerda que de niña, cuando apenas alcanzaba el fogón, hacía tortillas a mano, después se iba a la montaña y a lomo de caballo traía los tercios de leña que vendía para contribuir con los gastos domésticos.

Siendo adolescente se levantaba a la una de la madrugada para hacer dos mil tortillas diarias para el 5º Batallón del Ejército de su país, con ayuda de su madre. A las seis de la mañana comenzaba los quehaceres del hogar y en el transcurso del día atendía a sus hermanos. En la noche iba a la escuela.

A los 27 años, salió de Honduras con la intención de llegar a los Estados Unidos, sin embargo, en Chiapas se topó a su tío quien había sido deportado de aquel país.

—Ya no sigas hacia allá, hija, está muy fea la cosa —le advirtió.

Doña Mercedes radicó en Tapachula haciendo postres y piñatas para sobrevivir hasta que se le presentó una oferta laboral en Cigarrera La Moderna, en Frontera Hidalgo, donde cocinaba, junto a otras compañeras, para 200 trabajadores.

Más tarde, en Tuxtla Gutiérrez, capital de Chiapas, se empleó como ayudante de cocinera, de limpieza, aunque casi siempre ganaba como peón en el oficio de la construcción.

Cuando su primer esposo falleció, tocaba las puertas para lavar ropa a domicilio y sacar adelante a sus dos hijos. Lavaba hasta ocho docenas diarias, desde temprano hasta la noche, pero lo más triste, dice, era cuando me decían: se lo pago mañana

—Y ahora… ¿Qué les doy de comer a mis hijos? —se decía.

Sólo concluyó la secundaria, aunque le hubiera gustado ser ingeniera o arquitecta; lo mejor que le ha pasado en la vida es tener trabajo, pues el trabajo, dice, es mi mero mole.

—Mi vida ha sido difícil, pero nunca me he rendido —dice doña Mercedes quien tiene 25 años en Chiapas, y seguramente acá han de enterrarla, pues ha comprado, en abonos, un paquete funerario que incluye terreno en el panteón.

*
Hace poco se inscribió a un curso de Pasteras y Morteros, relacionado con acabados en albañilería que fue como una semana más de trabajo, agrega.

—Doña Mercedes, por favor, compártanos unas palabras —le pidieron el día de la clausura.

Sintiendo una combinación de nervios y alegría, doña Mercedes se levantó de su asiento, saludó a la mesa del presídium y se paró frente a sus 19 compañeras que habían concluido el curso.

—Mi nombre es Mercedes Villanueva Rivera; tengo 52 años. Estoy muy contenta por haber terminado el curso. He sido peón de albañil de mi hermano y ahora de mi esposo y lo seguiré haciendo hasta que Dios me preste vida —dijo orgullosa.

Doña Mercedes se había enterado del curso por su nieto que asiste a Casa Taller del DIF Tuxtla para aprender un oficio.

Recuerda que su nieto le dijo:

—Abuela, hay un curso del trabajo que sabe usté hacer —.

—¿Será, hijito? —

—Sí, abuela, ayer comenzó —.

Al día siguiente, doña Mercedes fue de la mano de su nieto y se inscribió. Una semana después recibió su reconocimiento como una de las mejores del grupo.

*
Generalmente un albañil percibe un sueldo promedio de 300 pesos diarios, en tanto que a ella sólo le pagan 200.

Oficio de estibador



• Una vida cargando cosas

Rafael Espinosa / En la entrada de Tuxtla hay un estibador enamorado de su trabajo, con la esperanza diaria e incierta de que un trailero se detenga y le diga: ¡Súbase, vamos a trabajar¡ Sin embargo, hay días en que el pato nada y otros en que ni agua toma, dice, don Octavio, de 66 años.

Don Octavio ha sido estibador desde 1970, cuando se transportaba en vehículos las cajas fuertes de los bancos y se cargaba al hombro los quintales de café, cristalería fina, materiales para construcción, entre otras mudanzas que con la aparición del montacargas ha ido sustituyendo la mano de obra de los estibadores.

—Antes era puro ingenio para bajar las cosas, con rodillos, tubos, puntales, sogas... —.

Recuerda que por necesidades económicas abandonó a medias la escuela primaria y se puso a trabajar de peón, ganapán y de lo que hubiera hasta que descubrió su pasión por alijar y mover embalajes.

Dice que hay más peligro con los traileros que con la descarga, porque en ocasiones los conductores se niegan a pagarle, “se plantan como una mula con el argumento de que no tienen dinero, espéreme ahorita vengo”, incluso han escapado después de que lo han golpeado.

Recuerda que un trailero que transportaba muebles lo convenció para guiarlo a Comitán por 250 pesos. Al llegar allá, don Octavio le dijo:

—Págueme usted, por favor —.

El trailero le suplicó nuevamente que lo guiara a San Cristóbal de Las Casas, por lo que tuvo que acceder resignado porque no llevaba dinero para regresar. El chofer no sólo lo había utilizado de guía sino también de estibador. Llegó el momento en que toda la carga estaba en el piso.

—Págueme usted, por favor —.

—No traigo dinero y hágale como quiera —repuso el chofer poniéndose en un plan intransigente.

Estuvo rogándole que le pagara hasta que recordó que cien metros antes había estacionada una patrulla de la Policía Federal.

—Está bien —le dijo don Octavio y se dio la vuelta.

Tocó la ventanilla de la patrulla y despertó al oficial. Le contó lo que había ocurrido y ambos se dirigieron hacia el tráiler que por fortuna ahí seguía aparcado.

—Páguele al señor —le dijo el policía al trailero al tiempo que miraba a don Octavio—; ¿Cuánto le debe?

—250 por la guía y 250 por la descarga —contestó don Octavio.

—Dele mil pesos —ordenó el oficial.

Con gesto desencajado, el chofer dijo que le daría 500 pesos porque no traía más.

—Dele los mil pesos le digo —amenazó el policía pidiéndole la factura de la carga, de los viáticos, documentos del vehículo y la licencia de conducir.

El trailero se hizo del tamaño de una hormiga, de tal modo que tuvo que dar los mil pesos a don Octavio.

Después, el policía le hizo la parada a un automovilista que pasaba por la carretera y le preguntó: ¿A dónde va?

—A Tuxtla —le contestó el hombre del volante.

—Dele un “aventón” a este señor, por favor —.

Don Octavio agradecido se subió al coche y llegó contento a su casa.

—Es uno de los favores más grandes que he recibido de un policía en mi vida —recuerda don Octavio con una débil sonrisa.

Cuenta que en sus inicios de estibador ganaba cinco veces más de lo que un peón de albañil, por eso decidió quedarse en este trabajo con el cual ha sacado adelante a su esposa y a sus cinco hijos. No obstante, hoy, dice, podemos sacar 300 ó 350 pesos diarios, pero sólo hay tres o cuatro mudanzas a la semana.

Durante casi cinco décadas en este oficio ha sufrido desgarres, hernias, hasta operaciones. Por esta razón está afiliado al Sindicato de Estibadores y Alijadores, Reparto y Mudanzas al Público en General, con el cual se siente menos indefenso.

—Mientras Dios me conceda fuerzas seguiré trabajando de estibador hasta mis últimos días —enfatiza mirando a don Alfredo, de 76 años, compañero de trabajo y amigo de toda la vida, y a Francisco, un joven que inicia en estas labores.

Respecto a los trágicos accidentes que en esta entrada de la ciudad han ocurrido, dice:

—No te mata el rayo sino la raya, amigo —.

El día del último tráiler que dejó varios muertos había regresado a su casa dos horas antes.