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jueves, 8 de noviembre de 2018

El primer chiapaneco que ha cruzado el Canal de la Mancha



· Un gran ejemplo para todas las generaciones

Rafael Espinosa / Después de superar el cáncer de testículos por segunda ocasión, Carlos Moreno Guzmán se prometió cruzar nadando el Canal de la Mancha y lo logró.

Fue 1 año y 9 meses de arduo entrenamiento físico a cargo de Jordán Guzmán, en las frías aguas del Lago Tziscao, Parque Nacional Lagunas de Montebello, en Chiapas. Asimismo, recibió terapias sicológicas y asesorías nutriológicas.

Nadó 58 kilómetros de Dover, Inglaterra, a Calais, Francia, en 14 horas y 21 minutos, a temperaturas que oscilaban entre 14 y 16 grados centígrados. Partió a los 29 minutos del viernes 17 de agosto; sólo se detenía 10 ó 15 segundos para hidratarse. Se contabilizaron 55 mil 320 brazadas.

A sus 46 años, el contador público y empresario, se convirtió en el mexicano número 30 y el primer chiapaneco en cruzar el Canal de la Mancha, y va en busca de la triple corona en aguas abiertas que comprenderá la vuelta a Manhathan que se llama los 20 Puentes y de la Isla Santa Catalina a Los Ángeles, en los próximos dos años.

El padre de tres hijos y egresado del Cobach, plantel 1, se siente orgulloso de haber cumplido uno de sus mejores sueños y de ser un chiapaneco más que pone en alto el nombre del estado.


Me encanta el campo: doña Mara



Rafael Espinosa / Doña Mara se gana la vida en el campo. Se levanta desde muy temprano, atiende a su padre que sufre parálisis facial y a su madre que recientemente se quebró una pierna. Alista a su niña para llevarla al jardín de niños y luego sale con su machete afilado en busca de parceleros que necesitan de su trabajo.

Vive en el ejido San Miguel, municipio de Berriozábal, a unos 20 minutos de la capital chiapaneca. Doña Mara cuenta que forma parte de una familia de 13 hermanos. Desde niña su padre le enseñó a cortar leña, arar la tierra y rozar la maleza de la milpa.

A sus 33 años, ha tenido distintos empleos pero el que más le gusta es limpiar solares. En sus días libres, sube a la montaña a cortar leña, siembra maíz o frijol, para autoconsumo y otro poco para vender.

-Me encanta el campo -dice mientras corta la maleza de un predio.

Bajo el sol mortificante de este lunes, doña Mara Citlaly cuenta que cuando tenía nueve años su padre llegó a tener más de 350 borregos que cuidaba con sus hermanos. Puede ser que desde ahí comenzó a gustarme el campo, reflexiona.

En una tarea que comprende cegar un espacio de 100 metros cuadrados, ella gana 150 pesos, en un horario que ha establecido de ocho de la mañana a una de la tarde. A veces realiza dos tareas, pero queda muy ajetreada. Además, no puede quedarse más tiempo en las parcelas, porque tiene que ir por su hija al jardín de niños y atender a sus padres por la tarde.

Doña Mara tiene tres hijos; una de 17 años que ya se juntó, otro que aún estudia y la más pequeña que tiene en su poder. Dice que con su primer esposo no se entendieron y con el segundo tampoco; ahora es madre soltera. Por eso ha decidido trabajar para que "a sus hijos no les falte nada".

-Creo que los fracasos me han ayudado a salir adelante -dice con una sonrisa.

Doña Mara se detenía en pausas alargadas y se secaba el sudor con el brazo. Cortaba la maleza a ras de suelo con habilidad extraordinaria, incluso para asombro de los hombres que pasaban por ahí.

Agustín Duvalier, un ícono de Tuxtla



Rafael Espinosa / Quizá haya usted visto caminar por el zócalo capitalino a don Agustín Duvalier. Don Agustín es hijo del destacado poeta, escritor y periodista chiapaneco, Armando Duvalier. Es un insaciable lector de periódicos impregnado de sabiduría política. Tiene una asombrosa lucidez rayana a la locura en el término concreto de la intensidad del conocimiento. Sin embargo, en ocasiones, su acervo cultural sufre por la amenaza constante del olvido. A sus 70 años, don Agustín ha sido periodista y funcionario público en áreas relacionadas con la Comunicación Social. Sin presunción cuenta que es sobrino de la brillante escritora Elena Poniatovska y de la exdiputada y exsenadora, Arely Madrid, e hijo putativo de la escritora chiapaneca, Rosario Castellanos, quien le dedicó el poema "Lamentaciones de Dido". Estudió periodismo en la "Escuela de Periodismo Carlos Septién" y en sus años de gloria fue reportero de varios estaciones de radio y de prensa. Nació en Tuxtla Gutiérrez, no obstante, a la edad de 20 años partió a la Ciudad de México donde trabajó con Jacobo Zabludovski, entre otros comunicadores de esa talla, cuando era Presidente de la República, Gustavo Díaz Ordaz. Su pasión por el periodismo, dice, fue un legado paternal, sin temor a decir también que es simpatizante del priísmo desde hace más de 50 años. Tenía 15 años de edad cuando se empleó como corrector de pruebas de linotipo en El Heraldo. Después de unos años, regresó a Tuxtla Gutiérrez. En el círculo político se considera amigo del expresidente de México, Luis Echeverría, del exgobernador Juan Sabines Gutiérrez y el otrora alcalde de la capital, Enoch Araujo. Es el de en medio de tres hermanos, el mayor ya falleció y el menor es sexólogo, investigador de la UNAM con cuatro Maestrías en Ciencias Penales. Recuerda sin amargura que se entregó tanto en las oficinas públicas y al periodismo que no le dedicó tiempo al amor. Cuando era joven terminó la única relación seria después de un año. En sus ratos de soledad, camina por las calles de la capital, lee en su casa temas relacionados con la ciencia y el humanismo, visita cafeterías y sobrevive con el tic neurológico de lamerse la palma de la mano derecha y acomodarse los bigotes con el dorso de la izquierda. Es bebedor social, no ha fumado en su vida y le despreocupa el mañana. A pesar de que tuvo las posibilidades de comprarse un coche, nunca lo tuvo y mucho menos sabe manejar, dice el septuagenario de un metro sesenta de estatura.

Con sus 60 kilos, trilla la plazoleta del Parque Central todos los días. Es conocido por su guayabera en cuyas bolsas siempre anda retazos de papel con apuntes de toda índole y un par de bolígrafos con los que escribe con evidente intranquilidad.

Entre la nostalgia de la ciudad, se desplaza a pasos cortos pero ligeros, con gafas de montura negra, bigote blanco y una incipiente calvicie. A veces lleva en la mano una bolsa de nylon con recortes de periódicos, un reloj de plástico negro en la muñeca izquierda y una sortija en el anular de la derecha.

Por las mañanas hace sus quehaceres domésticos, trabaja de asesor de prensa para el Gobierno del Estado, lee periódicos en las oficinas de Comunicación Social y luego inicia su rutina de caminante de insufrible soledad.

Don Eligio, 43 años vendiendo periódicos



· Un oficio muy noble

Rafael Espinosa / Don Eligio es uno de los voceadores más antiguos en el Parque Central. Comenzó a vender periódicos desde 1975, cuando tenía 11 años. Nació en Andrés Quintana Roo, una comunidad del municipio de Jiquipilas, sin embargo, al fallecer su madre, él y sus cuatro hermanos viajaron a Tuxtla Gutiérrez. En esa época, sus primos vendían diarios y su tío era guardia del Parque Central.

Inició en el negocio como un juego, dice, cuando sus primos le dijeron:

-¡Vamos a vender periódicos! -.

-¡Vamos, pué! -.

Ahí comenzó todo. Gracias a este trabajo don Eligio terminó su carrera en la Normal del Estado y ayudó en sus estudios a sus cuatro hermanos, uno de ellos tiene hasta Doctorado, relata. También ha sacado adelante a sus cuatro hijos.

Don Eligio no ejerció su carrera, en cambio le gustó más vender periódicos y revistas. A 43 años en este oficio, se mantiene al día en los temas sociales cotidianos y ha sido testigo de la transformación del zócalo capitalino, desde cuando el Colegio de Niñas y el Seminario estaban a un costado de la Catedral San Marcos. Incluso, le tocó ver el antiguo Palacio de Gobierno y las peleas amistosas de box que se hacían en el parque entre boleadores de zapatos.

Recuerda que le tocó vender el Diario Popular Es!, La Tribuna, El Sol de Chiapas, La Tarde y El Heraldo, entre otros. En ese mismo lugar conoció a don Armando Duvalier, uno de los periodistas más destacados de la época, con quien compartió alimentos en su mesa.

-Todos los voceadores viejos ya murieron; ahora el único viejo soy yo -dice con una sonrisa.

En sus mejores años, en el 94, vendió hasta mil periódicos al día, no obstante, hoy, apenas vende 45, de lunes a domingo, de cinco de la mañana a una de la tarde. No culpa a la era digital o al desarrollo tecnológico, más bien entiende que los dueños de los periódicos muchas veces hacen del periodismo un negocio, ya que ellos, dice, se mueven hacia donde se mueven las campanas.

A pesar de la desgracia comercial, tiene la esperanza de que las ventas se compongan.

-¿Qué hará el día en que no venda un periódico? -.

-Me emplearé de chofer, repartidor en motocicleta o de cualquier cosa. Si comen las arrieras que no coma yo -reflexiona mientras levanta los periódicos sobrantes y amarra sus exhibidores.

A sus 53 años, don Eligio Valencia Sánchez tiene buena condición física, afirma. Y es que nunca le gustó el alcohol ni el cigarro, desde "chamaco" le agradó jugar defensa central en los partidos de fútbol. Recuerda los torneos que se hacían entre los barrios Niño de Atocha, San Francisco, San Jacinto y San Roque. De hecho, añadió, llegó a jugar en la Liga Municipal e Independiente.

Cuenta que durante su trayectoria de voceador, una vez dejó tirado su changarro, cuando los policías lanzaron gases lacrimógenos para disolver una manifestación y otra ocasión alcanzó a levantar su changarro cuando una agrupación llegó al Parque Central con piedras, palos y cohetes, de manera violenta y sorpresiva.

-Y aquí voy a seguir hasta que Dios diga -puntualiza.

Toda una vida en la arquitectura




Rafael Espinosa / Don Armando Zaldívar es uno de los arquitectos más destacados del siglo pasado en Chiapas. Fue el primero en diseñar una iglesia católica redonda en la comunidad La Tigrilla, región Frailesca de la entidad, incluso antes de que se construyera la Basílica de Guadalupe en el centro del país.

En Tuxtla Gutiérrez proyectó la ampliación de la Avenida Central, desde el Parque Central hasta la antigua Cafetería Bonampak. Asimismo, participó en innumerables construcciones como el Edificio Maciel, así como en inmuebles que aún persisten en la Avenida Central, a la altura de la 6ª Poniente; la casa emblemática con terraza del doctor Hugo Rincón, ubicado a un costado del Asta Bandera del Parque Bicentenario. Edificó también un extinto hotel en el Callejón del Sacrificio, atrás de la Catedral San Marcos, entre otros.

Construyó la cárcel del municipio de Tonalá, hoteles en Cintalapa, el Banco Rural del Istmo en Comitán, la casa parroquial del templo católico de Nuestra Señora de La Candelaria, en Cintalapa, e infinidad de casas y obras en Tapachula, Rayón, Ocozocoautla, por mencionar algunos municipios.

Don Armando, oriundo de Texcoco, Estado de México, llegó a Chiapas en 1960 cuando tenía 26 años. Dice que desde joven comenzó a involucrarse en trabajos de ingeniería como supervisor de obras, a fin de terminar su carrera en la Escuela Nacional de Arquitectura de la UNAM.

Tuvo como maestros a Augusto H. Álvarez y a Leonardo Zeevvaert, ambos colaboradores en la construcción de la Torre Latinoamericana, en México. De este modo, como aprendiz, lo enviaban a Guadalajara, Querétaro, Guanajuato, para supervisar obras de ingeniería y arquitectura.

Un día, en el centro del país, un amigo lo invitó a trabajar en Chiapas. Aceptó con el fin de conocer la entidad y desde entonces se quedó aquí, recuerda. Fue proyectista y supervisor en la Dirección de Obras Públicas en el gobierno de Samuel León Brindis. De igual manera, trabajó con otros gobernadores y gobiernos municipales de la capital chiapaneca.

Durante su trayectoria profesional ha sido profesor de dibujo y acuarela en la Universidad Motolinía de la Ciudad de México y catedrático de dibujo en la Facultad de Arquitectura de la Unach, así como socio fundador del Club de Tenis Parque Madero, en Tuxtla Gutiérrez.

A sus 84 años, don Armando ha ocupado importantes puestos locales y regionales dentro del Club de Leones Nacionalista.

Hace 16 años se retiró del oficio de arquitecto. Actualmente, es encargado de la Sala Tuxtla en el Centro Cultural Jaime Sabines. Este último oficio lo ha llevado a leer importantes obras de la historia de Chiapas, de tal modo que realiza antologías, compilaciones e ilustra a estudiantes a través de visitas guiadas a los murales importantes del Ayuntamiento de Tuxtla y en la Sala Tuxtla, por supuesto.

Su cálido cuarto de estudio está lleno de reconocimientos, libros y fotografías. Se siente orgulloso por haber aportado un granito de arena en el desarrollo de Chiapas, dice, acompañado de su esposa chiapacorceña, Rosaura Guadalupe Cortez Ortega.

—A estas alturas, me siento más chiapaneco que mexiquense —finaliza.

Los momentos más felices de mi vida





Rafael Espinosa / En las vísperas de la tragedia, Joel e Iris habían planeado ir a la iglesia donde, como cada domingo, le pedían a Dios continuar con la dicha que los acompañaba desde el día en que se conocieron. Después comerían en familia con sus dos niños en algún restaurante de la ciudad y terminarían el ocaso del día con un paseo en el parque. Corría el mes de septiembre, de tal modo que el 15 también tenían programado una noche mexicana en la casa de la madre de ella, con una cena modesta en la mesa que llenarían con platillos y botanas en la medida de sus posibilidades. Sin embargo, la noche del sábado 8 de septiembre, los planes se desplomaron para siempre; Joel recibió un balazo en la cabeza. Esa noche, Iris lo esperaba en su hogar donde vivieron juntos los últimos días de dicha, en el complejo inmobiliario Ciudad Maya, Berriozábal, a media hora de Tuxtla Gutiérrez.

Joel salió de casa rumbo a los bares del bulevar principal de la capital chiapaneca, donde en ocasiones ganaba por acomodar los autos de los parroquianos y algunas veces como mesero. A pesar del ambiente en que se desempeñaba, no bebía ni fumaba, en cambio había entregado su vida a Dios desde que tenía 16 años. Al día siguiente, Joel tocaría la guitarra, el piano o quizá cantaría alguna alabanza en la iglesia. Luego platicaría con sus hermanos feligreses y saldría de la mano con su familia y con el corazón jubiloso por la puerta grande del inmueble. De pronto, como de ordinario, Iris le plantaría un beso corto pero intenso a lo que él le correspondería de muy buena gana con una sonrisa de felicidad.

La madre de Joel recibió la noticia por teléfono. ¿Es usted la madre de Joel? Era la voz de un hombre. Sí, dígame. Su hijo sufrió un accidente. Pero, dígame, reiteró, ¿está bien? No, señora, su hijo está muerto. Tomó la noticia con extraña incredulidad que salió de su casa, sin llanto y con el semblante inexpresivo, pero de prisa. Una vecina le preguntó: ¿A dónde va usted tan de prisa y a estas horas? Ahorita regreso, dicen que mi hijo está muerto, contestó en su tropel. Sin embargo, conforme pasaron los días, le fue asentando la noticia, de manera que no ha dejado de llorar y a veces siente un nudo en la garganta que parece extrangularla.

Cuando la madre de Iris llevó la noticia era casi la media noche. ¡Llévate una mudada de Joel y su acta de nacimiento!, le instruyó llorando en la puerta. ¡Para qué?, dijo Iris espantada. Y lleva ropa negra para ti, porque vamos a tardar. Dime, mamá, ¿qué pasó?, añadió Iris. A Joel le dieron un balazo. Pero, ¿está bien?, repuso intrigada. ¡Está muerto!, dijo su madre, tratando de reprimir el llanto.

Iris había recibido una llamada de su suegra preguntándole si alguien le había marcado a su teléfono. No, dijo Iris, extrañada, ¿por qué? Por nada, te llamo en cinco minutos. Iris no quiso marcarle a Joel para no alarmarlo en su trabajo, sin imaginarse que su esposo, a esa hora, estaba tendido en el piso de concreto. Más tarde, entendería que su suegra quería darle la noticia en persona.

Joel falleció de manera instantánea cerca de las 22:40, en el estacionamiento del bar Burlesque. Minutos antes se había comunicado con Iris a través de mensajes. “Perdóname mi amor por no estar al pendiente tuyo”, le escribió a Iris. Joel se sentía triste por la añoranza de sus dos hijos de su primer matrimonio, preocupado por la cercanía de la pensión familiar y los gastos de inscripciones escolares, ropa, zapatos y libros, que cumplía con regularidad. “Mi corazón se siente contristado”, le dijo en un mensaje. “No estés triste mi amor, confía en Dios, todo va a salir bien”, lo animaba Iris.

Hacía tres años que Joel se había separado de su primera pareja y dos de unión con Iris y los pequeños de ella. Ambos cicatrizaban sus heridas emocionales, de tal modo que sus corazones se fundían en una nueva relación propia de los enamorados.

El más pequeño de sus hijos, de seis años, con quien jugaba en el patio, a veces interrumpe su juego de carritos y se queda pensativo como si lo recordara, dice. Ella se acerca y lo abraza con cierto dolor en el alma.

En sus ratos libres, Iris se queda pensativa y aprovecha la soledad para dejar escapar unas lágrimas furtivas. Se conocieron en la vecindad de la colonia Kilómetro 3, cerca del domicilio de ella, sin que ninguno de los dos se imaginara que terminarían enamorados.

Los momentos más felices de mi vida, dice. “Vino a cumplir una misión, la de hacer feliz a mi familia, con su nobleza, su alegría y la de convertirme en cristiana”, sostiene. “Ahora está con Él”.

Iris tiene la esperanza de que la Fiscalía General del Estado no abandone el caso.

***

Joel falleció de un disparo que iba dirigido a otra persona, derivado de un pleito entre un par de vendedores de hamburguesas y unos clientes, en la vía pública. Ni siquiera se había dado cuenta de la trifulca, dicen, por eso, quizá, el balazo le penetró en medio de los ojos y la nariz.

Hasta pronto, presidente



Rafael Espinosa / Con la mirada amable y la sonrisa firme, el alcalde se despidió de sus últimas horas de poder. Se plantó frente a palacio y sólo entonces cayó en la cuenta de que durante sus 115 días de gobierno temporal, no había tenido tiempo suficiente para contemplar sin prisa los balcones y los pilares del edificio. Le dio tanto gusto la dicha de sus ojos que esbozó una sonrisa franca, como si nadie lo estuviera viendo. Y se fue caminando, sin guardias y sin chofer, perdiéndose entre los peatones afligidos de la plazoleta, donde las palomas levantaron el vuelo a su paso. Minutos antes, había caminado como un lobo solitario entre los recovecos penumbrosos de la presidencia, impotente por lo que faltó por hacer en una administración rediviva. Abrió con serenidad la puerta de su despacho y con un suspiro prolongado recordó sus ajetreos cotidianos como autoridad municipal. Recogió sus bártulos, miró con tristeza los ventanales y la fotografía de su familia sobre el escritorio. Atravesó umbrales de madera barnizada. Acosado por la soledad, se acercó a la Sala de Cabildo e instaló con nervios su retrato en el muro de expresidentes municipales. Observó con añoranza los 14 asientos vacíos de los regidores en aquel espacio desenfadado y sin más, continuó por los pasillos con aire serio, pasando frente a los cuadros de Suasnávar y saludando con cortesía helada a los trabajadores de la guardia del domingo.

—¡Hasta pronto, presidente! —le decían con afecto.

La frase parecía hacerle ruido mientras bajaba por las escaleras, pues asentía con la cabeza de buen modo. Es posible que dentro de tres años regrese a reafirmar el principio de orden que estableció durante su corto periodo de gobierno.

—¿Ahora qué sigue, presidente? —le preguntó alguien.

—Trabajar en mis empresas —contestó de buena gana Carlos Molano, de 48 años.

Desde los balcones del patio de palacio, los trabajadores observaban impertérritos al alcalde número 63 de Tuxtla Gutiérrez, que caminaba con dignidad encumbrada.

Finalmente, se detuvo a medio patio y observó a los trabajadores a quienes, con un ceremonioso movimiento de mano, les dijo adiós a todos, aunque su corazón les estaba diciendo, hasta pronto.

Entre canciones y carreras




•Fredy Valencia El Puma, cantante, atleta, luchador y actor ocasional.

Rafael Espinosa / El joven se acercó a la casa y tocó la puerta con cierta timidez.

—¿Qué desea? —preguntó con gesto amable la señora al abrir la puerta.

El joven no supo qué decir y titubeó.

—¿Me da la hora, por favor? —.

—Las 11 con 15 —dijo al regresar de la sala.

Alfredo agradeció el favor y pensó en retirarse, sin embargo, se armó de valor y reviró.

—Oiga señora... ¿No se acuerda de mí? —.

—No —dijo la señora, buscando en su memoria algún recuerdo.

El joven se aguantó el dolor en el pecho.

—Soy tu hijo, Alfredo —expresó con temple.

—¡Alfredo... ¡Hijo mío! Corrió a abrazarlo y llorarlo.

—Quédate, hijo —le dijo suspirando, después de un momento.

—No, mamá, mi vida es la calle —. Se despidió.

*

Su madre se fue de la casa por problemas maritales, cuando Alfredo tenía ocho meses de nacido. Se quedó en manos de su abuela paterna en una vecindad de la Ciudad de México. A los 18 años, fue a buscarla por consejo de su tío; ella tenía su pareja y dos hijos. Su padre, por su parte, había hecho su vida con otra mujer con quien procreó diez hijos más.

Aún era niño cuando murió su abuela. Intentó vivir con su padre y su madrastra, pero llevaba una vida difícil, de tal modo que estuvo poco tiempo con ellos. A la edad de seis años, las señoras de la vecindad lo bañaban, lo vestían y cursó hasta el segundo grado de primaria.

—Desde ahí comenzó mi vida azarosa —recuerda Alfredo Flores Jaimes, mejor conocido como Fredy Valencia El Puma, de 77 años de edad.

Desde la comodidad de su terraza con vista panorámica, rodeado de macetones de rosas y tulipanes, El Puma cuenta que durante su infancia comenzó a vender chicles con otros niños del barrio. Conoció a un voceador a quien le dijo que quería vender periódicos y revistas para ganar más, pero que no tenía dinero.

—Te voy a prestar, pero si te vas con la lana te mato, hijo de la chingada —lo sentenció el voceador en tono chilango, al puro estilo “Resortes”, recuerda—; pero sácate a la chingada de aquí, vete por otro lado, no me estés quitando los clientes.

Anduvo ofreciendo periódicos y revistas en la Calzada Tlalpan. Tiempo después, en la adolescencia, se subía a los camiones a cantar, acompañándose del sonido de un envase de refresco y un palito, dice.

—Oye, güero, cantas bien, ¿Por qué no vas a la oficina de un partido? —le dijo un día un pasajero—; sólo tienes que ir a las colonias en campaña.

Así inició su vida de cantante. Como no tenía casa, dormía en un burdel con autorización del dueño. “Vete al fondo, pero de todo lo que veas y escuches no le digas nadie”, le advirtió. Al dueño le decían "El Barbón". Fue ahí donde vio algo que lo dejó sorprendido.

Un día, quizá por un juramento, dice, el dueño del burdel se sentó frente a un espejo y comenzó a quitarse con pinzas depiladoras pelo por pelo toda la barba, recuerda como si sintiera el dolor que sufrió aquel hombre.

Otro día, un trío de cantantes no se sabía la canción “De mil Maneras” solicitada por un cliente que dejaba buena propina. Fueron a buscarlo al fondo y ensayaron un par de veces hasta que se acoplaron.

—¿Qué pasó? Si se las saben ahí está el billete —expresó el cliente.

—¡Órale, tú! —lo empujaron los músicos a Alfredo—; “De mil maneras quiero yo reconocerte...” comenzó con su voz grave.

Años después, se fue a Pachuca, Hidalgo, a trabajar de mesero a un centro nocturno donde había bailarinas, cantantes y un maestro de ceremonia que conoció su talento. Un día suplió al maestro de ceremonia y luego cantó una romántica que les gustó a todos.

Al poco se inscribió a la Anda (Asociación Nacional de Actores) con el nombre artístico “Fredy Valencia El Puma”. Su representante lo llevó a cabarets, centros nocturnos y bares de diversos estados del país al tiempo de entrenar fisiculturismo, lucha libre (como rudo enmascarado llamado “El Incognito”) y actuaba ocasionalmente en obras de teatro.

Como parte de su gira llegó a Chiapas, cuando en el actual Mercado Los Ancianos (9ª Sur y 13ª Oriente) era zona de centros nocturnos; era la orillada de Tuxtla Gutiérrez, recuerda. También cantó en Tapachula y en otros lugares. Tenía 31 años; era todo un artista. En este ambiente tuvo varias mujeres hasta que se enamoró y casó con una chiapaneca con la que tiene tres hijas, en Tuxtla Gutiérrez.

A la par conoció a personajes de la capital chiapaneca como don Tito Maza, el doctor Martínez Ríos, entre otros deportistas, con los que comenzó su carrera de atleta. Participaba en concursos de carreras pedestres, de tal modo que ha ganado más de 300 medallas, reconocimientos y trofeos, en diversas categorías y distancias.

Cantaba en botaneros como “La Pachanga”, “Los Explosivos” y en el “Hotel María Eugenia”; el Centro Nocturno “El Gitano”, en Tuxtla Gutiérrez, y “Tropicana”, en Tapachula, entre otros más, así como en otros estados de la República.

Su sobrenombre “Fredy Valencia El Puma”, se originó en un bar llamado “Perro Andaluz”, en Michoacán, donde había en la pared la silueta de un felino.

—¡Y con ustedes, “Fredy Valencia El Puma”! —lo inventó al momento el dueño del establecimiento en altavoz; todos los presentes llenaron de ovaciones el lugar.

Desde hace 46 años vive en Tuxtla Gutiérrez. A los 75 años de edad dejó de cantar a petición de su familia. Tiene 40 años como atleta. Durante su vida jamás ha tomado y fumado; su padre murió a causa del alcoholismo. Se levanta en la madrugada, hace pesas, lleva a sus nietos a la escuela y aún sale a trotar con su hija en silla de ruedas. Hace unos meses trotó hasta llegar a Berriozábal.

Su mayor alivio y felicidad es estar con su familia.