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lunes, 23 de octubre de 2017

La extraña vigilia de Lázaro Cárdenas



Rafael Espinosa

Nunca en la historia la comunidad Lázaro Cárdenas había reunido tanta gente como este viernes. Había en las calles, extraños con guayaberas y chícharos en los oídos, campesinos parados sobre el escombro de sus casas derruidas y soldados retirando de los hogares, paredes colapsadas. Entre esta diversidad difusa había también solidaridad y hermandad.

También había maquinaria pesada destruyendo casas inhabitables, tránsito de cocinas comunitarias y camiones con despensas para los damnificados. Mucho movimiento de camionetas nuevas, blindadas, patrullas de la Policía y vehículos militares.

El arroyo de gente, como si se tratara de un éxodo, comenzó cuando alguien, a través del altavoz de su casa, convocó a los damnificados —a las 11:00 de la mañana—, a una reunión urgente en el campo de fútbol.

A una semana del terremoto, muchas casas están en ruinas. Otras acordonadas y vacías, como si a sus moradores se los hubiera tragado la tierra. Desde ese día, familias enteras duermen bajo árboles, toldos improvisados en sus patios o viven arrimados en casa de sus parientes.

Entre toda esta ruina, se observan almanaques pegados en las paredes que aún quedaron en pie. Un Cristo sin cuerpo, sólo con los brazos clavados en la cruz, tirado en el piso. Travesaños de puertas sin techo. Rótulos, hechos por el gobierno, para identificar las casas con daños parciales o totales. Muebles amontonados en los traspatios. Juguetes nadando en el fango. Perros husmeando entre los despojos. Grupos de gente sombreando bajo los árboles.

Son las 9:00 de la mañana, el calor es mortificante, y aún llega más gente. Algunas mujeres, jalando a sus niños del brazo, llevan amplias sombrillas. Otras cargan una manta en el hombro, para secarse el sudor, y un bote de agua en la mano. Mientras, los hombres de la comunidad, junto a los soldados, continúan reduciendo los escombros con mazos metálicos y piquetas.

***
Lázaro Cárdenas es una comunidad de unos 5 mil habitantes. La mayoría se dedica a la siembra de maíz y cacahuate. En sus hogares tienen traspatios grandes.

El día del terremoto, a diferencia de los citadinos, los habitantes corrieron hacia los traspatios y no a la calle. Sin embargo, el movimiento telúrico, además de dañar 426 viviendas de la comunidad, también afectó cuatro escuelas públicas y tres iglesias.

Dicen los habitantes que antes del terremoto sintieron una corazonada de algo que no los dejaba dormir. Casi siempre se acuestan temprano para madrugar e ir a la cosecha, sin embargo, ese día, casi era medianoche y estaban despiertos, otros estaban acostados, con los ojos cerrados, pero no dormidos. Quizá por eso, dicen, no hay muertos en la comunidad.

Don Silverio cuenta que cuatro de sus 20 marranos brincaron alocados del corral y sus gallinas espantadas comenzaron a cacarear. Y su árbol de naranjo tiró casi todos sus frutos.

—A la hora en que la tierra se movía ─dice─, lo primero que hice fue abrazar a mi nieta. Intenté levantar a mi esposa de la cama, que tiene una fractura en la pierna, pero no pude —.
—¡Vete con la niña! — le gritó desesperada su esposa—; ¡déjame aquí, ahí Dios dirá!

Obedeció la instrucción y se fue al patio. Cuando todo pasó, recuerda, encontré a mi esposa orando en la esquina de su cuarto. Hasta hoy desconoce con qué fuerza sobrenatural pudo su esposa subirse a la silla de ruedas. Su casa presentó grietas en las paredes y su fogón se hizo trizas.

La mayoría de las casas perjudicadas fueron construidas hace 40 años o más. De paredes de adobe con repello de cemento, travesaños de madera, algunas con techo de losa, otras de calamina. Aunque con la magnitud del terremoto cualquier vivienda es vulnerable, dicen.

La gente seguía pasando frente a don Silverio. Él desconoce a dónde va toda la multitud. Recuerda que hoy es 15 de septiembre, pero aquí, dice, no se da el Grito de Independencia sino en la cabecera municipal, Cintalapa.

—Oiga, usted —le pregunta a una vecina—; ¿a dónde es que van?

—A una reunión — contesta la señora afligida.

Don Silverio, parado con su sombrero en la banqueta, quiere ir para investigar qué está pasando, pero está cuidando a su esposa. Sabe que desde el día del terremoto asistió mucha gente, soldados, voluntarios y médicos.

Relata que la iglesia que está contigua al campo de futbol resistió el movimiento telúrico pero a la mañana siguiente, cuando el gobernador del estado, Manuel Velasco, recorrió la zona devastada, se partió en dos, el techo de losa se hundió hacia adentro.

***
Los desconocidos del pueblo traen manojos de cuerdas al hombro. Comienzan a acordonar el área, trazan una ruta en las calles donde está la mayor parte de las casas colapsadas. Se ve a muchos otros que de manera discreta se comunican a través de sus radios portátiles.

Ya son las 3:00 de la tarde. En la casa de doña Piedad, que está frente al campo de fútbol, hay un tráfico de mercado. La muchedumbre está fuera buscando sombra. Algunos le piden prestado su baño. Otros necesitan cargar la batería de su teléfono celular. Asiente a las peticiones sin demostrar enfado. Sentada en un sillón, nomás mueve la cabeza, resignada y cansada, frente a sus familiares que la acompañan. Su casa también tiene fracturas.

La reunión ya está hecha. Sin embargo, están desconcertados. La gente tiene botellas de agua que alguien repartía. De pronto, las señoras ponen sus mantas sobre la cabeza para cubrirse del sol o roban un pedazo de sombra de sombrilla de las señoras distraídas. Los soldados de la cocina comunitaria comienzan a repartir la comida. A los comensales, comida en mano, los mandan a un comedor dentro de una escuela pública que soportó el terremoto. Hay conato de gresca por hombres y mujeres que burlan el orden de la fila. El calor es asfixiante, los niños comienzan a llorar y el motivo de la reunión aún es incierto. La gente busca al comisariado, Rigoberto Ramírez; no lo encuentran y tampoco contesta el teléfono celular.

De pronto, aterriza un helicóptero en un campo alterno, detrás de unos árboles frondosos. Después de unos minutos levanta el vuelo nuevamente. Nadie sabe quién llegó. Movidos por la curiosidad, la gente brinca la cuerda. El tumulto es retenido por los desconocidos con chícharos en el oído. Nadie puede avanzar. Regresan al sitio de antes.

Como reguero de pólvora, llega el cotilleo que puso fin a la incertidumbre y a las cuatro horas de espera.

—Viene Peña Nieto — se dicen al oído, haciendo alusión al presidente de la República.

A las 3:00 de la tarde, cuatro helicópteros aterrizan en el mismo lugar que el primero.

Nadie de los que están en el campo de fútbol vio cómo bajó el político mexicano. Cuando se dieron cuenta, el presidente se les apareció a un costado del campo, con su séquito de guaruras y secretarios, después de haber verificado las casas destruidas. Su pequeña figura saluda a los soldados que levantan los escombros. Los militares contestan con saludo marcial. También saluda de mano a la gente que está detrás de la cuerda y platica con algunos damnificados.

En el campo de fútbol, el presidente sube a la góndola de una camioneta de la Comisión Federal de Electricidad. Ordena que den larga a las cuerdas para que la gente se le una. Desde ahí, junto al gobernador del estado, da un mensaje de aliento a los campesinos y a las amas de casa de Lázaro Cárdenas. Hay gente de comunidades aledañas, de la cabecera municipal, de la capital chiapaneca y de diversas partes de la costa. En ocasiones su discurso es interrumpido por un grupo que le reclama falta de medicamentos en los hospitales.

—Sí, ya tomé nota — le dice el mandatario, sin perder la calma.

Durante media hora de discurso, varias veces pide agua para refrescarse la boca.

Después, a petición de los pobladores, adelanta el Grito de Independencia, horas antes de que oficialmente lo hiciera en Palacio Nacional.

—¡Viva Cintalapa! ¡Viva Chiapas! ¡Viva México! ¡Viva México! —arenga y esboza una sonrisa, después de mencionar a los personajes históricos que le dieron patria al país. La gente repite las vivas con el puño levantado.

***
Por un momento la multitud olvidó la tragedia, pero después del terremoto nada será igual. Es la primera vez que la comunidad Lázaro Cárdenas recibe la visita del presidente y quizá sea la última vez que lo vean.


Don Silverio sigue parado en su banqueta, ahora ve regresar a la multitud.

Amor de madre



Rafael Espinosa

Una mañana doña Nely le sirvió leche con galletas a su hijo. Al volver de la cocina al comedor, vio que su hijo tenía asido de la cabeza a un perrito obligándolo a comer del pocillo.

—Hijito, no hagas eso, obedece —le dijo dócilmente para no enojarlo.

De pronto, sintió un garrotazo en la oreja que la dejó inconsciente. Se hizo un escándalo en la cuadra que los vecinos y sus otros hijos, que aún estaban ahí a esa hora, la defendieron. Aquella ocasión estuvo ocho días en el hospital.

Hace unas semanas, salió a buscarlo en las calles de la colonia para que comiera. Lo encontró sentado en una banqueta. Apenas le dijo algunas palabras cuando sintió una patada en el estómago.

—Ya me cargó la chingada —soltó adolorida, doblándose a media calle.

Doña Nely no supo qué rumbo tomó su hijo. Ella regresó a casa llorando y agarrándose el abdomen de dolor.

A sus 60 años, así ha sido de cruel la vida con ella, mientras que su hijo Leonel, de 39, lucha con sus demonios internos todos los días.

A la edad de 19 años, Leonel era un joven normal, aunque no le gustó la escuela. Estudió primero y segundo grado de primaria. Apenas sabe leer y escribir. Trabajó de peón y tuvo novias como cualquier adolescente.

Sin embargo, de pronto, misteriosamente comenzó a encerrarse en su cuarto por períodos prolongados. Cuando su madre regresaba de lavar y planchar ropa ajena, encontraba los platos en la mesa con la comida intacta.

—¿Qué tienes, hijo? —le preguntaba su madre preocupada.

—¡Déjame solo! —contestaba Leonel, lacónico y evidentemente extraño.

Doña Nely también se encerraba en su cuarto para llorar. Le pedía a Dios que le dijera las causas del sibilino comportamiento de su primogénito. Hacía unos meses era un chico normal y ahora había cambiado drásticamente, de tal modo que doña Nely sentía que le aplastaban el corazón.

Recientemente su esposo había muerto de cáncer en la cabeza. Su situación económica era precaria y no tenía dinero para llevar al médico a Leonel.

El segundo de los cuatro hijos, al ver la situación de su madre, decidió irse de bracero a los Estados Unidos.

—Para que lo lleves al médico y le compres medicina a mi hermano —le dijo a doña Nely al despedirse.

Durante cinco años estuvo enviando dinero, con lo que doña Nely llevó al doctor a Leonel y lo controló con sedantes la mayor parte del tiempo. Cuando parecía que la vida familiar había vuelto a la normalidad, recibió una llamada del extranjero en la que le informaron que su hijo había muerto.

Un mes después le enviaron el cuerpo a su casa y ni siquiera quiso verlo. Sintió morirse nuevamente. Muchas noches estuvo llorando, con el alma hecha pedazos, y a punto de suicidarse con pastillas o alguna cuerda.

Durante esa época, Leonel pasó cuatro días y cuatro noches sin dormir. Se escuchaban gañidos terribles y hablaba solo, quizá por la falta de medicamentos. Su llanto y los lamentos espantosos también mantuvieron en vela a los vecinos conscientes de su extraño sufrimiento, aunque algunos llegaron a molestarse.

Un día, resignada por los aspavientos, doña Nely lo dejó escapar a propósito, diciendo para sí misma: Dios te bendiga, hijo, al tiempo en que dejaba abierta la tranca de la casa para que Leonel huyera a donde quisiera.

Así pasaron cinco años amargos y tristes que doña Nely curó temporalmente con asistencia y devoción en la iglesia católica. Durante este tiempo jamás supo algo de su hijo. Cuando caminaba en las calles pedregosas de la colonia y veía a los zopilotes haciendo círculos en el cielo, decía: Por ahí ha de estar muerto mi hijo.

No lo decía con indiferencia lo decía con resignación. En la iglesia llegó a pagar misas por el cuerpo de su hijo y pidió a sus compañeras que rezaran por su alma, sin imaginar que Leonel estuvo vivo durante todo ese lustro.

Una mañana, su sobrina que vive en esta ciudad de Tuxtla Gutiérrez, le habló para decirle: ¡Tía, Leonel aquí está! Estaba escuálido, con los ojos hundidos y su cuerpo bailaba dentro de sus pantalones. Leonel nunca supo decir dónde estuvo durante estos cinco años de ausencia.

A pesar de las pesadillas que había vivido con él, doña Nely lo recibió con los brazos abiertos y con lágrimas en las mejillas. Lo trajo de vuelta a casa y lo instaló en una covacha, mientras que ella se encerraba, como hasta hoy, en una recámara aparte.

Después de 20 años de aquel cambio repentino de comportamiento, Leonel ha estado internado en múltiples ocasiones en la Unidad de Atención a la Salud Mental “San Agustín”, lapsos en los que doña Nely detiene el desgaste físico y sicológico que significa atender a su hijo.

A estas alturas, doña Nely ha aprendido a sobrevivir con su hijo y éste, con medicamentos, con la enfermedad. Leonel a veces sale a la calle a pedir dinero a los transeúntes y regresa a su covacha. Apoya en sacar la basura de los vecinos quienes le dan una propina; no obstante, en ocasiones el favor termina en pleito. Doña Nely recibe quejas, porque Leonel se enfurece con aquellos que se niegan a su ayuda.

Se va a caminar a la calle, es inofensivo, pero en el trayecto algunos lo ofenden, sin saber o a sabiendas de su enfermedad. De pronto, regresa bañado de sangre porque lo batieron a golpes al defenderse. Hijito, qué te pasó, le dice doña Nely con impotencia y tristeza, y lo mete a casa para curarlo.

Los “colectiveros” de la colonia lo conocen. De repente le dicen a Doña Nely: Doñita, su hijo está tirado en el libramiento. Allá va ella por él y lo trae de vuelta a casa. Mientras que va a vender ropa barata en su bolsa de mano en las colonias y barrios pobres de la ciudad, Leonel se queda solo y no hay quién vea lo que hace.

Ha llegado a decir de corazón:

—Diosito, si es tu voluntad, llévatelo de una vez; así descansa él y descanso yo —.

En sus ratos libres, Leonel, de 39 años, juega como niño con sus carritos en el patio. En su covacha tiene una camioneta, un tráiler y un coche deportivo, de juguetes. Vive en una galerita, sin puertas ni ventanas. Duerme en una cama de tablas, donde hay sábanas alborotadas y su ropa está amontonada sobre un cordel. Sus zapatos desgastados están tirados en ese pedacito de espacio. A veces se orina al pie de su camastro. Pasa días sin bañarse. Doña Nely se contiene a regañarlo; se evita problemas.

Leonel está sentado en su yacija, con la mirada clavada en el piso. Es de baja estatura, delgado, usa un par de chanclas desgastadas. Tiene el pelo desaliñado, la barba crecida y los dientes carcomidos.

—¿Te gusta jugar carritos? —.

Asiente y corre emocionado hacia un cajón y saca del fondo un tráiler y un coche deportivo. Los pone en el piso y ríe inocentemente, como si se tratara de un niño contento. Habla lo necesario. Con la propina que le dan en la calle compra cigarros; parece calmarle los nervios. Le lanza una mirada inquisidora a su madre que está a unos metros.

—¿Cómo te sientes, hijito? —.

—Bien, mamá —. Regresa la mirada hacia la pared, moviendo los dedos.

Su madre, todas las mañanas, le lleva de comer y de beber, y se va a vender. Dice que Dios siempre ha estado con ella. La vez que Leonel se puso muy mal, que gritaba y lloraba, sacó sus únicos 50 pesos que tenía y corrió hacia la clínica “San Agustín”.

Allá, le dijeron que no había espacio y tampoco medicamentos. Desesperada, se fue a la Iglesia Sagrado Corazón, se hincó, rezó y lloró. Un hombre, que después supo era contador, le preguntó el motivo de su angustia.

—Mi hijo está muy mal y no tiene medicamentos —le dijo suspirando.

Ese día, el contador la subió a su coche y la llevó a comprar las medicinas con el dinero que le había dado.

—Ya no puedo más —dice molida, secándose las lágrimas con su delantal.

Doña Nely pide ayuda al gobierno para comprarle medicinas a su hijo o le abran un espacio en “San Agustín”, a fin de que ella pueda descansar unos meses. También solicita el apoyo de la gente voluntaria, pues las ampolletas para controlar la esquizofrenia de Leonel le cuestan 500 pesos. Con lo poco que gana vendiendo ropa para bebé en los suburbios, no le alcanza. Por eso deja en este espacio su número de teléfono: 9612168951


Vive en la Calle Mil Recuerdos y Avenida Colibrí, manzana tres, lote 19, en la colonia Consocio Buenos Aires, al norte poniente de Tuxtla Gutiérrez, uno de los asentamientos más pobres de la ciudad.

La abuela, el cacique y la boda



Rafael Espinosa

—Los que tengan perros, hagan favor de amarrarlos —se escucha a lo lejos, a través de un altavoz, en la comunidad Quintana Roo—; hoy viene el presidente.

Dicen que el día anterior, un funcionario público se disgustó por la pelea espontánea de unos perros que andaban sueltos en la calle. El funcionario volteó disgustado, mientras que los habitantes se miraron con cierta culpabilidad. Por eso hoy que viene el presidente de México instruyen que los perros estén amarrados.

Quintana Roo es una comunidad del municipio de Jiquipilas, Chiapas. Ubicada a una hora de la capital, Tuxtla Gutiérrez, al final de un camino de terracería con árboles y rancherías.

En sus ocho calles de ancho y unas 10 de largo, la mayoría de las chozas está hechas de paredes de adobe, tejas de barro, láminas y algunas de losa. No hay más calles pavimentadas, salvo las que están en derredor del parque.

Ahí, en esta comunidad, vive doña María Altagracia, la mujer más grande del ejido, quien a sus 107 años ha visto nacer a muchos y participado en las honras fúnebres de estos mismos y de otros. Es una de las fundadoras de esta pequeña colonia que hoy cuenta con una población de mil 600 habitantes.

Doña María Altagracia y su hija Angelita, de 75 años, viven en una casa de corredor largo, pilastras, macetas y pérgolas. Su patio es grande con gansos, patos y árboles.

Con extraordinaria lucidez, cuenta que hace ocho décadas había unas cuantas chozas humeantes al pie de árboles gigantescos y matorrales crecidos. Se caminaba horas y horas para llegar a los poblados, dice la señora de ojos bondadosos y fatigados.

Enviudó a los 20 años cuando tenía cuatro hijos. Su esposo, comisariado ejidal en ese entonces, fue asesinado en una trocha del ejido. Mucho tiempo después supo que el asesino fue don Audón Pimentel, de Vicente Guerrero, otra comunidad cercana.

Se levanta de la silla y regresa trabajosamente a su cuarto, en su andadera y sin ayuda de nadie. Esto ha sido su pasatiempo durante estos últimos años; ir al corredor y regresar a su cuarto. Doña Angelita dice que su madre casi siempre camina sola, pues a veces se pone de mal humor cuando la ayudan.

Regresa al corredor y se sienta nuevamente. Recuerda la amenaza que llegó a sus oídos, después de la muerte de su esposo.

—Si no te vas de aquí, también a ti te mataremos —. Ese mismo día agarró a sus cuatro hijos y se fue a la comunidad Álvaro Obregón; sin embargo, al poco tiempo regresó siguiendo a sus hijos que no se hallaron en otro lado más que en Quintana Roo.

El caso lo dejó en manos de Dios. Más tarde se enteraría que don Audón perdió un brazo en un altercado y después “murió como un perro en el monte”, enfatiza. Fue el cotilleo de moda, en los tiempos en que los pobladores armados eran de pocas palabras.

Su mayor jaqueca es no escuchar lo que le dicen, por eso siempre repite ¿ah?, poniéndose la palma de la mano en el oído. A veces se pone triste porque tiene la impresión, dice, que de nada sirve tener tantos años encima, “sin tener a mamá, papá, o a los hermanos”.

El día del terremoto, hace dos semanas, doña Altagracia estaba acostada en su cama. Por fortuna, uno de sus nietos que se encontraba de visita, la sacó cargando en los brazos, mientras la casa se sacudía. Doña Angelita estaba en el patio llorando y temblando de miedo.

Su hija de por sí es nerviosa, incluso, presenta síntomas de vitiligo alrededor de la boca por lo mismo. Ahora tampoco puede levantar el brazo derecho. “Ya ni mi mamá padece tantos achaques como yo”, dice, esbozando una sonrisa y mirando de reojo a doña Altagracia. Ella es viuda desde hace un lustro; su esposo falleció por un problema en la próstata.

Doña Angelita quiere llevar a doña Altagracia al parque para que vea al presidente de la República, Enrique Peña Nieto. Se ha anunciado en la bocina de la comunidad que llegará este mediodía; sin embargo, su nieto le dice que es peligroso llevarla en silla de ruedas en medio de la muchedumbre.

Nada más la sacó a la puerta en su silla de ruedas y ahí juntas esperaron.

En el recorrido por las viviendas dañadas por el terremoto, Peña Nieto, los miembros de su gabinete más cercano y su comitiva de guaruras, pasaron por la casa de doña Altagracia. El presidente de México las saludó y platicó con ellas, poniéndole especial atención a los daños de su vivienda.

Más tarde, Peña Nieto, reunido con una multitud de campesinos, mujeres y niños, bajo la sombra del domo del parque, destacó el ejemplo de fortaleza, lucidez y ánimo de doña Altagracia, para salir adelante.

En la mañana hubo seis temblores, sumados a las más de 3 mil 500 réplicas y en la tarde, cuando el presidente de México terminó su discurso, cayó un chubasco que hizo correr despavoridos a los campesinos.

***
Cuando anunciaban por altavoz la llegada del presidente de México, a María Luisa la peinaban y maquillaban para su boda. Estaba sentada en una silla al pie de una ventana. Desde hacía dos meses, había planeado casarse en casa de su abuela, Ernestina, sin que remotamente imaginara que el temblor la desplomaría.

Desde temprano las máquinas comenzaron a recoger los escombros de la casa de la abuela, no tanto por el casamiento de María Luisa, sino porque a estas alturas y por instrucciones del gobierno, todas las viviendas con pérdida total deberían estar demolidas para la reconstrucción de las nuevas.

María Luisa tuvo que vestirse en la casa contigua de otro familiar. Una casa modesta y pintoresca, con un jardincito florido entre el corral de malla y la puerta principal. Con globos inflados en forma de arco y corazones de papel pegados en la pared, con las iniciales de los novios.

En la mañana, a la hora en que terminaban los preparativos de la boda, la comunidad estaba acordonada por la guardia presidencial y la policía local, sin que permitieran el acceso de vehículos. Por eso la jueza llegó extenuada y con las zapatillas empolvadas a oficiar la ceremonia nupcial.

Los soldados de la Marina y del Ejército Mexicano trabajaban en la demolición de distintas viviendas dañadas por el temblor, mientras que hombres y mujeres barrían el parque y la calle de la casa ejidal.

Cientos de campesinos de sombrero, venidos de rancherías y comunidades cercanas, buscaban la sombra de los árboles o comían la merienda que traían en sus morrales. Muchas mujeres se ponían alguna toalla sobre la cabeza para soportar los rayos del sol del mediodía.

Momentos antes de la boda, se escuchaba el ruido sonoro de los helicópteros oficiales que sobrevolaban la comunidad. Fue entonces cuando la jueza llegó caminando, media hora más tarde de lo acordado, pues la policía le impidió el paso de su vehículo.

El patio de la abuela es grande como casi todas las casas de la comunidad. Con árboles frutales, plantas de ornato, macetas, pozo artesiano, pérgolas, perros amarrados bajo un par de carretones, un horno de barro bajo una galera, monturas, arreos y yugo de bueyes.

En medio de este escenario campestre, hay un emparrado especial, con ramas de árboles, globos blancos, sillas de plástico para los invitados y la mesa principal, con un mantel blanco y un florero transparente con rosas rojas.

A esa hora había unos 30 invitados, incluyendo niños, los padres de los novios y los padrinos. De pronto, apareció la novia, más hermosa que nunca, con su vestido blanco. El novio, Jeremías, también apareció, sin más aliño que su pantalón negro y su camisa blanca. Se ven contentos, emocionados y enamorados.

La jueza comenzó el recital oficial frente a los contrayentes, mientras los camiones cargados de escombro transitaban en la calle, dejando una nube polvo y ruido que pasaban desapercibidos ante aquella burbuja ceremonial.

Cuando terminaron los aplausos comenzaron los abrazos. El grupo musical de tres integrantes, vestidos con sombrero y camisa de cuadros, tocó la diana bajo un árbol de mango. De entre los árboles y plantas de ornato, también apareció el mariachi entonando una canción de enamorados que arrancó lágrimas de los asistentes. Casi al mismo tiempo subieron los cohetes al cielo.

En el otro extremo de la comunidad bajaba el helicóptero presidencial.

A la boda llegaron más invitados, sumados unos 50 en total, que degustaron un exquisito pollo en mole. Los Vaqueros, llamado así el grupo musical, comenzó tandas de canciones, haciendo pausas alternadas con el mariachi, al tiempo en que la esposa estrechaba su cabeza en el pecho de su marido. Los niños jugaban librando las mesas y las sillas en el extenso patio.

Cuando el presidente de México se retiró de la comunidad a bordo de su helicóptero, el sol se enfilaba hacia el horizonte. En el parque quedaron cientos de envases de agua vacíos y se sentía el olor a tierra mojada a causa de un ligero chubasco.

En medio de aquel silencio descomunal, el retumbo de la fiesta llegaba a hasta el último rincón de Quintana Roo.

Los recién casados chiapanecos se conocieron en Punta de Mita, Nayarit, donde ella trabaja de ama de llaves y él en el área de mantenimiento de una empresa turística. Ella tenía el deseo de casarse en la casa de la abuela que colapsó con el terremoto. Allá, en aquel estado del norte, continuarán su nueva vida de casados.

***
En Quintana Roo la gente se mueve en bicicletas, carretas y motocicletas, sólo algunos en automóvil. Cinco camionetas de doble cabina transportan a la gente, cada hora, por 16 pesos, de la comunidad a la cabecera municipal, Jiquipilas, y viceversa.

Las casas tienen corrales que nadie se atreve a brincar y los habitantes tienen la seguridad de encontrar sus gallinas y patos en el patio, cuando regresan de algún mandado. Aquél intrépido que toma las cosas ajenas es descubierto en cualquier momento y sufre el escarnio público como si llevara la señal de Caín en la frente.

Con el terremoto, de las 348 viviendas dañadas 87 colapsaron al momento. También resultaron perjudicadas una escuela primaria, dos iglesias y un centro de salud, dice el comisario ejidal, Noé de Jesús Álvarez Vázquez.

Este sábado se encuentra muy atareado por la visita del presidente Peña y el gobernador de Chiapas, Manuel Velasco. Aunado a esta calamidad, dice, se suman personas fracturadas por tejas y vigas que se desplomaron con el temblor de la tierra.

La mayoría de los campesinos se dedica a la siembra de maíz, cacahuate y tomate. Las familias se conocen entre sí, de tal modo que es difícil que alguien se quede sin enterarse de cuando algo no marcha bien.

Casi media comunidad habla en secreto sobre un hombre llamado Manolo. Un cacique que pasa desapercibido ante los ojos ajenos a la comunidad, acostumbrado a disimular su riqueza, vistiendo guaraches, morral y sombrero. Es el hombre más rico de Quintana Roo.

Dicen que cuando viene del rancho, su ganado atraviesa la comunidad y ocupa todo el ancho de la calle, de tal manera que la gente tiene que pegarse a las bardas y las casas para evitar ser atropellada.

Es un latifundista dueño de rancherías y propietario de unas 400 cabezas de ganado. Incluso, en las tardes, cuando los vecinos descansan sentados en sus banquetas, miran —más que con envidia, como un espectáculo— la interminable trashumancia.

Cuentan que tiene varias casas en la comunidad, concesiones de transporte público, camionetas nuevas, tractores, ranchos por doquier, entre otros muebles e inmuebles que lo hacen más que un potentado, un soberano sumiso con los desconocidos y soberbio y orgulloso con los comuneros.

Con su poder económico, dicen, explota a los campesinos con un salario de 80 pesos por una jornada de 12 horas de trabajo. Aún así pelea con los pobladores por una caja de despensa. Reclama la reconstrucción completa de su casa cuyas paredes presentaron fracturas. Se dice también que se siente líder y sus palabras pesan sobre el comisariado y en las decisiones de la comunidad.

Cuando el presidente de México visitó y se fue de la comunidad, el sábado 23 de septiembre, los soldados se dispusieron a entregar la ayuda humanitaria. Ahí, se le vio alegando el arreglo de su casa, pidiendo una despensa y metiéndose entre la multitud de campesinos que realmente necesita alimentos.

—¡Miralo! —dice sorprendida una señora, parada en la esquina—; ahí está don Manolo, pidiendo despensa. Sin gracia, con tanto dinero que tiene.

Cuando se fue el convoy, don Manolo, el hombre moreno de abdomen pronunciado, de sombrero y huaraches, se sentó en una poltrona frente al terreno desnudo donde algún día estuvo una de sus casas y que la demolieron para que el gobierno le construya otra.

Los perros estuvieron amarrados todo el día.


Al caer la noche, la comunidad de bombillos tenues descansa entre este valle extenso, para que mañana esté dispuesta a seguir luchando entre los escombros

Hombres cuervo




Por Rafael Espinosa:

Los “Hombres Cuervo” viven rodeados de lagunas en la zona norte Chiapas, sobre la llanura costera del Golfo de México, a unos 350 kilómetros de la capital chiapaneca, Tuxtla Gutiérrez.
Les llaman así porque se bañan o se humedecen el cuerpo varias veces al día, como los cuervos se zambullen en las orillas de los humedales.

Habitan en la comunidad Punta Arena, municipio de Playas de Catazajá, una población aproximada a los mil habitantes, donde son visitados por estudiantes, maestros, periodistas y curiosos, quienes llegan en coches, autobuses o en lancha.

Los Hombres Cuervo son personas que carecen de poros en la piel y por lo tanto no transpiran, motivo por el cual tampoco pueden liberar el calor corporal y tienen que bañarse en repetidas ocasiones o usar camisas húmedas para refrescarse.

Además, se caracterizan por tener la frente olímpica, pómulos anchos, mandíbula triangular, labio superior corto y fino, labio inferior grueso y revertido, el cabello escaso, ralo y claro, la piel delgada y la nariz hundida.

También presentan cejas y pestañas despobladas, ojos azulados, alteraciones en las uñas, orejas ligeramente puntiagudas y falta de dientes, aunque algunos sólo desarrollan los "colmillos".
Doña Prudencia Vázquez López, de 42 años, madre de dos niños cuervo, cuenta que la historia surge a principios del siglo pasado, con la llegada a la comunidad de un hombre y sus tres hijas procedentes de Hungría.

Se presume, dice, que el hombre tuvo relaciones con sus hijas cuyos bebés nacieron con esta patología.

De acuerdo con la descendencia familiar, una de las húngaras se unió a don Prudencio Vázquez Cruz con quien procreó cinco hijos, entre ellos a don Urfencio Vázquez Góngora, Hombre Cuervo que falleció a los 70 años y padre de doña Prudencia.

Ninguno de los hermanos de doña Prudencia nació con estas características, siendo que su padre don Urfencio era Cuervo y su madre, doña Aura del Carmen López Sánchez, era mujer normal del pueblo fallecida a los 60 años.

Sin embargo, dos de los cuatro hijos de doña Prudencia nacieron con esta enfermedad congénita, pese a que ella y su esposo Mauricio Cruz Vázquez son normales.

A doña Prudencia casi no le gusta hablar del tema y tampoco exhibir a sus hijos, debido a que muchos “sólo llegan a tomarles foto, prometen apoyarlos, pero nunca regresan”.

Recuerda que el cantautor mexicano “Juan Gabriel”, personalmente prometió ayuda pero el apoyo nunca llegó.

“No sé por qué”, dice desde su cocina de palma, en la orilla de la laguna.

Ahora todo aquel que quiera información tiene que incentivarlos o por lo menos dejarles una cuota voluntaria.

Hoy, el mayor de sus hijos, de 23 años, está trabajando de albañil en Playa del Carmen y el otro, de 16, se encuentra en la escuela preparatoria.

Comenzaba a prolongarse la plática cuando, de pronto, se interrumpe la conversación por la llegada de don Mauricio, su esposo, a quien no le gusta hablar de la enfermedad de sus hijos con advenedizos.

El hombre parecía enojado; bajó de la canoa y atravesó el patio hacia su casa, con varios racimos de plátano en las manos.

“Lo siento”, dice doña Prudencia. Se fue detrás su esposo.

***
A dos cuadras y media de ahí, en una casa de techo de láminas metálicas, similar a la mayoría de las viviendas que hay en Punta Arena, vive su primo hermano Porfirio Díaz Vázquez, un Hombre Cuervo soltero, de oficio pescador, de 60 años.

Cuando está en su hogar, don Porfirio tiene que echarse agua por lo menos 64 veces al día y cuando trabaja usa camisas gruesas que humedece constantemente en la laguna, para mantenerse fresco durante más tiempo.

“El agua es nuestra vida; podrá faltarnos comida pero el agua no”, suelta don Porfirio, sentado sobre una banca de madera.

Frente a él se encuentra su hermano Ruperto, un hombre normal de oficio peluquero, que le corta el cabello a un vecino.

Al igual que los demás Hombres Cuervo, don Porfirio no aguanta ni una hora sin agua, porque inmediatamente se llena de parches colorados o le sangra la nariz, por eso casi siempre lleva una garrafa de agua a donde quiera que va, o en su defecto se baña a cada rato en la laguna.

“Ellos (los Hombres Cuervo) tienen la ventaja de que nos le pica el mosquito, porque no tienen poros”, comenta sonriente el vecino, mientras le quitan el pelo.

Ocario Díaz Correa y Joaquina Vázquez Góngora, ambos de 80 años, son los padres de don Porfirio. Ellos son personas normales que tuvieron ocho hijos, de los cuales sólo don Porfirio y su hermano Paulo, de 52, son Hombres Cuervo.

“Por ahí anda”, señala Ruperto hacia la calle, refiriéndose a Paulo.

Así como don Porfirio hay siete Hombres Cuervo más: un joven estudiante de preparatoria; otro que es ganapán; un campesino; un muchacho universitario, un albañil; un agricultor; y una mujer con características menguadas. La mayoría esta soltera, salvo el campesino que tiene su mujer con quien procreó un hijo normal.

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Fany Kramski Soto, dermatóloga del Hospital General Regional de la capital chiapaneca, explica que el nombre científico es displasia ectodérmica anhidrótica.

Es una genodermatosis, agrega, enfermedad que se hereda, debido a defectos cromosómicos en grupos o comunidades donde hay consanguinidad.

“El problema se presenta donde se casan entre familiares, porque el tipo de herencia es autosómica recesiva ligada al cromosoma X; no es una enfermedad frecuente, se da en dos personas que tengan el mismo defecto genético”, argumenta.

Aunque ellas son las que portan el defecto genético en el cromosoma, son los hombres quienes presentan estas características físicas, resume la especialista.

De acuerdo con la versión de Kramski, la esperanza de vida de los Hombres Cuervo es buena si ellos acatan las indicaciones que se les da, entre las que destacan vivir en un clima adecuado, mojarse constantemente la piel, usar ropa fresca, no hacer demasiado ejercicio y llevar una vida de actividades tranquilas.

No obstante, los Hombres Cuervo están adaptados al clima cálido húmedo de la región, a hacer trabajos pesados, y tampoco tienen deseos de irse a otro lado porque, dicen, “aquí tenemos a nuestra familia, nuestro patrimonio”.

Algunos paliativos para sobrellevar la enfermedad consisten en cremas hidratantes y antipiréticos, puesto que la ingeniería médica aún no ha creado una fórmula que cure la enfermedad.

Hasta el momento no hay estadística que revele el número de casos, sin embargo, se presume que existe un número muy reducido, debido a que son enfermedades extremadamente raras.

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Durante las entrevistas, los Hombres Cuervo comentaron que han sufrido burla, aunque en Punta Arena son muy queridos por la gente.