Rafael
Espinosa
Nunca
en la historia la comunidad Lázaro Cárdenas había reunido tanta gente como este
viernes. Había en las calles, extraños con guayaberas y chícharos en los oídos,
campesinos parados sobre el escombro de sus casas derruidas y soldados
retirando de los hogares, paredes colapsadas. Entre esta diversidad difusa
había también solidaridad y hermandad.
También
había maquinaria pesada destruyendo casas inhabitables, tránsito de cocinas
comunitarias y camiones con despensas para los damnificados. Mucho movimiento
de camionetas nuevas, blindadas, patrullas de la Policía y vehículos militares.
El
arroyo de gente, como si se tratara de un éxodo, comenzó cuando alguien, a
través del altavoz de su casa, convocó a los damnificados —a las 11:00 de la
mañana—, a una reunión urgente en el campo de fútbol.
A
una semana del terremoto, muchas casas están en ruinas. Otras acordonadas y
vacías, como si a sus moradores se los hubiera tragado la tierra. Desde ese
día, familias enteras duermen bajo árboles, toldos improvisados en sus patios o
viven arrimados en casa de sus parientes.
Entre
toda esta ruina, se observan almanaques pegados en las paredes que aún quedaron
en pie. Un Cristo sin cuerpo, sólo con los brazos clavados en la cruz, tirado
en el piso. Travesaños de puertas sin techo. Rótulos, hechos por el gobierno,
para identificar las casas con daños parciales o totales. Muebles amontonados
en los traspatios. Juguetes nadando en el fango. Perros husmeando entre los
despojos. Grupos de gente sombreando bajo los árboles.
Son
las 9:00 de la mañana, el calor es mortificante, y aún llega más gente. Algunas
mujeres, jalando a sus niños del brazo, llevan amplias sombrillas. Otras cargan
una manta en el hombro, para secarse el sudor, y un bote de agua en la mano.
Mientras, los hombres de la comunidad, junto a los soldados, continúan
reduciendo los escombros con mazos metálicos y piquetas.
***
Lázaro
Cárdenas es una comunidad de unos 5 mil habitantes. La mayoría se dedica a la
siembra de maíz y cacahuate. En sus hogares tienen traspatios grandes.
El
día del terremoto, a diferencia de los citadinos, los habitantes corrieron
hacia los traspatios y no a la calle. Sin embargo, el movimiento telúrico,
además de dañar 426 viviendas de la comunidad, también afectó cuatro escuelas
públicas y tres iglesias.
Dicen
los habitantes que antes del terremoto sintieron una corazonada de algo que no
los dejaba dormir. Casi siempre se acuestan temprano para madrugar e ir a la
cosecha, sin embargo, ese día, casi era medianoche y estaban despiertos, otros
estaban acostados, con los ojos cerrados, pero no dormidos. Quizá por eso,
dicen, no hay muertos en la comunidad.
Don
Silverio cuenta que cuatro de sus 20 marranos brincaron alocados del corral y
sus gallinas espantadas comenzaron a cacarear. Y su árbol de naranjo tiró casi
todos sus frutos.
—A
la hora en que la tierra se movía ─dice─, lo primero que hice fue abrazar a mi
nieta. Intenté levantar a mi esposa de la cama, que tiene una fractura en la
pierna, pero no pude —.
—¡Vete
con la niña! — le gritó desesperada su esposa—; ¡déjame aquí, ahí Dios dirá!
Obedeció
la instrucción y se fue al patio. Cuando todo pasó, recuerda, encontré a mi
esposa orando en la esquina de su cuarto. Hasta hoy desconoce con qué fuerza
sobrenatural pudo su esposa subirse a la silla de ruedas. Su casa presentó
grietas en las paredes y su fogón se hizo trizas.
La
mayoría de las casas perjudicadas fueron construidas hace 40 años o más. De
paredes de adobe con repello de cemento, travesaños de madera, algunas con
techo de losa, otras de calamina. Aunque con la magnitud del terremoto
cualquier vivienda es vulnerable, dicen.
La
gente seguía pasando frente a don Silverio. Él desconoce a dónde va toda la
multitud. Recuerda que hoy es 15 de septiembre, pero aquí, dice, no se da el
Grito de Independencia sino en la cabecera municipal, Cintalapa.
—Oiga,
usted —le pregunta a una vecina—; ¿a dónde es que van?
—A
una reunión — contesta la señora afligida.
Don
Silverio, parado con su sombrero en la banqueta, quiere ir para investigar qué
está pasando, pero está cuidando a su esposa. Sabe que desde el día del
terremoto asistió mucha gente, soldados, voluntarios y médicos.
Relata
que la iglesia que está contigua al campo de futbol resistió el movimiento
telúrico pero a la mañana siguiente, cuando el gobernador del estado, Manuel
Velasco, recorrió la zona devastada, se partió en dos, el techo de losa se
hundió hacia adentro.
***
Los
desconocidos del pueblo traen manojos de cuerdas al hombro. Comienzan a
acordonar el área, trazan una ruta en las calles donde está la mayor parte de
las casas colapsadas. Se ve a muchos otros que de manera discreta se comunican
a través de sus radios portátiles.
Ya
son las 3:00 de la tarde. En la casa de doña Piedad, que está frente al campo
de fútbol, hay un tráfico de mercado. La muchedumbre está fuera buscando
sombra. Algunos le piden prestado su baño. Otros necesitan cargar la batería de
su teléfono celular. Asiente a las peticiones sin demostrar enfado. Sentada en
un sillón, nomás mueve la cabeza, resignada y cansada, frente a sus familiares
que la acompañan. Su casa también tiene fracturas.
La
reunión ya está hecha. Sin embargo, están desconcertados. La gente tiene
botellas de agua que alguien repartía. De pronto, las señoras ponen sus mantas
sobre la cabeza para cubrirse del sol o roban un pedazo de sombra de sombrilla
de las señoras distraídas. Los soldados de la cocina comunitaria comienzan a
repartir la comida. A los comensales, comida en mano, los mandan a un comedor
dentro de una escuela pública que soportó el terremoto. Hay conato de gresca
por hombres y mujeres que burlan el orden de la fila. El calor es asfixiante,
los niños comienzan a llorar y el motivo de la reunión aún es incierto. La
gente busca al comisariado, Rigoberto Ramírez; no lo encuentran y tampoco
contesta el teléfono celular.
De
pronto, aterriza un helicóptero en un campo alterno, detrás de unos árboles
frondosos. Después de unos minutos levanta el vuelo nuevamente. Nadie sabe
quién llegó. Movidos por la curiosidad, la gente brinca la cuerda. El tumulto
es retenido por los desconocidos con chícharos en el oído. Nadie puede avanzar.
Regresan al sitio de antes.
Como
reguero de pólvora, llega el cotilleo que puso fin a la incertidumbre y a las
cuatro horas de espera.
—Viene
Peña Nieto — se dicen al oído, haciendo alusión al presidente de la República.
A
las 3:00 de la tarde, cuatro helicópteros aterrizan en el mismo lugar que el
primero.
Nadie
de los que están en el campo de fútbol vio cómo bajó el político mexicano.
Cuando se dieron cuenta, el presidente se les apareció a un costado del campo,
con su séquito de guaruras y secretarios, después de haber verificado las casas
destruidas. Su pequeña figura saluda a los soldados que levantan los escombros.
Los militares contestan con saludo marcial. También saluda de mano a la gente
que está detrás de la cuerda y platica con algunos damnificados.
En
el campo de fútbol, el presidente sube a la góndola de una camioneta de la
Comisión Federal de Electricidad. Ordena que den larga a las cuerdas para que
la gente se le una. Desde ahí, junto al gobernador del estado, da un mensaje de
aliento a los campesinos y a las amas de casa de Lázaro Cárdenas. Hay gente de
comunidades aledañas, de la cabecera municipal, de la capital chiapaneca y de
diversas partes de la costa. En ocasiones su discurso es interrumpido por un
grupo que le reclama falta de medicamentos en los hospitales.
—Sí,
ya tomé nota — le dice el mandatario, sin perder la calma.
Durante
media hora de discurso, varias veces pide agua para refrescarse la boca.
Después,
a petición de los pobladores, adelanta el Grito de Independencia, horas antes
de que oficialmente lo hiciera en Palacio Nacional.
—¡Viva
Cintalapa! ¡Viva Chiapas! ¡Viva México! ¡Viva México! —arenga y esboza una
sonrisa, después de mencionar a los personajes históricos que le dieron patria
al país. La gente repite las vivas con el puño levantado.
***
Por
un momento la multitud olvidó la tragedia, pero después del terremoto nada será
igual. Es la primera vez que la comunidad Lázaro Cárdenas recibe la visita del
presidente y quizá sea la última vez que lo vean.
Don
Silverio sigue parado en su banqueta, ahora ve regresar a la multitud.