Rafael Espinosa:
—Bit'il
ay ja tat —saluda con un "Buenos días" Antonia López Entzín en lengua
indígena, bajo la lluvia junto a la puerta de su cabaña, y ordena al perro que se
calme. Como rara vez viene un extraño a este pueblo metido en la selva, en el Cañón del Sumidero, cresta
de la Sierra Madre en el sur de México, cada que aparece alguien los perros le
ladran y los amos se asoman con recelo. Buenos días, repito más para ganarle
valor al terco perro que quiere alejarme a como dé lugar, y Antonia, quien
carga un bebé en reboso y no da muestras de querer entablar una plática
conmigo, ya no me responde, quizá por su falta de dominio del español, pero comienza a caminar hacia el interior de la casa y me invita
con un leve gesto a que la siga.
Dos
niñas, una de tres años y otra de diez, están calentándose junto a una hornilla
de piedra y tierra. Sus hijas. Las nenas tienen marcadas características de su
madre: ojos negros, rostro oscuro, cabello largo, nariz ancha, pómulos
henchidos, dientes desparejos y cuerpo esmirriado. Antonia, con su traje
tradicional, trae puestos unos sucios tenis, las niñas andan descalzas y no
portan el vestido cultural. Aquí en Tierra Colorada —población de 115 familias
indígenas tseltales descendientes de los Mayas, en las montañas del Cañón del
Sumidero, a media hora de Tuxtla Gutiérrez, la capital de Chiapas— apenas unas
cuantas personas usan zapatos.
Dentro,
un espacio de unos tres por cuatro metros, no hay más que una bola de ropa
sobre la cama de palos, una mesa chica de patas torcidas, trastes hollinados,
un viejo molino de nixtamal y una hamaca sujeta de las vigas, en la cual Juan
Ramírez, su esposo, se tumba después de la jornada en el campo. Las niñas
pretenden llamar la atención: se acercan demasiado a la fogata y frotan sus
manos.
—¡Chist!
—se dirige ella a sus pequeñas.
Se
oye el botar de la lluvia en los tejados, y en un rato será ésta como el
arrullo de un relato.
Dos
años antes, Antonia había bajado de urgencia sobre los atajos accidentados de
la selva, cargando a otro bebé enfermo de diarrea. Libraba, desesperada, ramas, nubes de
mariposas, como perseguida por un asesino.
Después
de dos horas y media de tropel, el bebé estaba muerta, como un muñeco envuelto
en una cobija de manta, pero ella en ningún momento abandonó su instinto
maternal de salvadora.
Entró
desesperada a la agencia municipal de la colonia Las Granjas, la primera de los suburbios
de la capital chiapaneca. Tardó más el servicio de primeros auxilios que el tiempo en que
el inmueble fue rodeado de curiosos, y no faltó alguien de la bola que la
incriminara de ingrata, luego de confirmar la muerte de la recién nacida,
Marcela.
Antonia,
la mujer de 25 años, reprimía sus lágrimas. La nena muerta estaba sobre una mesa de
plástico, en medio de la sala.
Esta
muerte convirtió el ambiente manso de Tierra Colorada en una pena general, de
modo que en el novenario los habitantes de Tierra Colorada se veían con recelo
mutuo.
Cuando
apenas olvidaban la tragedia, se asomó otro alertamiento.
*
* *
Tierra
Colorada es un paisaje estancado en el tiempo desde hace más de medio siglo. En
1950, unos 100 indígenas tseltales emigraron del municipio de Tenejapa, de los
Altos de Chiapas, en busca de trabajo campestre y se quedaron aquí cortando
café como hasta hoy.
Ahora
son 380 sobrevivientes en las entrañas de esta selva fría, silenciosa y
cómplice de penurias. Olvidados por los gobiernos que llegan y se van. No
tienen más abrigo que la envoltura de la propia naturaleza inmensa, donde los
niños muertos son enterrados y llorados detrás de las casas de madera. Aquí, en
los cafetales húmedos por las neblinas de cada mañana, hallan alivio breve a
sus carencias.
Recogen
la lluvia para uso doméstico a través de canaletas que desembocan en
recipientes de plástico. La mayoría de los patios tienen un nylon extendido
sobre un pozo de piedras —poco profundo— para aprovechar las aguas del cielo.
Ocasionalmente se bañan: Cuando lo hacen usan unas tres jícaras de lluvia a
falta de agua potable y en las noches sobreviven sin luz por carecer de energía
eléctrica.
Antonia
y el resto tienen patios y traspatios infinitos de árboles gigantescos. Siempre
han vivido así, en abandono casi absoluto, dispersos en el tiempo y en el
espacio, pero producen 400 quintales de café al año, equivalente a 27.2
toneladas de producto que mal venden en las ciudades más cercanas. Ellos son
parte de los 11.7 millones de mexicanos que viven en pobreza extrema, de
acuerdo al Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social
(Coneval 2010) y forman una comunidad que conserva el idioma tseltal.
Al
igual que otros estados, Chiapas se caracteriza por su riqueza cultural y por
su diversidad lingüística. En Chiapas, un millón 141 mil 499 personas mayores
de 5 años hablan alguna lengua materna, equivalente al 27 por ciento de los 4
millones 796 mil 580 que su población registra en total.
Este
27 por ciento domina particularmente las lenguas tseltal, tsolsil, chol, zoque
y lacandón. En promedio, uno de cada diez habitantes chiapanecos habla la
lengua tseltal, la etnia más grande de la entidad asentada en la Región de los
Altos de Chiapas.
En
1980, el Gobierno Federal decretó el Cañón del Sumidero como Parque Nacional y
Área Natural Protegida. Los indígenas llegaron en 1950 y en 1969 Tierra
Colorada se fundó de manera oficial. Hoy, son dueños de 577 hectáreas. Desde
hace 32 años sufren presión por parte de la Conanp, pues pretenden que abandonen
su patrimonio.
*
* *
El
vehículo se desvía de los miradores del Cañón del Sumidero y se desplaza sobre
la terracería de subidas y bajadas. Las mariposas de colores levantan el vuelo
y los grillos negros rompen fila. Rebotando sobre casquetes de piedra y tierra
color achiote, observo las casas desperdigadas en el repecho de las montañas.
Tuxtla ha quedado allá abajo: 25 kilómetros al sur. Al fin me topo a la pequeña
comunidad, solitaria, hundida en el silencio a veces interrumpido por el
silbido de las hojas y el canto de las golondrinas. Contemplo un campo de
fútbol con travesaños de palos secos, rodeados de cedros y tribunas de piedra.
Corrales de madera corroída por los años, guajolotes de patas enlodadas, perros
famélicos, burros alegañados y patos sin agua. Observo óxidos espesos en la
camioneta abandonada de don Jesús Molina, muerto de fiebre hace un año.
El
poblado parece un montón de casas desmenuzado en el bosque, con lámparas
solares inservibles, de cables colgados y baterías descompuestas.
Sólo
hay una calle que no tiene más de 100 metros de longitud. El templo
presbiteriano, el católico y la escuela de educación básica, casi siempre están
cerrados. Los fines de semana los recintos religiosos rebosan de almas, pues
casi todos son devotos al Evangelio y casi nadie consume alcohol, salvo dos o
tres que compran aguardiente en la capital para el consumo esporádico.
Es
viernes, once de la mañana, no hay clases en la escuela. Es día hábil y fuera
del calendario de vacaciones escolares. Los habitantes se contradicen respecto
a la ausencia del catedrático. Bajo la sombra de un árbol frondoso, los
pobladores defienden sus tierras con títulos originales de propiedad.
El
joven comisario ejidal, Daniel Girón Guzmán, se desenvuelve mejor en español. Dice que Antonia López, quien ahora descansa sobre una piedra, no
es la única que perdió a su bebé por diarrea; también Antonia Girón, madre de
dos varones pequeños. Antonia Girón enterró a su bebé detrás de la casa de sus
suegros para evitar que la autoridad abriera el cuerpo de la inocente criatura.
De esta forma impiden que los muertos pasen el ridículo delante de los vivos,
como ocurrió hace siete años, recuerdan.
Esa
vez, un adolescente muerto salió del bosque, atravesado y amarrado sobre el
lomo de un jumento. Los pobladores lo hallaron ahogado en una poza. Se supo
después que había resbalado cuando intentó agarrar a una tortuga. Los policías
se negaron a cargarlo diez kilómetros para después atravesarlo por el ejido
como si fuera un rey sin más trono que el de su propio destino.
*
* *
Es
jueves. Los pájaros alegran el camino.
Antonia
Girón, sentada incómodamente en una silla infantil de madera, le da de mamar a
su bebé.
De
su choza de dos por tres metros, surge una espesa ola de humo que roza el
molino de nixtamal que hay en el patio.
—Mi
marido no está —advierte a la defensiva.
Inicia
la plática un poco desconfiada, a la vez que jala a su niño de tres años hacia
ella.
Comienza
a llover otra vez.
Se
vuelve más flexible y camina rumbo a una galera; seguida por el chico.
Viste
enagua típica de su cultura, pero parece haber perdido la costumbre del huipil.
Se cubre del frío con un suéter azul. Es baja de estatura. Sus ojos parecen un
par de monedas incrustadas en su semblante sombrío. Tiene amarrado el cabello
en cola. El niño de brazos es ojeroso y de abdomen abultado. El otro, igual que
el primero, está vestido con ropa que tampoco tiene que ver con el traje
tradicional de la etnia. Ambos son de carrillos ruborizados y cabellos cortados
a la mitad de su frente. Antonia Girón, abandona su rudeza defensiva y recuerda
que a sus 19 años perdió a Viviana, su segundo hijo.
Una
noche, hace año y medio, Viviana interrumpió el silencio de la montaña con
llantos de dolor. Antonia Girón trató de calmarla con medicinas tradicionales
que poco surtieron efecto. A la mañana siguiente, en compañía de su esposo
Alejandro Ramírez, corrió tres horas con destino al Hospital Regional
"Rafael Pascacio Gamboa", de la capital, donde un médico minimizó la
enfermedad. Regresó a Tierra Colorada, pero al caer la noche la nena (de cinco
meses) recayó en retortijones severos que no alcanzó a ver el amanecer. La niña
fue enterrada detrás de la casa de sus suegros, dentro de una caja de maderas
viejas.
En
el funeral, los pobladores sintieron el ofuscamiento de cuando murió la niña de
Antonia López por las mismas causas.
—No
lo olvido —dice con nostalgia la mujer de 21 años.
*
* *
El
Cañón del Sumidero es una de las 46 áreas naturales protegidas, según la
Secretaría del Medio Ambiente e Historia Natural, en Chiapas.
Entrar
a esta reserva es dejar a un lado la ciudad del pavimento y penetrar a un
paraíso de flora y fauna, mediante un pago de 27 pesos.
El
punto de partida inicia en un arco de hormigón. A un costado está la oficina
ecológica de Adrián Méndez Barrera, director del Parque Nacional Cañón del
Sumidero.
El
funcionario de la Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas (Conanp),
acomoda su cuerpo alargado y delicado, sobre el asiento detrás del escritorio.
Es
medio día.
Las
ramas, lentamente, amenazan irrumpir a través de la ventana abierta de la
oficina.
—Ninguna
administración ha puesto los ojos en Tierra Colorada como ésta —arguye, sin perder
la calma.
Con
movimiento de manos rebate que los poblares deben entender que están en una
zona federal y niega la prohibición de brigadas médicas hacia Tierra Colorada.
—Existe
una buena relación con los pobladores —sostiene.
El
caso se resolverá en 2013. Ya se tienen hectáreas destinadas para los
habitantes, a unos 50 kilómetros de aquí.
—No
serán 577 hectáreas sino una extensión menor —sentencia.
Desde
el pico de una montaña, Tierra Colorada se ve como un paisaje manso extraído de
algún cuadro pintoresco que se acomoda en la sala de una casa. El tenue rocío
templa los techos de zinc de las 30 casas cercanas, pues el resto está
desperdigado entre los vericuetos de la selva. Daniel Girón, el joven
comisario, se para en lo alto del poblado frente a sus compañeros.
—La
próxima administración dirá lo mismo —retumba su voz entre los árboles.
—¡No
más muertos! —grita alguien del tumulto.
—¡No
nos quiten las tierras! —interviene otro.
Antonia
López parece retrato enmarcado en la puerta de su casa. Los niños se agarran en
su falda.
Me
hace una señal de adiós.
*
* *
En
el centro de la capital, al interior de un salón reducido del tercer piso de la
Procuraduría Agraria, Arturo Orta Rodríguez, delegado federal en Chiapas, asume
que el caso Tierra Colorada está en manos de la Comisión Nacional de Áreas
Naturales Protegidas y de otras instituciones federales. En conferencia,
delante de varias pantallas encendidas, destaca un curso de gestiones oficiales
que aprobó su personal. Al rato, cuando termine, se despedirá antes de que
lleguen las preguntas embarazosas sobre el caso Tierra Colorada.
Jorge
Manuel Rivas Peña, director de Catastro Urbano y Rural del Estado de Chiapas,
dirá más tarde que ellos (los de Tierra Colorada) tienen documentos que avalan
las tierras. Durante la plática deja entender que los pobladores deben salirse,
debido a que este decreto federal pesa sobre los títulos de propiedad.
—El
decreto obliga a la Federación a expropiarle o pagarle —reitera finalmente.
Niega intervenir más en el tema.
*
* *
Los
tseltales se autodenominan como Winik atel, que significa "hombres
trabajadores" en su lengua Maya, el imperio que pobló una parte de
Mesoamérica antes que los españoles.
En
1994 lucharon —igual que otras etnias del estado— en la revolución del Ejército
Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), en la búsqueda de la igualdad,
justicia y libertad.
Adrián
Méndez advierte que jamás enviarán servicios públicos a la comunidad. Tierra
Colorada está, repite, dentro de un Área Natural Protegida donde nadie puede
vivir por decreto presidencial, salvo la flora y la fauna que se conserva
todavía.
Tierra
Colorada, entonces, camina sin rumbo, hacia los senderos de una vida indigna
como la que ha tolerado durante más de medio siglo. Hoy parece un cementerio de
muertos vivientes cobijados en la selva, y olvidados. Seguirán enterrando a sus
muertos detrás de las casas, derramando lágrimas como los árboles derraman
trementina de los tallos; sufrirán sin agua potable como si vivieran en el
desierto.
—Sólo
tenemos el agua del cielo —espeta otra mujer, casi frente a la camioneta
abandonada de don Jesús Molina, muerto de fiebre hace un año por falta de
servicios médicos.
Extiende
los brazos a medio patio.
La
lluvia serena comienza a caer. Aquí se llega a pensar que Tierra Colorada no
tiene asistencia más que del cielo.
Ante
los ruidos de alguien que se asoma, Antonia Girón sale de su covacha. El humo
del fogón emerge del techado. Sobre las hojas de los árboles serpentean las
gotas de lluvia. Yésica, la hija de tres años, juguetea en el patio. A Rodrigo,
su otro bebé, lo lleva enganchado con una manta a la cintura. Ya no quiere
hablar del tema.
Prefiero
no instigarlo, me doy la vuelta y regreso sobre la terracería hacia la
carretera. Antonia López, la otra mujer que perdió a su bebé, nuevamente me
dice adiós y hace una señal de despedida. Cuando al rato vuelva la vista ya
lejos, ella seguirá allí en el marco de su puerta, como un retrato viejo
abandonado en medio de la selva, el registro de una de tantas historias de vida
en Tierra Colorada.