Vistas de página en total

jueves, 24 de enero de 2013

Formal prisión por despojo a líder de "Colonos de Santa Fe"



23/01/2013 | Comunicado

Lo anterior, luego de que el Ministerio Público atendiera la denuncia de diversas familias quienes señalaron haber sido afectadas, tras la invasión de sus casas que se encuentran en el Fraccionamiento Santa Fe en el municipio de Chiapa de Corzo..
Tuxtla Gutiérrez, Chiapas.- Luego de analizar las pruebas presentadas por el Ministerio Público investigador, el Juez Primero del Ramo Penal con sede en "El Amate" dictó auto de formal prisión a Roxana Castro Vallejo por el delito de Despojo agravado.
La autoridad judicial consideró que existen las pruebas suficientes para considerar a la líder de la asociación denominada "Colonos de Santa Fe", como probable responsable del delito que se le imputa.
Lo anterior, luego de que el Ministerio Público atendiera la denuncia de diversas familias quienes señalaron haber sido afectadas, tras la invasión de sus casas que se encuentran en el Fraccionamiento Santa Fe en el municipio de Chiapa de Corzo.
La inculpada lideró a un grupo de personas que ingresaron de manera ilegal a diversas viviendas, apoderándose de ellas, lo que afectó de manera directa a más de 200 familias, quienes exigen se aplique la Ley y les sea restablecido su patrimonio.
Las investigaciones revelaron que la indiciada tenía como modus operandi observar las casas del fraccionamiento y aprovechar el momento en que sus propietarios estaban ausentes para incitar a sus agremiados a ingresar de manera ilegal.
Mientras tanto, Roxana Castro Vallejo hacía creer al grupo de invasores que contaba con un amparo que impedía que fueran desalojados, al tiempo en que les exigía cantidades que iban de los dos mil a los tres mil pesos mensuales como supuesto pago de las viviendas.
Hoy, Roxana Castro Vallejo ya se encuentra detenida y enfrenta el proceso penal en su contra por el delito de Despojo agravado desde el Centro de Reinserción Social para Sentenciados número 14 "El Amate", con sede en el municipio de Cintalapa.


Cae líder de "Colonos de Santa Fe"



17/01/2013 | Comunicado

Tuxtla Gutiérrez, Chiapas.- En las últimas horas, elementos de la Procuraduría General de Justicia del Estado (PGJE) cumplimentaron una orden de aprehensión por los delitos de Despojo, Asociación Delictuosa, Daños y Robo con Violencia en contra de la líder de la asociación denominada "Colonos de Santa Fe", Roxana Castro Vallejo.
De acuerdo a las investigaciones, Castro Vallejo lidera a un grupo de personas que ingresó de manera ilegal a diversas viviendas en el Fraccionamiento Santa Fe de Chiapa de Corzo, afectando a más de 200 familias, quienes exigen se aplique la Ley y les sea restablecido su patrimonio.
Además, sobresale que la indiciada tenía como modus operandi observar las casas del fraccionamiento y aprovechar el momento en que sus propietarios estaban ausentes para incitar a sus agremiados a ingresar de manera ilegal.
Lo anterior, con la promesa de que contaban con un amparo que impedía que fueran desalojados de las casas.
Asimismo, Roxana Castro Vallejo y sus cómplices hacían creer a los invasores que las cuotas que debían entregar consistían en el pago de las casas.
Las declaraciones ministeriales revelan que este grupo de delincuentes exigía a las familias un primer pago de seis mil pesos para tener acceso a la casa, y un pago mensual que oscilaba entre los dos mil y tres mil pesos para poder vivir ahí.
Hoy, derivado de las indagatorias realizadas por la Fiscalía Especializada en Asuntos Relevantes, agentes de la Procuraduría de Chiapas en coordinación con personal de la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana detuvieron a la presunta delincuente, quien en las próximas horas será puesta a disposición del Juez de la causa. 
Castro Vallejo será ingresada al Centro de Reinserción Social para Sentenciados número 14 "El Amate", desde donde enfrentará el proceso en su contra por el delito de Despojo.
Cabe destacar que, aparte de haber afectado a más de 200 familias, legítimas propietarias de los inmuebles, la detenida abusó de la necesidad de otras más que con la esperanza de obtener una casa propia confiaron en la líder de "Colonos por Santa Fe" y le hicieron entrega de sus ahorros.
Con estas acciones, la Procuraduría General de Justicia del Estado reitera su compromiso de aplicar la Ley sin distingo alguno, con la finalidad de continuar garantizando la seguridad, la paz y el patrimonio de todos los chiapanecos.

Los rigores de la pobreza



Por Rafael Espinosa:

El día en que no tenían qué comer, el papá salió a buscar dinero mientras que la madre quedó en casa con sus seis hijos. Más tarde comerían frijoles cocinados en el fogón y servidos en platos sobre el piso. Éste sería uno de tantos días que ya se volvieron cotidianos.
Verónica Hernández parece tener más edad, sin embargo, tiene apenas 35 y es madre de seis hijos, y uno más que viene en camino. Vive en la casa 6, manzana 26, de la colonia Jardines del Norte, casi sobre las faldas del Cañón del Sumidero.
Para ella, la casa es una mansión deseada todas las noches de sueños, aunque no tenga un solo mueble dentro. Para colmo de su precaria situación, desde hace ocho años habita este domicilio que no es suyo. El legítimo dueño le encargó que se lo cuidara, cuando casualmente ella y su esposo buscaban una casa en renta, en las inmediaciones de esta colonia.
Por ignorancia o inocencia vivió varios años sin luz y apenas tiene meses con el servicio, pues pensaba que el propietario de la casa era el único autorizado para hacer el contrato, cuando este hombre no llega desde hace siete años.
Verónica cuenta que en las noches, cuando no tenían el servicio de luz, se levantaban impetuosamente al sentir el roce de culebras y alacranes, que luego mataban a golpes. Cuatro niños, los más chicos dormían en la única cama de la sala, mientras que el resto de la familia estaba tendida en el piso.
La sala mide unos seis por cuatro metros. Ahí, no hay muebles, salvo un televisor viejo de 14 pulgadas sobre un juguetero, a punto de caer, y una cama. Hay cajas desbordantes de ropa arrugada, mochilas escolares colgadas de clavos y un pedazo de espejo empotrado en la pared. El techo es de láminas.
A un costado está la cocina techada con la lona de algún candidato político; es un brasero sobre piedras donde ayer se cocinaba un caldo de frijoles humeantes. Éste es el platillo que cotidianamente comen, pues para ellos, los sábados —y a veces los domingos— se convierten en fines de fiesta, con piezas diminutas de puerco, res o menudencia de pollo.
Otros días mitigan el hambre nuevamente con frijoles, sopas, yerba mora, a veces huevos, y compran harina de maíz para hacer tortillas, pues resulta más barato hacerlas que comprarlas hechas, deduce doña Verónica.
En ocasiones, a Verónica le dan ganas de salir a la calle y ofrecer su servicio de lavandera a domicilio, pero ahora no puede, porque tiene al parecer ocho meses de embarazo. Ni ella sabe a ciencia cierta el número de semanas de gestación, sólo sabe que —en su única visita— el médico le recomendó reposo. Tampoco lo cumple porque, dice, no está acostumbrada a estar mucho tiempo en la cama.
Pero tiene que obedecer, reitera, porque durante el embarazo de José Ángel, de año y medio, y quien ahora duerme en la cama, sufrió hipertensión arterial.
Su esposo Asunción, de 39 años, fue a trabajar de peón. Él es el único sustento económico de la familia; con 150, 100, 80 y a veces 50 pesos al día, ha sacado adelante a sus hijos y esposa.
Hubo un tiempo en que se desesperó por su situación económica y comenzó a tomar más de lo normal, incluso ocasionaba escándalo en la casa. Sin embargo, desde hace más de un año dejó las copas, al ser internado cinco días en el hospital por una crisis asmática que empeoró la economía familiar.
Ahora no es él sino su hijo Adín, de 18 años, quien al parecer necesita observación especial en cuanto al consumo de alcohol. Adín dejó la primaria por falta de recursos económicos y ahora es peón, como su padre.
Ana Leidy, de tres años, aún no entra al jardín de niños. Ayer, de bruces sobre la sala de juguetes descalabrados, intentaba escribir algo sobre las hojas de una revista que decía: ¿Qué enseña realmente la Biblia? Lo rayaba y tocaba mis zapatos para llamar la atención. Se reía.
José Ángel, el de brazos, duerme en la cama. Ana Leidy y José Ángel también parecen ser víctimas del asma, pues en meses recientes, cada uno en diferentes fechas, fueron internados. Podría tener algo que ver que el humo de la cocina se cuela hacia la sala.
José Armando, de nueve años, estudia el primer grado de primaria. Durante la entrevista con su madre, él se entretiene con una caricatura que pasan en la televisión al mediodía. Es vivaracho y más tarde presumiría que sabe escribir su nombre, incluso sacó la libreta de su mochila.
José Armando podría estar un poco más interesado en la escuela, comparado con Elizabeth, su hermana menor de ocho años, pues ella también estudia el primer grado de primaria, pero no sabe escribir su nombre, comenta Verónica, sentada en la única silla, de madera.
Ayer, Elizabeth y Moisés, de seis años y alumno de tercero de kinder, estaban en casa de su tía, a una cuadra de ahí. Ninguno de los niños fue a la escuela.
Verónica y su familia forman parte del millón y medio de chiapanecos en pobreza alimentaria, de acuerdo a fuentes oficiales.
Jardines del Norte es una de las 600 colonias de Tuxtla Gutiérrez, donde las calles son accidentadas, tiene pendientes prologadas y la mayoría de las casas son de madera. Ahí, los colonos sufren por falta de agua potable y otros servicios básicos, lo que empeora la situación al exponerlos a distintas enfermedades.
Doña Verónica parecía indagar con la mirada si en verdad el hombre que tenía enfrente era reportero, si la playera decía Cuarto Poder o si la credencial confirmaba lo dicho, no obstante, no sabe leer.
Su esposo gana 150 pesos en alguna obra, mientras ella cuida a los niños y "cuida" su séptimo embarazo.
La pequeña Ana Leidy se asomó a la puerta y risueñamente dice adiós.
El reportero se pierde entre las calles empedradas, en lo alto de la ciudad, sobre la penúltima calle de la colonia.
Fernando, un taxista, diría momentos antes que esta familia es la más pobre de la colonia, cuyos hijos comen en el suelo o sentados sobre cubetas.

"No nos quiten la tierra", clama Tierra Colorada



Rafael Espinosa:

—Bit'il ay ja tat —saluda con un "Buenos días" Antonia López Entzín en lengua indígena, bajo la lluvia junto a la puerta de su cabaña, y ordena al perro que se calme. Como rara vez viene un extraño a este pueblo metido en la selva, en el Cañón del Sumidero, cresta de la Sierra Madre en el sur de México, cada que aparece alguien los perros le ladran y los amos se asoman con recelo. Buenos días, repito más para ganarle valor al terco perro que quiere alejarme a como dé lugar, y Antonia, quien carga un bebé en reboso y no da muestras de querer entablar una plática conmigo, ya no me responde, quizá por su falta de dominio del español, pero comienza a caminar hacia el interior de la casa y me invita con un leve gesto a que la siga.
Dos niñas, una de tres años y otra de diez, están calentándose junto a una hornilla de piedra y tierra. Sus hijas. Las nenas tienen marcadas características de su madre: ojos negros, rostro oscuro, cabello largo, nariz ancha, pómulos henchidos, dientes desparejos y cuerpo esmirriado. Antonia, con su traje tradicional, trae puestos unos sucios tenis, las niñas andan descalzas y no portan el vestido cultural. Aquí en Tierra Colorada —población de 115 familias indígenas tseltales descendientes de los Mayas, en las montañas del Cañón del Sumidero, a media hora de Tuxtla Gutiérrez, la capital de Chiapas— apenas unas cuantas personas usan zapatos.
Dentro, un espacio de unos tres por cuatro metros, no hay más que una bola de ropa sobre la cama de palos, una mesa chica de patas torcidas, trastes hollinados, un viejo molino de nixtamal y una hamaca sujeta de las vigas, en la cual Juan Ramírez, su esposo, se tumba después de la jornada en el campo. Las niñas pretenden llamar la atención: se acercan demasiado a la fogata y frotan sus manos.
—¡Chist! —se dirige ella a sus pequeñas.
Se oye el botar de la lluvia en los tejados, y en un rato será ésta como el arrullo de un relato.
Dos años antes, Antonia había bajado de urgencia sobre los atajos accidentados de la selva, cargando a otro bebé enfermo de diarrea. Libraba, desesperada, ramas, nubes de mariposas, como perseguida por un asesino.
Después de dos horas y media de tropel, el bebé estaba muerta, como un muñeco envuelto en una cobija de manta, pero ella en ningún momento abandonó su instinto maternal de salvadora.
Entró desesperada a la agencia municipal de la colonia Las Granjas, la primera de los suburbios de la capital chiapaneca. Tardó más el servicio de primeros auxilios que el tiempo en que el inmueble fue rodeado de curiosos, y no faltó alguien de la bola que la incriminara de ingrata, luego de confirmar la muerte de la recién nacida, Marcela.
Antonia, la mujer de 25 años, reprimía sus lágrimas. La nena muerta estaba sobre una mesa de plástico, en medio de la sala.
Esta muerte convirtió el ambiente manso de Tierra Colorada en una pena general, de modo que en el novenario los habitantes de Tierra Colorada se veían con recelo mutuo.
Cuando apenas olvidaban la tragedia, se asomó otro alertamiento.

* * *

Tierra Colorada es un paisaje estancado en el tiempo desde hace más de medio siglo. En 1950, unos 100 indígenas tseltales emigraron del municipio de Tenejapa, de los Altos de Chiapas, en busca de trabajo campestre y se quedaron aquí cortando café como hasta hoy.
Ahora son 380 sobrevivientes en las entrañas de esta selva fría, silenciosa y cómplice de penurias. Olvidados por los gobiernos que llegan y se van. No tienen más abrigo que la envoltura de la propia naturaleza inmensa, donde los niños muertos son enterrados y llorados detrás de las casas de madera. Aquí, en los cafetales húmedos por las neblinas de cada mañana, hallan alivio breve a sus carencias.
Recogen la lluvia para uso doméstico a través de canaletas que desembocan en recipientes de plástico. La mayoría de los patios tienen un nylon extendido sobre un pozo de piedras —poco profundo— para aprovechar las aguas del cielo. Ocasionalmente se bañan: Cuando lo hacen usan unas tres jícaras de lluvia a falta de agua potable y en las noches sobreviven sin luz por carecer de energía eléctrica.
Antonia y el resto tienen patios y traspatios infinitos de árboles gigantescos. Siempre han vivido así, en abandono casi absoluto, dispersos en el tiempo y en el espacio, pero producen 400 quintales de café al año, equivalente a 27.2 toneladas de producto que mal venden en las ciudades más cercanas. Ellos son parte de los 11.7 millones de mexicanos que viven en pobreza extrema, de acuerdo al Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval 2010) y forman una comunidad que conserva el idioma tseltal.
Al igual que otros estados, Chiapas se caracteriza por su riqueza cultural y por su diversidad lingüística. En Chiapas, un millón 141 mil 499 personas mayores de 5 años hablan alguna lengua materna, equivalente al 27 por ciento de los 4 millones 796 mil 580 que su población registra en total.
Este 27 por ciento domina particularmente las lenguas tseltal, tsolsil, chol, zoque y lacandón. En promedio, uno de cada diez habitantes chiapanecos habla la lengua tseltal, la etnia más grande de la entidad asentada en la Región de los Altos de Chiapas.
En 1980, el Gobierno Federal decretó el Cañón del Sumidero como Parque Nacional y Área Natural Protegida. Los indígenas llegaron en 1950 y en 1969 Tierra Colorada se fundó de manera oficial. Hoy, son dueños de 577 hectáreas. Desde hace 32 años sufren presión por parte de la Conanp, pues pretenden que abandonen su patrimonio.

* * *

El vehículo se desvía de los miradores del Cañón del Sumidero y se desplaza sobre la terracería de subidas y bajadas. Las mariposas de colores levantan el vuelo y los grillos negros rompen fila. Rebotando sobre casquetes de piedra y tierra color achiote, observo las casas desperdigadas en el repecho de las montañas. Tuxtla ha quedado allá abajo: 25 kilómetros al sur. Al fin me topo a la pequeña comunidad, solitaria, hundida en el silencio a veces interrumpido por el silbido de las hojas y el canto de las golondrinas. Contemplo un campo de fútbol con travesaños de palos secos, rodeados de cedros y tribunas de piedra. Corrales de madera corroída por los años, guajolotes de patas enlodadas, perros famélicos, burros alegañados y patos sin agua. Observo óxidos espesos en la camioneta abandonada de don Jesús Molina, muerto de fiebre hace un año.
El poblado parece un montón de casas desmenuzado en el bosque, con lámparas solares inservibles, de cables colgados y baterías descompuestas.
Sólo hay una calle que no tiene más de 100 metros de longitud. El templo presbiteriano, el católico y la escuela de educación básica, casi siempre están cerrados. Los fines de semana los recintos religiosos rebosan de almas, pues casi todos son devotos al Evangelio y casi nadie consume alcohol, salvo dos o tres que compran aguardiente en la capital para el consumo esporádico.
Es viernes, once de la mañana, no hay clases en la escuela. Es día hábil y fuera del calendario de vacaciones escolares. Los habitantes se contradicen respecto a la ausencia del catedrático. Bajo la sombra de un árbol frondoso, los pobladores defienden sus tierras con títulos originales de propiedad.
El joven comisario ejidal, Daniel Girón Guzmán, se desenvuelve mejor en español. Dice que Antonia López, quien ahora descansa sobre una piedra, no es la única que perdió a su bebé por diarrea; también Antonia Girón, madre de dos varones pequeños. Antonia Girón enterró a su bebé detrás de la casa de sus suegros para evitar que la autoridad abriera el cuerpo de la inocente criatura. De esta forma impiden que los muertos pasen el ridículo delante de los vivos, como ocurrió hace siete años, recuerdan.
Esa vez, un adolescente muerto salió del bosque, atravesado y amarrado sobre el lomo de un jumento. Los pobladores lo hallaron ahogado en una poza. Se supo después que había resbalado cuando intentó agarrar a una tortuga. Los policías se negaron a cargarlo diez kilómetros para después atravesarlo por el ejido como si fuera un rey sin más trono que el de su propio destino.

* * *

Es jueves. Los pájaros alegran el camino.
Antonia Girón, sentada incómodamente en una silla infantil de madera, le da de mamar a su bebé.
De su choza de dos por tres metros, surge una espesa ola de humo que roza el molino de nixtamal que hay en el patio.
—Mi marido no está —advierte a la defensiva.
Inicia la plática un poco desconfiada, a la vez que jala a su niño de tres años hacia ella.
Comienza a llover otra vez.
Se vuelve más flexible y camina rumbo a una galera; seguida por el chico.
Viste enagua típica de su cultura, pero parece haber perdido la costumbre del huipil. Se cubre del frío con un suéter azul. Es baja de estatura. Sus ojos parecen un par de monedas incrustadas en su semblante sombrío. Tiene amarrado el cabello en cola. El niño de brazos es ojeroso y de abdomen abultado. El otro, igual que el primero, está vestido con ropa que tampoco tiene que ver con el traje tradicional de la etnia. Ambos son de carrillos ruborizados y cabellos cortados a la mitad de su frente. Antonia Girón, abandona su rudeza defensiva y recuerda que a sus 19 años perdió a Viviana, su segundo hijo.
Una noche, hace año y medio, Viviana interrumpió el silencio de la montaña con llantos de dolor. Antonia Girón trató de calmarla con medicinas tradicionales que poco surtieron efecto. A la mañana siguiente, en compañía de su esposo Alejandro Ramírez, corrió tres horas con destino al Hospital Regional "Rafael Pascacio Gamboa", de la capital, donde un médico minimizó la enfermedad. Regresó a Tierra Colorada, pero al caer la noche la nena (de cinco meses) recayó en retortijones severos que no alcanzó a ver el amanecer. La niña fue enterrada detrás de la casa de sus suegros, dentro de una caja de maderas viejas.
En el funeral, los pobladores sintieron el ofuscamiento de cuando murió la niña de Antonia López por las mismas causas.
—No lo olvido —dice con nostalgia la mujer de 21 años.

* * *

El Cañón del Sumidero es una de las 46 áreas naturales protegidas, según la Secretaría del Medio Ambiente e Historia Natural, en Chiapas.
Entrar a esta reserva es dejar a un lado la ciudad del pavimento y penetrar a un paraíso de flora y fauna, mediante un pago de 27 pesos.
El punto de partida inicia en un arco de hormigón. A un costado está la oficina ecológica de Adrián Méndez Barrera, director del Parque Nacional Cañón del Sumidero.
El funcionario de la Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas (Conanp), acomoda su cuerpo alargado y delicado, sobre el asiento detrás del escritorio.
Es medio día.
Las ramas, lentamente, amenazan irrumpir a través de la ventana abierta de la oficina.
—Ninguna administración ha puesto los ojos en Tierra Colorada como ésta —arguye, sin perder la calma.
Con movimiento de manos rebate que los poblares deben entender que están en una zona federal y niega la prohibición de brigadas médicas hacia Tierra Colorada.
—Existe una buena relación con los pobladores —sostiene.
El caso se resolverá en 2013. Ya se tienen hectáreas destinadas para los habitantes, a unos 50 kilómetros de aquí.
—No serán 577 hectáreas sino una extensión menor —sentencia.
Desde el pico de una montaña, Tierra Colorada se ve como un paisaje manso extraído de algún cuadro pintoresco que se acomoda en la sala de una casa. El tenue rocío templa los techos de zinc de las 30 casas cercanas, pues el resto está desperdigado entre los vericuetos de la selva. Daniel Girón, el joven comisario, se para en lo alto del poblado frente a sus compañeros.
—La próxima administración dirá lo mismo —retumba su voz entre los árboles.
—¡No más muertos! —grita alguien del tumulto.
—¡No nos quiten las tierras! —interviene otro.
Antonia López parece retrato enmarcado en la puerta de su casa. Los niños se agarran en su falda.
Me hace una señal de adiós.

* * *

En el centro de la capital, al interior de un salón reducido del tercer piso de la Procuraduría Agraria, Arturo Orta Rodríguez, delegado federal en Chiapas, asume que el caso Tierra Colorada está en manos de la Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas y de otras instituciones federales. En conferencia, delante de varias pantallas encendidas, destaca un curso de gestiones oficiales que aprobó su personal. Al rato, cuando termine, se despedirá antes de que lleguen las preguntas embarazosas sobre el caso Tierra Colorada.
Jorge Manuel Rivas Peña, director de Catastro Urbano y Rural del Estado de Chiapas, dirá más tarde que ellos (los de Tierra Colorada) tienen documentos que avalan las tierras. Durante la plática deja entender que los pobladores deben salirse, debido a que este decreto federal pesa sobre los títulos de propiedad.
—El decreto obliga a la Federación a expropiarle o pagarle —reitera finalmente. Niega intervenir más en el tema.

* * *

Los tseltales se autodenominan como Winik atel, que significa "hombres trabajadores" en su lengua Maya, el imperio que pobló una parte de Mesoamérica antes que los españoles.
En 1994 lucharon —igual que otras etnias del estado— en la revolución del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), en la búsqueda de la igualdad, justicia y libertad.
Adrián Méndez advierte que jamás enviarán servicios públicos a la comunidad. Tierra Colorada está, repite, dentro de un Área Natural Protegida donde nadie puede vivir por decreto presidencial, salvo la flora y la fauna que se conserva todavía.
Tierra Colorada, entonces, camina sin rumbo, hacia los senderos de una vida indigna como la que ha tolerado durante más de medio siglo. Hoy parece un cementerio de muertos vivientes cobijados en la selva, y olvidados. Seguirán enterrando a sus muertos detrás de las casas, derramando lágrimas como los árboles derraman trementina de los tallos; sufrirán sin agua potable como si vivieran en el desierto.
—Sólo tenemos el agua del cielo —espeta otra mujer, casi frente a la camioneta abandonada de don Jesús Molina, muerto de fiebre hace un año por falta de servicios médicos.
Extiende los brazos a medio patio.
La lluvia serena comienza a caer. Aquí se llega a pensar que Tierra Colorada no tiene asistencia más que del cielo.
Ante los ruidos de alguien que se asoma, Antonia Girón sale de su covacha. El humo del fogón emerge del techado. Sobre las hojas de los árboles serpentean las gotas de lluvia. Yésica, la hija de tres años, juguetea en el patio. A Rodrigo, su otro bebé, lo lleva enganchado con una manta a la cintura. Ya no quiere hablar del tema.
Prefiero no instigarlo, me doy la vuelta y regreso sobre la terracería hacia la carretera. Antonia López, la otra mujer que perdió a su bebé, nuevamente me dice adiós y hace una señal de despedida. Cuando al rato vuelva la vista ya lejos, ella seguirá allí en el marco de su puerta, como un retrato viejo abandonado en medio de la selva, el registro de una de tantas historias de vida en Tierra Colorada.