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jueves, 24 de enero de 2013

Los rigores de la pobreza



Por Rafael Espinosa:

El día en que no tenían qué comer, el papá salió a buscar dinero mientras que la madre quedó en casa con sus seis hijos. Más tarde comerían frijoles cocinados en el fogón y servidos en platos sobre el piso. Éste sería uno de tantos días que ya se volvieron cotidianos.
Verónica Hernández parece tener más edad, sin embargo, tiene apenas 35 y es madre de seis hijos, y uno más que viene en camino. Vive en la casa 6, manzana 26, de la colonia Jardines del Norte, casi sobre las faldas del Cañón del Sumidero.
Para ella, la casa es una mansión deseada todas las noches de sueños, aunque no tenga un solo mueble dentro. Para colmo de su precaria situación, desde hace ocho años habita este domicilio que no es suyo. El legítimo dueño le encargó que se lo cuidara, cuando casualmente ella y su esposo buscaban una casa en renta, en las inmediaciones de esta colonia.
Por ignorancia o inocencia vivió varios años sin luz y apenas tiene meses con el servicio, pues pensaba que el propietario de la casa era el único autorizado para hacer el contrato, cuando este hombre no llega desde hace siete años.
Verónica cuenta que en las noches, cuando no tenían el servicio de luz, se levantaban impetuosamente al sentir el roce de culebras y alacranes, que luego mataban a golpes. Cuatro niños, los más chicos dormían en la única cama de la sala, mientras que el resto de la familia estaba tendida en el piso.
La sala mide unos seis por cuatro metros. Ahí, no hay muebles, salvo un televisor viejo de 14 pulgadas sobre un juguetero, a punto de caer, y una cama. Hay cajas desbordantes de ropa arrugada, mochilas escolares colgadas de clavos y un pedazo de espejo empotrado en la pared. El techo es de láminas.
A un costado está la cocina techada con la lona de algún candidato político; es un brasero sobre piedras donde ayer se cocinaba un caldo de frijoles humeantes. Éste es el platillo que cotidianamente comen, pues para ellos, los sábados —y a veces los domingos— se convierten en fines de fiesta, con piezas diminutas de puerco, res o menudencia de pollo.
Otros días mitigan el hambre nuevamente con frijoles, sopas, yerba mora, a veces huevos, y compran harina de maíz para hacer tortillas, pues resulta más barato hacerlas que comprarlas hechas, deduce doña Verónica.
En ocasiones, a Verónica le dan ganas de salir a la calle y ofrecer su servicio de lavandera a domicilio, pero ahora no puede, porque tiene al parecer ocho meses de embarazo. Ni ella sabe a ciencia cierta el número de semanas de gestación, sólo sabe que —en su única visita— el médico le recomendó reposo. Tampoco lo cumple porque, dice, no está acostumbrada a estar mucho tiempo en la cama.
Pero tiene que obedecer, reitera, porque durante el embarazo de José Ángel, de año y medio, y quien ahora duerme en la cama, sufrió hipertensión arterial.
Su esposo Asunción, de 39 años, fue a trabajar de peón. Él es el único sustento económico de la familia; con 150, 100, 80 y a veces 50 pesos al día, ha sacado adelante a sus hijos y esposa.
Hubo un tiempo en que se desesperó por su situación económica y comenzó a tomar más de lo normal, incluso ocasionaba escándalo en la casa. Sin embargo, desde hace más de un año dejó las copas, al ser internado cinco días en el hospital por una crisis asmática que empeoró la economía familiar.
Ahora no es él sino su hijo Adín, de 18 años, quien al parecer necesita observación especial en cuanto al consumo de alcohol. Adín dejó la primaria por falta de recursos económicos y ahora es peón, como su padre.
Ana Leidy, de tres años, aún no entra al jardín de niños. Ayer, de bruces sobre la sala de juguetes descalabrados, intentaba escribir algo sobre las hojas de una revista que decía: ¿Qué enseña realmente la Biblia? Lo rayaba y tocaba mis zapatos para llamar la atención. Se reía.
José Ángel, el de brazos, duerme en la cama. Ana Leidy y José Ángel también parecen ser víctimas del asma, pues en meses recientes, cada uno en diferentes fechas, fueron internados. Podría tener algo que ver que el humo de la cocina se cuela hacia la sala.
José Armando, de nueve años, estudia el primer grado de primaria. Durante la entrevista con su madre, él se entretiene con una caricatura que pasan en la televisión al mediodía. Es vivaracho y más tarde presumiría que sabe escribir su nombre, incluso sacó la libreta de su mochila.
José Armando podría estar un poco más interesado en la escuela, comparado con Elizabeth, su hermana menor de ocho años, pues ella también estudia el primer grado de primaria, pero no sabe escribir su nombre, comenta Verónica, sentada en la única silla, de madera.
Ayer, Elizabeth y Moisés, de seis años y alumno de tercero de kinder, estaban en casa de su tía, a una cuadra de ahí. Ninguno de los niños fue a la escuela.
Verónica y su familia forman parte del millón y medio de chiapanecos en pobreza alimentaria, de acuerdo a fuentes oficiales.
Jardines del Norte es una de las 600 colonias de Tuxtla Gutiérrez, donde las calles son accidentadas, tiene pendientes prologadas y la mayoría de las casas son de madera. Ahí, los colonos sufren por falta de agua potable y otros servicios básicos, lo que empeora la situación al exponerlos a distintas enfermedades.
Doña Verónica parecía indagar con la mirada si en verdad el hombre que tenía enfrente era reportero, si la playera decía Cuarto Poder o si la credencial confirmaba lo dicho, no obstante, no sabe leer.
Su esposo gana 150 pesos en alguna obra, mientras ella cuida a los niños y "cuida" su séptimo embarazo.
La pequeña Ana Leidy se asomó a la puerta y risueñamente dice adiós.
El reportero se pierde entre las calles empedradas, en lo alto de la ciudad, sobre la penúltima calle de la colonia.
Fernando, un taxista, diría momentos antes que esta familia es la más pobre de la colonia, cuyos hijos comen en el suelo o sentados sobre cubetas.

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