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miércoles, 20 de noviembre de 2019

El gran corazón de Sergio





Rafael Espinosa | Y así ha vivido Sergio, inmovilizado por el Síndrome del Hombre de Piedra y acompañado por el amor incondicional de su madre que siempre ha estado pendiente de él, al filo de la cama, desde el día en que ya no pudo caminar.

Tenía cuatro años cuando sus músculos fueron transformándose en huesos, de tal modo que hoy, a sus 21, ha quedado inerte; sólo mueve los dedos y los ojos, casi no habla y comienza a perder el sentido auditivo.

Hace días doña María Luisa, su madre, se puso a llorar porque Sergio había cerrado los ojos de forma tan dramática que cualquiera hubiera pensado que ya no formaba parte de este mundo; sin embargo, no pasó de un susto.

Cuando vio que Sergio regresó los ojos, le dio gracias a Dios como cada vez que vuelve de las convulsiones.

Es el quinto de seis hermanos y tiene una madre amorosa que le da de comer a cucharadas y lo asea para que después vea sus programas favoritos de televisión.

En verdad no sabe si extraña a su padre, porque casi siempre llegaba pateando las puertas en estado inconveniente. No podía taparse los oídos y tampoco podía darse vuelta en la cama. Desapareció hace seis meses, de la noche a la mañana.

La ausencia del padre ha sido inadvertida, pues doña María siempre ha trabajado de vender frutas y fritangas fuera de una escuela cercana y los fines de semana se emplea en una cocina económica.

Doña María se asombra cuando de repente mira a un desconocido tocando la puerta de su casa, pero Sergio se pone feliz porque sabe que a pesar de que no puede salir de su cuarto puede conocer a personas a través del Facebook.

―Sigue siendo amiguero ―dice doña María con una sonrisa.

A los doce años ya no pudo salir de su habitación, salvo con ayuda de su madre o de sus hermanos para ir a las citas médicas. Alcanzó a terminar el primer grado de secundaria cuyas últimas asistencias fueron a bordo de un mototaxi y sujetándose de aparatos ortopédicos.

Doña María recuerda que la enfermedad de Sergio inició a raíz de una caída, cuando jugaba con sus primos con una sábana sobre su cuerpo, a guisa de fantasma.

Más tarde le dirían los médicos que Sergio sufre Fibrodisplasia Osificante Progresiva o Síndrome del Hombre de Piedra, enfermedad rara, hereditaria e incurable, que sólo afecta a una de cada dos millones de personas.

Hubo un tiempo en que Sergio cayó en depresión y en profunda soledad que pensó en quitarse la vida, no obstante, se tomó de la mano de Dios (como él escribe en un posteo) y logró salir adelante.

Hace dos años le cumplieron su deseo de salir del ejido Copoya, al sur de la capital, donde tiene su domicilio y donde de niño jugaba con los amigos del vecindario y de la iglesia, para pasear un rato en San Cristóbal de Las Casas.

Ahora su sueño es hacerle una pequeña fiesta a la Virgen de Juquila a quien le ha tenido un fervor desde que padece esta enfermedad. Anhela conocer Veracruz; la Basílica de Guadalupe y conocer nuevos amigos.

―¿Que si qué pienso de la vida? ―escribe en su teléfono celular y continúa―; cuando Dios nos dio la vida no nos prometió una vida feliz, pero lo que sí nos prometió es una vida a su lado ―.

―¿Qué es lo que más amas en esta vida?

―Mi madre ―puntualiza.

Nota: En la foto con su hermano y su mamá.

Del drama a la gloria



Rafael Espinosa | Aquella mañana de octubre de hace 20 años, Karen despertó con dolor de garganta y con el pie derecho adormecido; 24 horas más tarde ya no pudo caminar.

Ese día de otoño se incorporó con dificultad para ir a la escuela, caminó casi arrastrando el pie como si su zapato estuviera lleno de arena.

―Oye, papá, siento pesado el pie ―le dijo.

―Tal vez dormiste mal, hija; hay se te va a pasar ―repuso su padre esperándola para llevarla a la escuela.

Durante el simulacro escolar de sismo que se realizó esa mañana, un niño la empujó al bajar las gradas del primer piso y de manera extraña se le dobló el tobillo derecho.

Cuando su padre fue por ella, Karen se quejó del pie nuevamente.

A sus diez años, Karen, una niña traviesa y juguetona, no tenía antecedentes de enfermedades graves, salvo una terca infección en la garganta.

Sus padres la llevaron con el traumatólogo, Saraín Montero, y después con Norberto Vázquez, el único neuropediatra en Tuxtla Gutiérrez en aquel entonces, y ninguno de los dos sabía a ciencia cierta lo que ella padecía.

Al llegar la noche, el adormecimiento avanzó a toda la pierna y había sido la causa de cuatro caídas repentinas durante el día. La más preocupante fue en el consultorio del neuropediatra.

―A ver, hija ―le dijo el doctor―, camina hacia la puerta.

Karen caminó arrastrando la pierna, sin embargo, al girar cayó al suelo.

A la mañana siguiente, amaneció cansada e indispuesta para asistir a la próxima cita médica. En su casa, le habían instalado una sillita en el baño para que se bañara con ayuda de su madre.

―Pero, mami, no puedo mover la pierna ―le dijo mientras estaba recostada.

―Por eso, hijita, apóyate con la pierna izquierda que es la que más fuerza tiene.

―Sí, mami, de la izquierda te estoy hablando. Sólo entonces se percataron de que no era una sino ahora las dos piernas las que estaban inmovilizadas.

Desde ese momento, la llevaron de urgencia en brazos, otra vez con el neuropediatra.

―Su hija está desarrollando el síndrome Guillain-Barré, a causa de una infección en la garganta, y así como dejó de mover las piernas, va a dejar de mover los brazos, va a dejar de hablar y va a dejar de respirar ―advirtió el doctor a los papás en una plática privada.

―¿Me está diciendo que mi hija se está muriendo? ―dijo su madre con impotencia.

―Sí, señora, desgraciadamente ―lamentó el doctor.

Dios es tan grande, dice Karen, porque sus padres consiguieron los medios necesarios, juntaron los ahorros y todas las fuerzas del alma, para que en menos de veinticuatro horas la llevaran a un hospital de la Ciudad de México y salvaran a su única hija. Por fortuna, el síndrome no avanzó.

Después de mes y medio de estudios, observación, atención médica y fisioterapia, Karen regresó a Tuxtla Gutiérrez.

En su nuevo estilo de vida en silla de ruedas, descubrió que adaptarse a la discapacidad no es tan complicado como aprender a tolerar la discriminación social.

En la escuela primaria, reflexiona, "a veces los niños no sabemos medir nuestras palabras", sin embargo, aquellas ofensas, motes y agravios, la hicieron más fuerte y la ayudaron a forjar su carácter. Hoy, en sus ratos libres, los recuerda y se ríe.

―El mundo no es como las caricaturas donde todo es color de rosa ―le advirtió un doctor de la Ciudad de México al despedirla del hospital, como preparándola ante las adversidades sociales. Tienes que ser fuerte, le animó a la niña.

En los siguientes niveles educativos, los compañeros fueron cada vez menos agresivos, “quizá porque va uno madurando”, dice, aunque en la Universidad Valle de México (UVM), en Tuxtla, la rechazaron por su discapacidad después de haber hecho los pagos correspondientes para iniciar el ciclo escolar.

Inicialmente le negaron matricularse porque tenerla ahí significaba gastos adicionales para la institución, pues tendrían que habilitar barandales en los pasillos, en los baños y tampoco había rampas.

Su madre llegó llorando de coraje a la casa y no tardó en enterar al director general de los campus de la UVM quien llegó a Tuxtla para tratar personalmente el asunto.

Su madre se había resignado a que no recibieran a Karen en esa Universidad, no obstante, alegaba que le rembolsaran el 100 por ciento de la colegiatura e inscripción y no el 50 que ofrecían devolverle.

Finalmente, entre el llanto de sus padres y los gestos de contrición de las autoridades universitarias, le pidieron una disculpa oficial y Karen continuó ahí sus estudios.

Hoy, Karen Koch Ferrer Aquino, puso en alto el nombre de Chiapas al coronarse "Miss WheelChair México 2019”, primer certamen a nivel nacional realizado en Coatzacoalcos, Veracruz, con más de 29 participantes de distintas entidades.

Aquella niña que jugaba futbol, iba clases de natación y de danza folclórica, mantiene un ánimo desbordante y la sonrisa expresiva.

Es licenciada en Naturoterapia y Doctora en Educación; pertenece a un equipo de basquetbol adaptado y práctica calistenia casi todas las mañanas.

Hace unos meses realizó la primera rodada en silla de ruedas denominada “Unidos por la Inclusión”, del centro de Tuxtla al Parque de La Marimba, para concientizar a la sociedad acerca de las dificultades de desplazamiento en silla de ruedas por las calles de la capital.

―¿Y cuál es tu mayor ilusión?

―Dejar huella en este mundo ―puntualiza en su cálido consultorio, en el centro de la ciudad.

Nota: En marzo próximo representará a México en el certamen internacional, en Francia.

Historia de un accidente



Rafael Espinosa | Andrés estaba frente a la vibrante y fragorosa trituradora de piedras, en las penumbras de aquella noche del jueves 29 de diciembre del 2016, cuando perdió la pierna izquierda.

En la construcción del Nuevo Libramiento Sur sólo se veían las luces de los camiones que iban y venían cargados de material.

Andrés, alumbrado por una fogata a falta de lámparas, dirigía los volteos que descargaban piedras en la boca de la trituradora.

Esa noche, el chofer de un volteo, en estado de ebriedad, se desplazó de reversa con violencia y sin luces traseras.

Al borde de un barranco de peñascos y la trituradora, Andrés no tenía escapatoria, estaba acorralado, por eso en su desesperación cayó sentado. La llanta del volteo cargado de piedras quedó encima de su pierna izquierda.

Aunque hubiera gritado nadie lo hubiera escuchado por el triquitraque de la trituradora y del motor del volteo, en aquella oscuridad de las veintitrés horas.

Sin que todavía supiera de la gravedad de la herida, alcanzó a sacar su teléfono del pantalón y le habló al operador de la trituradora.

―Échame la mano, tengo la llanta del volteo encima.

―¿En serio? ―contestó dubitativo el operador.

―Sí, apúrate, no estoy cotorreando.

Por otro lado, el chofer del volteo ―al bajarse― dio un brinco de susto al ver a Andrés debajo de la llanta. Lleno de terror movió la unidad.

Se desconoce de dónde Andrés sacó fuerzas en ese momento para incorporarse, sin embargo, no aguantó mucho y tuvo que apoyarse de sus compañeros.

Lo llevaron al campamento donde había claridad. Alguien se quitó la playera para aplicar un torniquete y restañar la hemorragia.

Había vehículos en la obra pero ninguno tenía combustible. Andrés llamó por teléfono al encargado.

―Ingeniero, necesitamos un carro, me aplastó la pierna el volteo ―.

―Llego en diez minutos ―repuso el encargado.

Pasaron los diez minutos.

―Ingeniero, ¿Va usté a venir? ―insistió adolorido.

―Ya voy, ya voy.

Hubo quien pensó en trasladarlo en la cuchara de una retroexcavadora cuando en ese instante llegó uno de los obreros en una camioneta. En ella lo llevaron al centro de salud del municipio de Suchiapa, a unos minutos de ahí.

―Estás bien pálido ―le dijo el doctor al ver su rostro.

Cuando vio la herida añadió: ¡llévenlo a un hospital!

Andrés había perdido un litro de sangre.

A esa hora apenas los alcanzó el ingeniero.

Andrés fue llevado al Sanatorio Muñoa, en Tuxtla Gutiérrez, donde lo entretuvieron hasta las tres de la madrugada sin hacerle algo por falta de especialistas en ese instante.

Después lo trasladaron a la Clínica Moreno, en la capital, rumbo al barrio 5 de Mayo. Andrés sentía mucha hambre, pues el accidente ocurrió momentos antes de que se dispusiera a cenar, como lo hacía de ordinario.

A las siete de la mañana del viernes, Andrés fue intervenido. Salió del quirófano a las cuatro de la tarde. El doctor le habría dicho.

―Tienes los nervios muertos y los huesos triturados.

―Si no hay más que hacer, doctor, quíteme la pierna.

El doctor ordenó a la enfermera taparle la cara para que no viera la operación, no obstante, Andrés, debajo de la sábana, vio con repugnancia y asombro, la sierra con la que le cortaban el hueso.

Después de que su cuerpo no respondía a la anestesia, de pronto cayó tendido; fue entonces cuando vio a su madre llorando frente a él y a la muerte con una guadaña a un lado. Más tarde, sabría que se trató de un delirio porque su madre había fallecido tres años antes.

Ni su esposa, sus dos niñas, ni algunos familiares cercanos, sabían de la tragedia, por lo que se desconoce quién les informó que Andrés había muerto durante la cirugía. En su casa, algunos prepararon las honras fúnebres, mientras que otros se vistieron de negro para recogerlo en la Clínica.

Desde esa ocasión, Andrés sintió que volvió a nacer. Cree que no le ha caído el veinte, como se dice coloquialmente, ha hecho todo lo posible por tomar con paciencia y naturalidad la ausencia de su pierna.

El día que se preguntó: Y ahora ¿qué voy a hacer? Él mismo se contestó: salir adelante, ni pedo.

Abandonó la silla de ruedas a los tres días y se dispuso a usar un par de muletas. Reconoce que fue difícil adaptarse a esta nueva vida. Se cayó varias veces con las muletas y se levantó con más ganas que coraje.

Ahora, a casi tres años del percance, tiene una vulcanizadora en el Libramiento Norte y 5ª Poniente de esta capital.

La primera vez que intentó desmontar una llanta se fue de bruces, otra ocasión se dio con la espátula en el rostro, pero con el tiempo ha tenido ingenio para sufrir menos.

Andrés ha sido trabajador del campo en su natal Suchiapa, ayudante de albañil, chalán de mecánico, entre otros oficios.

Siempre le gustó más el trabajo que el estudio, por eso sólo alcanzó a llegar a la preparatoria, dice.

―¿Qué piensas del accidente?

―¿Qué más le va uno a hacer?

No se deprimió en ningún momento, añade, porque sabe que es la cabeza de la familia y no debe demostrar debilidad. Y para ello siempre contó con su esposa y sus dos hijas pequeñas.

Del chofer del volteo que manejaba ebrio esa noche, no lo ha vuelto a ver, tampoco desea verlo.

La constructora le pagó los gastos médicos y le dio una indemnización con la que compró su herramienta para su vulcanizadora. La indemnización no fue de buena voluntad, tuvo que demandar, enfatiza.

Raymundo y Radio Ombligo



Rafael Espinosa │”Radio Ombligo” fue el programa infantil más querido en la historia de la radio en Chiapas. Sonaba todas las mañanas en el automóvil, la cocina, el trabajo y en cualquier lugar donde se escuchara una de las 14 estaciones de la red del Sistema Chiapaneco de Radio, Televisión y Cinematografía.

Durante 17 años al aire, atrapó la imaginación de niñas, niños, hombres, mujeres y ancianos, a través de inolvidables personajes como El Zopilote, La Gaviota, El Tortugo, Ratadeule, La Vaca, Kalimán, Oscarito, Gerasio Contreras y Doña Eulalia.

―¿Y en dónde están todos ellos?

―Esperan impacientes en el Cerro del Rebote ―repone con añoranza Raymundo Zenteno Mijangos, autor de Radio Ombligo.

Desde una noche antes hasta la madrugada, Raymundo escribía cuentos y poesía acerca de los valores cívicos, ciencia, música, literatura, teatro, cine, salud, deporte, que preparaba para el programa del día siguiente.

A lo largo de tres mil 500 transmisiones, Radio Ombligo ganó cuatro primeros lugares de la Bienal Internacional de Radio. Además, Raymundo Zenteno recibió un reconocimiento de manos de Michel Obama, en la Casa Blanca, Estados Unidos, por el contenido de su programa.

Ha escrito dos libros de cuentos; de uno de ellos extrajo el nombre de Radio Ombligo, precisamente de un cuento sobre una estación de radio con ese nombre, cuyos animales fantásticos charlaban con la audiencia.

Egresado de la Escuela de Escritores de México, el también pintor y algo de poeta, cuenta que el personaje El Zopilote surgió como seudónimo en un concurso de cuentos en el cual participó como Raymundo Zopilote.

―Pero, ¿por qué Zopilote?

―Desde niño siempre me gustó ver el vuelo de los zopilotes en los cielos.

Cuando tenía once años, sus padres decidieron abandonar su natal Bochil, Chiapas, para mudarse a una casa chica de la Ciudad de México. La añoranza de su amplio patio, de la convivencia con animales silvestres y bosques virginales, influyeron para dedicarse al sector infantil.

Durante los 25 años en la Ciudad de México, exploró la carrera en Ingeniería Petrolera, Ciencias de la Comunicación, hasta que finalmente en la Escuela de Escritores de México descubrió su pasión por los cuentos infantiles.

A los 36 regresó a Chiapas. Se dedicó a la promoción de la lectura, a través de un programa de Coneculta, cuyo personaje, Jartum, entre mago y poeta, se dedicaba a enviar epístolas a los niños chiapanecos.

El niño que contestaba la carta recibía un libro que tenía que leer y enviar un resumen del mismo a Jartum quien le mandaba otro libro. Hubo niños que leyeron hasta cuatro libros.

―¿Y por qué se suspendió Radio Ombligo?

―Por falta de presupuesto del gobierno ―resume Raymundo.

Suman siete meses que Radio Ombligo se retiró de la barra programática con la esperanza de que el Zopilote, de gabardina negra, y la elegante Gaviota, vuelvan al aire.

Aunque los personajes esperan impacientes en el imaginario Cerro del Rebote, Raymundo vive en alguna parte de Tuxtla de Los Conejos, en una casa con árboles frondosos, puertas de madera, sala desenfadada y luces tenues.

miércoles, 11 de septiembre de 2019

La muerte impune de Ernestino



Rafael Espinosa │ Nadie se hizo responsable de la muerte de Ernestino.

Dicen que prácticamente estaba muerto desde el día en que el colectivo 27 de la ruta 90, lo atropelló en la 5ª Norte y 17 Poniente, cuando viajaba en su bicicleta.

Estuvo ocho días en coma en el hospital “Gilberto Gómez Maza”, sin embargo, la esperanza familiar se fue perdiendo con los reportes clínicos de los médicos, conforme pasaron los días.

Hoy, 10 de septiembre, cumpliría 65 años, no obstante, en la sala de su casa, en lugar de haber mesas con manteles, sólo hay veladoras, flores y rimeros de sillas en espera de los que llegarán más tarde a cumplirle las preces de su novena.

Dos semanas antes, había pasado en su bicicleta, que nunca dejaba, al negocio de pozol de su nuera, en el parque de Los 11, donde su hijo, Roberto, le había adelantado que le harían un pequeño convivio por su cumpleaños.

―No te apures, hijo, así está bien ―le dijo. Fue la última vez que habló con él.

Ernestino era padre de ocho hijos, dos mujeres y seis hombres, aunque sólo uno de ellos era biológico.

―A todos los quería igual ―dice la gente de la colonia El Pedregal, al norte poniente de Tuxtla Gutiérrez, donde vivió toda su vida.

Aquella mañana del 29 de agosto, su hijo Roberto trabajaba en su taller de herrería, cerca de Plaza Mirador, cuando le llamó una doctora del hospital.

―Venga; su papá se accidentó ―le dijo después de preguntas generales.

Julio, otro de sus hijos, de oficio electricista y refrigeración, instalaba un aparato de aire acondicionado cerca del Parque Bicentenario, cuando se enteró de la noticia.

Y así se enteraron todos, de modo que más tarde, hijos, nietos y sobrinos, angustiados, estaban en el portón del hospital.

Ninguno de los vecinos creía que aquel hombre fuerte, sin enfermedades, que aparentaba menos edad, presentaba traumatismo craneoencefálico.

―¿Cómo? Si apenas lo vi hace unos días en su bicicleta ―se decían.

Ernestino trabajaba en una empresa desde hace más de 30 años, donde prácticamente vivía, de día como soldador y de noche como velador. Un día antes, su patrón le había encargado que comprara una chapa y se la instalara en su domicilio.

Se levantó temprano para cumplir el mandado y se dirigía a la casa de su patrón, sin embargo, unas cuadras antes, lo embistió el colectivo cuyo chofer no pudo detener la velocidad que llevaba.

―El colectivo siguió su camino como si nada hubiera ocurrido ―dicen los comerciantes de la zona que tomaron nota del colectivo.

Hasta la fecha, ninguna autoridad, mucho menos el concesionario, el chofer o alguien que se hiciera responsable de la tragedia, se acercó a la familia.

―¿Qué más necesitan las autoridades? ―se pregunta Roberto con impotencia, respecto a la ausencia de la justicia.

En la sala del domicilio, Roberto ―en compañía de su hermano, Julio― dice que la autoridad tiene la identificación del colectivo, la bicicleta, la chapa que recogieron del pavimento, incluso “estudiaron el cuerpo de mi padre” en el Semefo.

―Me queda claro que no hay justicia para los pobres ―interviene Julio, con el rostro acontecido por las noches de vigilia.



Nota:

Ernestino Avendaño Guillén
El 29 de agosto lo atropellaron.
El 5 de septiembre falleció.
El 7 de septiembre lo enterraron.

lunes, 2 de septiembre de 2019

Luis Alberto, ejemplo de prosperidad



Rafael Espinosa | Día Uno | Como muchos chavos de su edad, Luis Alberto estudia y trabaja. Por las mañanas cursa la licenciatura en Ingeniería Civil y por las tardes se emplea en la pequeña vulcanizadora de su padre.

Comenzó ayudándole desde que tenía once años. Al principio le disgustaba el oficio, veía cómo su padre sudaba al aflojar los birlos, levantar el automóvil y desmontar la llanta.

Como cualquier niño de su edad, observaba con cierto aburrimiento el oficio, sin embargo, su padre le ordenaba que no se despegara de él para que aprendiera viendo y estuviera atento por si le pedía alguna herramienta.

A veces llegaba al taller a regañadientes, su padre le aconsejaba que en la vida hay que aprender un trabajo por si se abandona la escuela.

―Algún día me vas a entender, hijo ―le decía.

Su tono no era tan dulce como parece, no obstante, Luis Alberto se aguantaba y al rato se le pasaba.

Hoy, a sus 20 años, realiza con habilidad lo que su padre le enseñó. En los ratos libres hace su tarea escolar en el taller. En este periodo de vacaciones, se ocupa todo el día, ahorra para la colegiatura del quinto semestre próximo.

Su promedio en la universidad es de 8.9, juega futbol y le gusta reparar neumáticos.

Su padre, con educación primaria, se siente orgulloso de él.

Nota: El taller se ubica en la prolongación de la 5a Poniente, a unos 50 metros del Libramiento Norte, en Tuxtla Gutiérrez.

Murió Pioquinto y el taxista sigue libre



Rafael Espinosa | Día Uno | En el preámbulo de su muerte, Pioquinto, con la sábana hasta el cuello, sudó frío y su agitada respiración acabó con un suspiro prolongado.

Aquella madrugada de junio, en su desesperación de la muerte, había despertado como un ciego jalándole el vestido a su esposa que lo cuidaba a su lado.

Apenas alcanzó a dar la bendición a su hijo y a su esposa, luego soltó su cuerpo para siempre. Tenía las piernas y el brazo izquierdo rotos desde hacía siete meses cuando un taxista lo atropelló en una de las calles de Tuxtla Gutiérrez.

―Ya se fue tu papá, hijo ―le dijo Natividad a su hijo Virgilio con un llanto reprimido que llenó de tristeza la pequeña casa de tejavana.

Siete meses antes, la madrugada del 30 de noviembre, Pioquinto, aquel hombre potente de 75 años, bajó del colectivo y al cruzar el bulevar del Parque 5 de Mayo de la capital, un taxista veloz lo arrolló varios metros.

Trabajaba de bolear zapatos mientras que su esposa vendía tamales, arroz con leche y chicles, en las puertas de una oficina de gobierno, frente al parque donde fue atropellado.

Ese día, se había levantado con muchas ganas de trabajar, de modo que se adelantó con algunas cosas de la venta, por eso cuando su esposa llegó nadie de sus clientes asiduos se atrevía a contarle la mala noticia.

―A su esposo lo atropellaron ―le dijo al fin alguien a Natividad de 82 años.

Su hijo Virgilio, habitante de la periferia de la ciudad y de oficio albañil, tomaba café en su casa, dispuesto a irse a trabajar, cuando su hermana se paró afligida en la puerta.

―¡Atropellaron a papá! ―le dijo Chusi, su hermana, quien vive a unas cuadras de ahí.

Virgilio corrió hacia al hospital “Gilberto Gómez Maza” a una velocidad, dice, que no sentía el piso, ni siquiera sintió el kilómetro de distancia.

Durante el tiempo que estuvo internado, las enfermeras reportaron que Pioquinto hacía rabietas cuando le curaban, posiblemente por su edad o por el dolor de sus heridas. Pedía que lo llevaran a su casa.

Después de varias operaciones le dieron de alta 27 días después, con la recomendación médica de que lo regresaran periódicamente para curarle las heridas.

Para las citas médicas, Pioquinto sufría demasiado porque tenía que doblarse para ingresar al taxi, por eso le consiguieron una pick up que resultó peor porque la silla de ruedas no dejaba de menearse durante el viaje en la góndola.

En esos días, su carácter empeoró. Fue entonces cuando lanzó aquella sentencia que habría de cumplirse más tarde.

―De esta casa sólo muerto volveré a salir ―dijo adolorido y enfadado.

Para evitar este calvario, Natividad y Virgilio decidieron regresarlo al hospital, no obstante, no había cama disponible. Optaron por curarlo ellos mismos, porque tampoco tuvieron dinero para pagar una enfermera.

El 28 de junio de 2019 falleció en su lecho. Su cuerpo fue enterrado en la tierra que nació, en el municipio La Concordia, a unas horas de la capital, a petición de Pioquinto.

―Me quiebras todos los huesos, me metes en una bolsa y me llevas para allá ―le habría dicho a Natividad, en una de tantas pláticas nocturnas que tuvieron antes de dormir, cuando todavía hablaba.

Durante este tiempo, Virgilio, uno de los cuatro hermanos, abandonó su trabajo por ayudar a su madre a cambiarle los pañales a Pioquinto.

En el hogar de Virgilio, su esposa, empleada doméstica, estuvo a cargo de los gastos del hogar y del cuidado de sus hijos. Incluso, hasta la fecha, porque Virgilio acompaña a su madre viuda a vender en el mismo sitio donde ella ha vendido más de 30 años.

―Tengo que cuidar a mi madre ―responde a veces Virgilio cuando su esposa siente que ya no puede con la situación.

A Natividad le han dicho que ya no salga, sin embargo, la mujer de 82 años se niega a encerrarse. Dice que su venta le sirve de distracción en cambio quedarse en casa moriría de tristeza. Además, dice, hay una deuda de más de 50 mil pesos cuyos intereses la están comiendo viva.

Virgilio vive en casa de su mamá. A veces se desespera y sólo entonces se pregunta quién cuidará de ella.

Nota:
El taxi que atropelló a Pioquinto es del Grupo Colosio, número económico 4217 y placas DNX-82-1A.
Cámaras de la policía grabaron la escena, sin embargo, nunca hubo justicia a pesar de que siempre estuvo al tanto del caso.

Le robaron la vida y no sus pertenencias



Rafael Espinosa | Alfredo Náfate siempre dijo que es mejor entregar todas las pertenencias en un asalto antes que perder la vida; sin embargo, sus asesinos le dejaron todo lo que llevaba encima la noche de jueves que le quitaron la vida.

Sus parientes lo encontraron recostado de lado, en posición fetal, en campo abierto, con su cartera, su reloj y su mochila, con cuchilladas en la espalda, oreja, cuello, pecho y cerca de la boca.

También tenía rebanado un dedo de la mano con la que quiso defenderse.

Lo mataron en la penumbra de la calle principal de Cuchilla Santa Rosa, en el poniente sur de Tuxtla Gutiérrez, después de un torrencial aguacero que había caído horas antes en la zona.

Ese día Alfredo despertó en la madrugada con su rutina habitual, a sus 66 años: cantó y silbó alguna que otra canción, bajo los árboles que cobijan su casa y la de sus hijos, antes de marcharse a trabajar.

Pero en la noche, de regreso, tras caminar a oscuras cerca de un kilómetro de terracería, al pasar bajo un puente carretero, fue interceptado por dos hombres en motocicleta.

Le clavaron puñaladas en el cuerpo.

Herido, Alfredo se desplazó hacia una de las apartadas casas del lugar, en sentido contrario a la dirección de su domicilio, y se detuvo con la mano en un pilar de concreto. Pedía ayuda.

Nadie escuchó sus gritos, así como tampoco nadie en Cuchilla Santa Rosa sabe el por qué lo mataron.

José, su nieto, deduce que su abuelo pudo haber sido atacado dos veces por sus asesinos. Del primer ataque habría intentado pedir auxilio a una casa cercana y del segundo, cuando quiso acortar camino junto a un terreno cercado, habría resultado con heridas más graves.

Con heridas mortales, Alfredo avanzó a gatas entre el monte, cruzó un pequeño arroyuelo en cuyo limo quedaron las huellas de sus rodillas y manos. Luego, entre árboles y arbustos, trepó una pendiente hasta llegar a un ligero llano. Continuó pidiendo auxilio.

Antes de que lo apuñalaran, Jaime, su yerno, había pasado debajo del mismo puente rumbo a la tienda y de ahí fue a casa de su madre, a unas cuadras. Regresaba cuando escuchó los quejidos que salían de un terreno arbolado. No quiso indagar solo, fue a dejar las cosas a casa, a unos 40 metros de ahí, y retornó con casi toda la familia preocupada en medio de la calle con lámparas en las manos.

Se internaron al terreno y enfocaron la luz en el rostro del quejumbroso: era Alfredo, en posición fetal.

―¿Qué le hicieron? ―preguntó aterrado uno de ellos.

―Me asaltaron… los de la moto ―alcanzó a decir en su agonía.

Llamaron a la policía, a la ambulancia, al 911; pasó media hora y nadie llegó. Un familiar fue por un coche y lo llevaron agonizando a Protección Civil del Estado, lo más cercano que hay en la zona, donde el vigilante se metió a dar aviso y ya no salió.

Pasó media hora más, por lo que decidieron trasladarlo a un hospital particular cuyo médico les dijo que acababa de fallecer.

―Llévenselo a su casa y den aviso a la autoridad ―sugirió el doctor.

Así lo hicieron. La policía y las autoridades forenses llegaron en la madrugada.

Este viernes por la tarde una carroza llegó a Cuchilla Santa Rosa cargando el ataúd. Nietos, bisnietos, hijos e hijas, estallaron en un llanto doloroso. Al poco, el hombre que un día antes había cantado y chiflado en el amplio patio de la casa, entraba inerte dentro de la caja, bajo la sombra de árboles que no volverá a ver.

Alfredo, padre de ocho hijos, cinco mujeres y tres hombres, abuelo de 30 nietos y bisabuelo de 14, vivió casi toda su vida en Cuchilla Santa Rosa. Dice la gente, que era una persona tranquila y humilde.

De oficio albañil, tenía la costumbre de saludar de manera amable al que se topaba.

Se desconoce si se trató de un asalto, porque sus asesinos no se llevaron las pertenencias. Y, entre la multitud que lo despide, alguien de la familia recuerda esto que decía:

―Hijos, es mejor entregar las pertenencias que perder la vida en un asalto.