Rafael
Espinosa | Alfredo Náfate siempre dijo que es mejor entregar todas las
pertenencias en un asalto antes que perder la vida; sin embargo, sus asesinos
le dejaron todo lo que llevaba encima la noche de jueves que le quitaron la
vida.
Sus
parientes lo encontraron recostado de lado, en posición fetal, en campo
abierto, con su cartera, su reloj y su mochila, con cuchilladas en la espalda,
oreja, cuello, pecho y cerca de la boca.
También
tenía rebanado un dedo de la mano con la que quiso defenderse.
Lo
mataron en la penumbra de la calle principal de Cuchilla Santa Rosa, en el
poniente sur de Tuxtla Gutiérrez, después de un torrencial aguacero que había
caído horas antes en la zona.
Ese
día Alfredo despertó en la madrugada con su rutina habitual, a sus 66 años:
cantó y silbó alguna que otra canción, bajo los árboles que cobijan su casa y
la de sus hijos, antes de marcharse a trabajar.
Pero
en la noche, de regreso, tras caminar a oscuras cerca de un kilómetro de
terracería, al pasar bajo un puente carretero, fue interceptado por dos hombres
en motocicleta.
Le
clavaron puñaladas en el cuerpo.
Herido,
Alfredo se desplazó hacia una de las apartadas casas del lugar, en sentido
contrario a la dirección de su domicilio, y se detuvo con la mano en un pilar
de concreto. Pedía ayuda.
Nadie
escuchó sus gritos, así como tampoco nadie en Cuchilla Santa Rosa sabe el por
qué lo mataron.
José,
su nieto, deduce que su abuelo pudo haber sido atacado dos veces por sus
asesinos. Del primer ataque habría intentado pedir auxilio a una casa cercana y
del segundo, cuando quiso acortar camino junto a un terreno cercado, habría resultado
con heridas más graves.
Con
heridas mortales, Alfredo avanzó a gatas entre el monte, cruzó un pequeño
arroyuelo en cuyo limo quedaron las huellas de sus rodillas y manos. Luego,
entre árboles y arbustos, trepó una pendiente hasta llegar a un ligero llano.
Continuó pidiendo auxilio.
Antes
de que lo apuñalaran, Jaime, su yerno, había pasado debajo del mismo puente
rumbo a la tienda y de ahí fue a casa de su madre, a unas cuadras. Regresaba
cuando escuchó los quejidos que salían de un terreno arbolado. No quiso indagar
solo, fue a dejar las cosas a casa, a unos 40 metros de ahí, y retornó con casi
toda la familia preocupada en medio de la calle con lámparas en las manos.
Se
internaron al terreno y enfocaron la luz en el rostro del quejumbroso: era
Alfredo, en posición fetal.
―¿Qué
le hicieron? ―preguntó aterrado uno de ellos.
―Me
asaltaron… los de la moto ―alcanzó a decir en su agonía.
Llamaron
a la policía, a la ambulancia, al 911; pasó media hora y nadie llegó. Un
familiar fue por un coche y lo llevaron agonizando a Protección Civil del
Estado, lo más cercano que hay en la zona, donde el vigilante se metió a dar aviso
y ya no salió.
Pasó
media hora más, por lo que decidieron trasladarlo a un hospital particular cuyo
médico les dijo que acababa de fallecer.
―Llévenselo
a su casa y den aviso a la autoridad ―sugirió el doctor.
Así
lo hicieron. La policía y las autoridades forenses llegaron en la madrugada.
Este
viernes por la tarde una carroza llegó a Cuchilla Santa Rosa cargando el ataúd.
Nietos, bisnietos, hijos e hijas, estallaron en un llanto doloroso. Al poco, el
hombre que un día antes había cantado y chiflado en el amplio patio de la casa,
entraba inerte dentro de la caja, bajo la sombra de árboles que no volverá a
ver.
Alfredo,
padre de ocho hijos, cinco mujeres y tres hombres, abuelo de 30 nietos y
bisabuelo de 14, vivió casi toda su vida en Cuchilla Santa Rosa. Dice la gente,
que era una persona tranquila y humilde.
De
oficio albañil, tenía la costumbre de saludar de manera amable al que se
topaba.
Se
desconoce si se trató de un asalto, porque sus asesinos no se llevaron las
pertenencias. Y, entre la multitud que lo despide, alguien de la familia
recuerda esto que decía:
―Hijos,
es mejor entregar las pertenencias que perder la vida en un asalto.
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