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miércoles, 30 de noviembre de 2011

El joven del brazo cortado


Por Rafael Espinosa:
Andrés partió de su casa hacia un lugar que tampoco él conocía, con la esperanza de olvidar su soledad y aunque el peso de su tristeza fue imborrable, aprendió a pescar camarones en alta mar, “globoflexia” y otras actividades en diferentes partes del país.
Andrés empezaba a dar sus primeros pasos cuando sus padres se separaron. Esa vez quedó en casa de su abuela, mientras que Gregorio, su padre, se fue vivir con su nueva pareja que tenía dos niños. 
Al poco tiempo, Gregorio llevó a Andrés a su domicilio, debido a que la abuela estaba mal de salud. Desde esa vez, Andrés compartió el mismo techo con su madrastra, sus dos hermanastros y su padre. 
Don Gregorio y su pareja, María Gregoria, procrearon un nuevo integrante en la familia, no obstante, Andrés se comportó como un niño normal, pero sentía, contó, que sus papás dedicaban más tiempo a sus dos hermanastros y al recién nacido.
Así vivió muchos años con ese resentimiento escondido de celos maternales, que fueron ocultándose de modo involuntario en su conciencia, de tal forma que se le fueron las ganas de estudiar y abandonó el quinto grado de primaria para emplearse en lo que le permitía su edad.
A sus 16, Andrés resolvió viajar a quién sabe dónde, salió de su casa con una mochilla llena de atribulaciones, así como con una rebeldía a flor de piel en búsqueda de una identidad que en su hogar, en la escuela, en los maestros, en los vecinos y en su padre no halló.
Tuvo como primer destino Coatzacoalcos, Veracruz, donde se trepó a un barco bautizado con el nombre de “Plutón”, para pescar camarones en el Golfo de México. Recorrió las costas hasta llegar a un embacadero de Tampico, Tamaulipas, sitio en que se quedó por una falla del barco. Luego siguió su romería de peregrino errante. 
Viajó a Querétaro, a Tlaxcala y a otras ciudades, tratando de olvidar las penalidades de su infancia hasta radicar en la Ciudad de México, donde aprendió la “globoflexia”, cuyas ganancias fueron para su subsistencia cotidiana.
Después de más de un año de andanza, regresó a vivir con su padre y “su familia”, en la colonia Ruiz Ferro, Chiapa de Corzo, cerca del fraccionamiento Vida Mejor de Tuxtla Gutiérrez. 
Actualmente se emplea en el taller de hojalatería “Quiroz”, en la 16 Oriente y 1ª Norte, en la capital chiapaneca, y su padre trabaja de ayudante en el día y vigilante en las noches en una empresa de lavado y engrasado de automóviles, frente al changarro donde él labora.
Alrededor de las once de la noche de este martes, Andrés fue asaltado en la esquina de su centro de trabajo, por dos sujetos que bajaron de un taxi, le rozaron un cuchillo en el cuello y le quitaron 300 pesos y su identificación, recordó.
Aseguró que los delincuentes eran los mismos que lo habían atracado hace unos cinco meses cerca de la colonia Santana, al sur oriente de Tuxtla Gutiérrez, sin embargo, desconoció si fue casualidad o lo andan siguiendo.
Después de regresar de su romería, trabajó también en un lavado de autos por la colonia Paso Limón y en los juegos mecánicos de la Convivencia Infantil, y en ningún lado, reflexionó, ha tenido enemigos. 
Esa noche que los paramédicos le restañaban la sangre del cuello, los policías le preguntaron por las heridas frescas que presentaba a lo largo de su brazo izquierdo; eran unas 12 rayas profundas que fueron creadas hacía unos dos días. En la parte posterior de ese mismo brazo tenía una cantidad similar de cicatrices. 
Con tranquilidad contestó que se las habían hecho los mismos delincuentes anteriormente, sin embargo, ni los socorristas ni los policías le creyeron. La ambulancia y la patrulla partieron y él se quedó presionando con los dedos la gasa del cuello. 
Se dirigió al teléfono de monedas, a unos diez metros del asalto, a donde supuestamente se conducía cuando lo atracaron. Esa noche, Andrés había decidido cuidar la empresa de lavado y engrasado para que su padre descansara en casa.
Después del altercado, Andrés, a través de la bocina, le dijo a su padre que lo habían asaltado, pero que todo estaba bien. Se presumía que don Gregorio estaba desesperado, pero Andrés trató de tranquilizarlo repitiéndole que ya lo habían curado y le pidió que llamara al teléfono del taller, que él esperaría la llamada.
Casi a media noche, don Gregorio llegó al taller para confirmar que Andrés estaba bien.
Al día siguiente, a medio día, el patrón de Andrés, dueño del taller de hojalatería, lo esperaba de un mandado que le había ordenado. Es un negocio sencillo con tres o cuatro carros escarapelados, con techo de láminas y un corral limitado con malla metálica.
El hojalatero comentó que Andrés es bien portado en el trabajo, aunque “después de que sale de aquí no sé cómo se sea”, dijo.  El día que le descubrió las heridas del brazo le regañó, incluso le dio cien pesos que le había pedido para la curación de sus lesiones, sin imaginar la magnitud de las rajadas porque esa vez llevaba el brazo vendado.
Ayer, don Gregorio, en su trabajo de lavado y engrasado, dijo que sabía del problema de su hijo, pero no sabía cómo actuar.
Apenas comenzaba a profundizar en el tema, cuando el jefe del lavado le hizo una seña para que siguiera trabajando, pero prometió platicar más a fondo del tema.
Minutos después, Andrés llegó a la hojalatería de enfrente con una piedra en el hombro, era un tronco que se había petrificado con el paso de los años, dijo su patrón, al tiempo de imaginar que ese tronco o piedra valdría mucho dinero. En ese momento, al ver al reportero de la noche anterior, Andrés trató de cambiar la plática para convencer a su patrón y a otras dos personas que estaban ahí, que en verdad la noche anterior había sido asaltado, pues nadie le creía. 
De hecho ni su padre, ni su madrastra (quien se escuchó preocupada mediante una llamada telefónica que le hizo este reportero), tampoco los paramédicos y los policías, le creyeron que las heridas del brazo hayan sido provocadas por delincuentes en un asalto, por el número y el orden de las cortadas, y ponen en duda aún que el corte del cuello también haya sido en otro atraco.
Instantes después, fuera del taller de hojalatería, Andrés reconoció que él mismo se tasajeó el brazo, incluso con la seriedad y la paciencia que demuestró, es imposible creerlo. Dijo que algunas veces se había lesionado en estado de ebriedad y otras sobrio. Inclusive, descargó su lastre depresivo infantil y sin titubeos comentó lo que piensa cada vez que se autoflagela.
—Pienso en todo lo que me ha pasado en la vida —resumió, recostado sobre el tallo de un árbol umbroso—, de niño me sentía mal cuando mi madrastra sólo abrazaba y atendía a mis tres hermanastros.
—Creo que es resentimiento, soledad, angustia… todo —. Se le quiebra un poco la voz.
En ese momento su padre lavaba un camión de pasajeros con una manguera a presión, en el taller de enfrente.
Recientemente Andrés conoció a su novia en la cuadra de su trabajo. No se ha ido, dijo él, porque ella se lo pide. 
Sabe muy bien que sus padres, su novia y mucha gente lo quiere, sin embargo, la sombra de ese desastre emocional de años no lo deja vivir en paz.

Anticuario se resiste al olvido




Por Rafael Espinosa:

A sus 97 años, don Noé Palacios navega monótonamente en su anticuario atiborrado de vetustas curiosidades y de recuerdos empolvados. Entre baúles cortesanos, figuras francesas de resina, relojes de pared, monedas porfirianas, timbres antiquísimos, quinqués de petróleo, libros de materias y teléfonos de época.

Los años no han pasado en vano, pues le han atrofiado las piernas y utiliza una andadera para desplazar su cuerpo escuálido. Sin embargo, mantiene intacta la lucidez, la soltura de su voz gutural, la mirada invicta detrás de sus anteojos y, de vez en cuando, la charla jocosa.

Ayer estaba sentado en una silla de madera, con la mirada clavada hacia la calle, con las manos sobre las rodillas, envuelto en ese mundo de estantes y vitrinas y otros cachivaches que lo rodean.

-Tiene que hablarle fuerte, casi no oye -recomienda su hijo que está en la zona contigua.

Es el mediodía y don Noé, profesor jubilado, está arropado con un pantalón raso café, guayabera blanca y sandalias de cuero cocido. Tiene la barba de días, los dientes gastados por el tiempo y unos lentes de armazón rojo con micas verdes.

Como cualquier ciudadano es un poco desconfiado. Pide al reportero identificarse. Toma el gafete con sus manos temblorosas y se pierde un rato mirándolo detenidamente. Después de complacer sus inquietudes, se suelta con la historia de su oficio.

De sus memorias arranca recuerdos estancados en el tiempo, como si fuese un bibliotecario que sabe el lugar de cada libro que busca. Recuerda claramente que nació en Medio Monte, Tuxtla Chico, en 1915.

Su local es una empresa muerta, lamenta. "La llegada de las casas de empeño a la capital nos llevó a la tristeza, todo lo llevan a los Montepío." Para colmo, hace años, comenta, le robaron una colección de monedas de plata porfiriana que a la fecha valdría unos dos millones de pesos; no obstante, tiene sospechas, pero "es un secreto de familia, merece discreción", dice.

El día del robo, su esposa Carmen, 18 años menor, se puso a llorar; él se aguantó. Esa vez doña Carmen le dijo que dejara el negocio, pero se empeñó en continuar porque es herencia familiar cuyo padre vivía encantado por la numismática, la filatelia, bártulos y oropeles.

Decepcionados por el robo, se irían a un rancho que compró en sus tiempos de gloria, por el rumbo de San Fernando, para vivir la senectud en pareja, pero se contuvieron.

Desde niño, cuenta, también aprendió de su padre a coleccionar trompos, canicas, revistas infantiles, entre otros juguetes, y conforme pasaron los años se interesó por antigüedades de adultos hasta lograr ser uno de los fundadores de compra y venta de curiosidades en la capital.

Durante su actividad como profesor tuvo una vida itinerante en distintos municipios de la Costa y Centro de Chiapas. Fue nombrado Secretario de Fomento y Construcción de la Secretaría Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE), en Chiapas, a través de la cual, junto con otros compañeros, logró obtener 126 lotes para el mismo número de maestros, en un terreno anteriormente ocupado por un campo de aviación, donde hasta la fecha tiene su local, en la Colonia Magisterial.

Incluso, presume que durante la inauguración de la Colonia Magisterial, tuvo el orgullo de recibir en su casa al otrora presidente de la República, Gustavo Díaz Ordaz, quien fue recibido por los funcionarios de primer nivel del ex gobernador de Chiapas, Samuel León Brindis, durante el periodo de la transición de la Sección 37 a la 40.

Le gustó un poco la política, aunque su padre decía que "la política es como la mierda, entre más se mueve más apesta".

Actualmente su negocio tiene 39 años y todos los días se sienta en la misma silla, junto al único teléfono en servicio. Vive encajado entre dos mil 300 libros y enciclopedias, entre mostradores que incómodamente permiten su paso.

Hace años compró cada libro en 100 pesos y ahora los vende en 30. "Para que vean qué tan mal está el negocio", reflexiona levantando su brazo plagado de manchas seniles que contrasta con su reloj plateado.

-¿Cuál es la pieza más antigua que tiene?

-No sé; es como si me preguntaras quién es la mujer más bonita de Tuxtla -reflexiona con cierta picardía.

Timbra el teléfono, levanta el auricular y no entiende, le grita a su hijo, que está en el vestíbulo, para que conteste. Su hijo cuelga y le dice: preguntaban por uniformes. ¡Qué equivocado está!, repone enfático don Noé.

Pierde el hilo de la plática y pregunta: en qué íbamos. Enmienda la charla y cuenta que se casó tres veces y tuvo varios hijos. "Cuando joven es uno muy travieso, ya usted sabe", revela con su voz pastosa.

Se levanta, se apoya en su andadera, camina entre lámparas viejas, balanzas, cantimploras colgadas y cuadros deteriorados, pasa frente a una vitrina con cámaras fotográficas de antaño hasta llegar a la antesala donde su hijo sostiene una conversación con alguien a través de su teléfono celular.

Involuntariamente don Noé posa junto a una estatua francesa que, dice él, representa la vanidad, mientras que en el extremo opuesto, bajo un arco de ladrillos barnizados, está la que dignifica la humildad.

domingo, 27 de noviembre de 2011

Muere sepultado un obrero


Rafael Espinosa * CP. Cuando trabajaba en una obra pública, un peón murió sepultado la tarde de este miércoles en las inmediaciones de la colonia Las Granjas, al norte de Tuxtla Gutiérrez, debido al derrumbe intempestivo de una zanja.
Antes de su muerte, don Gustavo, de 53 años, tenía agruras del desayuno de las nueve de la mañana. Eso le dijo a Ramiro Maldonado, diez años mayor que él, compañero inseparable de trabajo, cuando juntos estaban dentro del surco de tierra de dos metros de profundidad.
Parecía un día normal para los cerca de 15 obreros que estaban ocupados en una obra pública de drenaje, en la calle Michoacán y avenida Sinaloa, donde a las 13:20 horas de ayer, ni siquiera se escuchó la caída intempestiva del lodo.
Ramiro y Gustavo compactaban la tierra para asentar el tubo de drenaje; sin embargo, apenas vieron que la tierra se les vino encima. Ramiro corrió hacia la parte alta, incluso su pala que arrastraba quedó prensada. Gustavo, involuntariamente, corrió al fondo de la oquedad donde cayó el montículo mayor. Desapareció por completo.
Sus compañeros, contaron después, se ataron. No sabían si cavar con palas la tierra derrumbada, usar la retroexcavadora o simplemente esperar a las autoridades, porque desconocían el sitio exacto donde estaba el cuerpo.
El precavido trabajo de excavación fue apoyado por los agentes de Protección Civil. Al fin descubrieron el cuerpo de don Gustavo. Ya no tenía señales de vida, tenía el abdomen abultado, sin que se supiera si era por el golpe o simplemente porque era de estómago pronunciado.
Más tarde, ni siquiera su familia sabía de la tragedia, pero el cardumen de vecinos se movía para observar mejor el cadáver que alguien había tapado ya con una manta tejida de color azul, sin que respetaran el acordonamiento que las autoridades habían rodeado.
El cerco de gente se dispersó por orden de la fiscal del Ministerio Público, Adriana Estudillo Náñez, quien había llegado con otra compañera de oficio. Unos obreros estaban sentados en montículos de tierra, abatidos por la noticia.
Jorge Ramón Bonifaz Domínguez, de 28, con la camisa de "Ingeniería Integral de Chiapas, SA de CV", quien se supo después era supervisor de la obra, estaba junto a la retroexcavadora, luego se cambió de lugar, en espera que alguna autoridad lo llamara o que la familia se acercara a él.
Guillermina Calvo Bautista, de 64 años, esposa del finado, se privaba en llantos. Un momento la sentaron en una silla que alguien aproximó frente al cadáver tapado; sin embargo, nadie soportó su tristeza y decidieron moverla a otra parte.

"Hace poco fue mi hijo y ahora...aayyy", lloraba mientras una señora le daba a que oliera un algodón mojado de alcohol.
Un grupo de tres peones platicaba, a unos veinte metros del muerto, sobre la bóveda de un dren pluvial reciente. Comentaban que don Gustavo era una buena persona, risueña y trabajadora, inseparable de don Ramiro, el sobreviviente. Nadie daba crédito a la tragedia. Si apenas hace rato habían albureado con él, como acostumbraban.

"Mi amor, te quiero", bromeó don Tavo a José Luis, un muchacho flaco, de espalda encorvada y abdomen fruncido.

"Te amo, digamesté, jajaja", le contestó José Luis, cuando se toparon. Y siguieron trabajando.

Con el paso de los minutos seguía llegando más gente que no le importaba franquear los escombros, mientras que don Ramiro, que había ido a la tienda por un refresco, no salía de su incredulidad. Estaba a unos metros del grupo de tres obreros.
"Me salvé, si también estaba ahí", dijo don Ramiro de piel curtida, cuya cachucha con insignias del "Ché Guevara" y la frase célebre "Hasta la victoria siempre", permitía ver su cabello entrecano. De estatura baja, delgado, arropado de obrero y huaraches.
Cerca de las cuatro de la tarde, cada quien empezaba a tomar su camino. Los agentes de servicios funerarios rodeaban como tiburones a los hermanos -de edad avanzada- del finado; la dama advirtió a los vendedores que ella ahora no sabía qué hacer, pero que agradecía el ofrecimiento, además les dijo que entendieran, pues sabían el momento que estaba pasando.
Jorge Ramos, supervisor de la obra, prometió a la familia costear los funerales. Otro hombre, empleado o dueño de la constructora, quien llegó casi a las cuatro de la tarde, también ofreció el apoyo, incluso habló con los dolientes.
Don Ramiro estaba preocupado porque le ordenó la Fiscal que fuera a declarar, sin embargo, su sobrino, un adolescente, lo animó diciéndole que sólo diría lo que vivió. Don Ramiro fue acompañado por el supervisor de la obra, mientras que algunos de los desconsolados regresaron a sus domicilios y otros iniciaron los trámites para reclamar el cadáver.
Todos bajaron las herramientas, se suspendió el día laboral y la calle quedó quieta, sólo con el recuerdo de la vida de un hombre que le gustaba trabajar, bromear, y que había desayunado placenteramente por la mañana, al grado de que sintió agruras cuando trabajaba dentro de la zanja, donde fue sorprendido por la muerte.

sábado, 26 de noviembre de 2011

El ocaso de un adicto

Rafael Espinosa * CP. Nadie creía que Juan Carlos había muerto, mucho menos su madrastra que al momento de saber la trágica noticia abandonó la preparación del pescado para su comida, solamente para comprobar que en la banqueta de su casa estaba el difunto.
Todos los vecinos y hasta su propia madrastra sabían el destino de Juan Carlos; sin embargo, jamás pensaron que fuera tan pronto, pues bajo el calor insoportable del miércoles lo habían visto caminar y gritar a media calle, perdido en los efectos del alcohol.
A la edad de 17, Juan Carlos Arévalo Gutiérrez comenzó a consumir en exceso bebidas embriagantes, de tal suerte que lo internaron en repetidas ocasiones en un albergue especial para alcohólicos, no obstante, recaía con más ímpetu.
Su padre, Pakín Arévalo Castellanos, muerto hace tres años por una enfermedad incurable en los pulmones, fastidiado por el vicio de su hijo, un día resolvió -con el dolor de su alma- encadenarlo de un pie a una de las patas de la cama para detener su adicción. Duraba amarrado hasta dos meses, le daban de comer y de beber sanamente, pero cuando lo soltaban se iba a la calle y se perdía nuevamente en sus delirios causados por el aguardiente. Su padre renunció a esta medida, pues se convenció de que no funcionaba.
A sus 30 años, durante los últimos días de su vida, Juan Carlos se había internado por su propia voluntad en un centro de rehabilitación de Terán, cerca de su domicilio, incluso hacía un mes que había salido sin lograr vencer los demonios de la ansiedad.
En tanto, Yolanda Cabrera Luna, de 40 años, su madrastra, estaba más contenta que desapareciera meses metido en un albergue que tirado en la calle ahogado de alcohol, pero esos anhelos fugaces no eran más que simples ilusiones.
A pesar de que en ocasiones era conflictivo, los vecinos del barrio se habían acostumbrado a sus arrebatos de locura, de tal manera que nadie le hacía caso mientras él mentaba madres a media calle.
A Yolanda no se le hizo extraño, ese día en la mañana, que Juan Carlos estuviera dormido al pie de la puerta de su casa, pues también a veces dormía en la banqueta de a la vuelta. Ella había perdido las esperanzas de que su hijo se regenerara, después de que éste tenía 13 años de una vida licenciosa.
Desde hacía algún tiempo, Yolanda había dejado de preocuparse de que su hijastro  durmiera fuera de casa, dado que había días en que no llegaba, además significaba un peligro inminente para ella que vivía sola.
Ayer temprano, Yolanda fue a comprar al mercado, incluso brincó a Juan Carlos que estaba tendido en la puerta, durmiendo a sus anchas, como lo hacía siempre. Ella notó que su hijastro roncaba.
Regresó y comenzó a preparar el pescado en la cocina de su casa, cuando los vecinos corrieron a avisarle que Juan Carlos estaba muerto. Sin dar crédito a la noticia y sin dar la razón a los vecinos, esperó que especialistas en primeros auxilios confirmaran la tragedia.
Cuando ella fue al mercado quizá escuchó los estertores de la agonía y no los ronquidos de sueño de Juan Carlos.
La Policía tomaba las diligencias y desde la esquina más inmediata de la calle, la hermana mayor de Juan Carlos lloraba. Ella estaba ebria y parece llevar el mismo destino que él.


Tentaciones

Por Rafael Espinosa:

No pensé que Juanita fuera tan puta. Ella dice que es “sobandera” por eso los hombres desfilan en su puerta; a otro perro con ese hueso. Lo creyera pero… ¿quién de toda la procesión es el padre de sus tres hijos? Cuentan que les acaricia las manos para leérselas, que les aprieta las piernas con los dedos para desbalagar los nudos musculares y cuando invoca a los espíritus se le traba los ojos y comienza a gemir como vaca recién aliviada.
“¿Es quiropráctica, espiritista o quiromántica?, cuestiona la comadre Raquel que también lavaba ropa, divididas sus casas por un corral de palos delgados.
“Más bien masajista”, suelta Josefa y deja de fregar el jabón, pensativa.
Siguieron enjuagando la ropa. Pero no me pasa, agrega Josefa; cómo le rinde el dinero, gasta poco o gana mucho, pero lo raro no es que sobe o limpie almas, lo extraño es que sólo hombres llegan a buscarla. Y yo bajo el pinche sol lavando ropa y ni siquiera es mía.
“Así es la vida de desbarajustada, digo, de injusta”, reflexiona Raquel, sin ganas de seguir al ver los dos cestos llenos de prendas sucias en el piso.
Pobre su marido, insiste Josefa, estará dando patadas de ahogado en el cielo, si bien le fue, si no ha de estar tramando alguna treta en el infierno con belcebú para moverle la cama por las noches, aunque creo que eso no es castigo, porque todas las noches se la sacuden.
“¿Qué cosa le sacuden, comadre?”, pregunta Raquel.
“La cama, comadre”, aclara Josefa.
Eran las seis de la tarde. Juanita salió a su traspatio, presumiendo su cuerpo envidiable a las comadres lavanderas que fingían no verla. Estaban a unos 20 metros. Lanzó una bocanada de humo del cigarro que tenía en la mano y ofertó sensualmente:
“Necesito una ayudante”
Las comadres intercambiaron miradas.
“No, gracias”, agradeció Raquel.
Josefa esbozó una risa tímida.

El lujurioso de Jardines

Rafael Espinosa * CP. El sábado, Luz estaba dormida en su casa. Entre sueños escuchó que alguien tocaba la puerta y en seguida oyó también susurros. El hombre había entrado con libertad al patio sin corral y estaba parado frente a la diminuta vivienda de madera y cartón, bajo las penumbras de la madrugada.

-Ábreme, no seas tonta... un ratito -murmuró-, soy José, tu vecino.

Luz comprendió que se trataba de José María, su vecino, empleado de Comisión Federal de Electricidad, que en los tiempos de la creación de la colonia Jardines del Pedregal 4ª Sección, hace más de diez años, abusaba de su poder con ayuda de sus parientes para quemar las casas de los habitantes que se negaban a pagar la cuota de vigilancia.

Lo sabía también porque era la tercera vez que él intentaba irrumpir a su domicilio, sin que su esposo Noé le creyera, pues confiaba más en su "amigo" José María que en la mujer que le había dado dos hijos, un niño de nueve y una niña de seis.

-¡Váyase o llamo a la Policía! -le contestó angustiada.

-Si no abres te quemó tu casa -advirtió ahora enfurecido, al tiempo en que comenzó a dar de patadas a la puerta de lámina metálica asegurada con tablas de madera. Luego se fue a buscar un encendedor en su carro que tenía estacionado en la calle, con la música fuerte que sin querer escuchaban los demás habitantes.

Luz, de 32 años, marcó al 066 y pidió patrullas. Daba vueltas en su pequeña sala de tres por cuatro, donde tiene hacinada su cocina y sus dos camas. Miraba a sus hijos dormidos, aunque en realidad no lo estaban porque se mantuvieron impávidos desde el momento en que escucharon los golpes en la puerta.

Mientras que José María, de unos 38 años, entraba y salía como león enjaulado del patio, ella volvió a marcar al 66, donde uno de los ejecutivos le dijo que no se desesperara, que las unidades ya iban para allá.

José María siguió con sus gritos, pateó nuevamente la lámina cuantas veces quiso, mientras que Luz escuchaba asustada, detrás de la puerta, el resuello de un animal grande desbordado de rabia. De tantos puntapiés logró romper la aldaba y se fue contra Luz, quien caminó hacia atrás hasta chocar en una cama, con los brazos extendidos por su instinto maternal de protección a sus hijos.

Se desplazó después un metro y llegó a su cocina, se armó de valor y tomó un cuchillo.

-¡Si no te vas no respondo! -amenazó ella.

-¿Qué me vas a hacer perra? -le retó él y la empujó contra el refrigerador. El cuchillo cayó sobre el piso de tierra, a medio metro de un reproductor de películas despedazado por un zarpazo de José María.

En ese momento la patrulla, parada en la esquina, daba "piquetes" a la sirena para dar con la víctima; buscaba el lote 11, manzana 5, la Calle Granate, entre las Avenidas Ámbar y Ónix, donde minutos antes una mujer había pedido auxilio.

José María corrió a la calle, Luz se incorporó y lo siguió. José María se perdió en la penumbra y Luz se acercó a los policías. Éstos le dijeron que se subiera a la unidad para hacer una ronda en la manzana para que reconociera al sindicado, sin embargo, el viaje fue en vano, porque José María se había ocultado, se supo después, en la casa de un vecino llamado Hugo, a unas cinco casas de ahí.

En ese momento la calle desnivelada por piedras y zanjas parecía mercado de ofertas nocturnas, varios vecinos salieron para enterarse de la novedad.

Cuando ella iba acompañada de policías en la patrulla, Noé, de 40, esposo de Luz, llegó del trabajo desconcertándose por la movilización y fueron sus propios niños los que le contaron el escándalo al que se mostraba incrédulo desde el principio. Durante el barullo los menores se mantuvieron aterrorizados haciéndole creer a su madre que dormían para no aumentar su angustia.

Gabriela Alejandra, quien vive a lado de la casa de Luz, también salió y levantó las sandalias de su esposo José María y delante de todos los vecinos que estaban ahí desacreditó a Luz. "Ya vieron que ella (Luz) es la pleitista."

Cuando Luz llegó a la colonia hace diez años, José María, su esposa y sus hijos, ya vivían en esa casa. Al principio hubo amistad entre ellos, no obstante, un día se acabó cuando Luz le dijo a Gabriela Alejandra que fuera por su marido, quien había entrado sin permiso a su casa y le decía cosas lujuriosas.

Una vez Luz, de buena voluntad y sin malas intenciones, saludó de mano a José María y éste no la soltaba, incluso intentó darle un beso. La acosaba continuamente, de modo que hasta le había dicho que le vendiera su casa, sin que su marido aún no le diera importancia a las quejas de su esposa.

-No le hagas caso -le decía Noé, empleado administrativo del Cbetis 144, quien durante hace años hace méritos para sindicalizarse.

Noé salía muy temprano de casa y llegaba muy tarde, motivo por el cual Luz y sus dos hijos se encontraban solos casi todos los días.

Esa madrugada del sábado 29 de octubre, día en que ocurrió el escándalo, Luz estaba confundida, dado a que unos policías le decían que fuera a estas oficinas y otros a otra. Por fin se acerco a la Fiscalía Especializada en Protección a los Derechos de la Mujer, donde le sugirieron que fuera al Centro Administrativo Las Delicias, sitio en que atendieron su declaración.

Ahí, le dijeron que nada moviera del desastre que había quedado, aunque Luz y su familia instalaron la puerta nuevamente porque no podían dormir en una casa sin puerta. Luz esperó a los peritos todo el sábado y aparecieron hasta el domingo casi al anochecer.

Interesada en su caso, Luz llegó los días siguientes para hacer presión a las autoridades y le pidieron que llegara un lunes cuando el personal no laboró y fue hasta el martes que le dijeron que su caso se había turnado a la mesa de trámite número 12. Enviaron un citatorio a José María para el martes de la próxima semana y el acusado no se presentó.

Libraron otro citatorio para el viernes 11 de noviembre. Ese día José María llegó en compañía de una persona que, dijo, era de su confianza, aunque su declaración la haría por escrito. Ese día Noé y su esposa, ante la presencia del servidor público, le reclamaron personalmente a José María y éste se mantuvo callado todo el tiempo.

El 18 de noviembre, José María llevó su declaración y desmentía todo, inclusive narró que él y unos vecinos convivían en su casa, cuando Luz llegó a molestarlos. Alguien llamó al 066, agregó en el texto.

José María se niega ante los funcionarios a pagar los daños ocasionados en la vivienda de Luz, valorados por los peritos de la Procuraduría General de Justicia de Estado (PGJE) y también niega aceptar que las cosas hayan sido como las cuenta Luz.

Por otra parte, con la mano en la cintura, Gabriela Alejandra, esposa de José María, se jacta de presumir que trabajó mucho tiempo en la PGJE y tiene muchos conocidos.

Podría ser cierto, ya que muchas de las cosas que Luz declaró esa madrugada no se las leyeron a José María en el careo, dijo la denunciante.

-¡Mamita, entonces tienes que ampliar tu declaración! -dijo el funcionario a Luz cuando ella alegó esta anomalía.

Ayer, Luz se presentó nuevamente ante la autoridad y le informaron que José María no está dispuesto a pagar nada, por lo que la citaron con dos testigos hasta el próximo 30 de noviembre para que continúe el proceso.

Al parecer sólo se integró el acta administrativa 3106/CAJ4-2/2011, ni siquiera es una averiguación previa. Los que saben dijeron que los delitos deberían ser intento de violación, allanamiento de morada, agresiones, amenazas, acoso, daños y los que resulten, sin embargo, es evidente la manipulación de la querella.

Jorge Muñoa dijo llamarse el que recibió la declaración de Luz, la madrugada del 29 de octubre. Actualmente el caso está en la mesa de trámite 12, a cargo de Ever Morales. La solicitud de peritaje de los daños es el expediente 2888/2011.

Desde que se acabó la amistad, Gabriela Alejandra ha dicho en la calle: "No sé por qué esa perra vive entre nosotros, por eso los de Villahermosa se están ahogando."

"Gabriela Alejandra piensa que soy de Villahermosa", dijo Luz con un acento del norte de Chiapas, "porque allá habita la mayoría de mi familia, pero soy chiapaneca".

Luz y su familia viven intranquilos por temor a que su vecino tome represalias, mientras tanto las autoridades postergan las citas, se muestran desinteresados en el caso, motivo por el cual los denunciantes desconfían de las autoridades.

Luz pidió a Raciel López Salazar, procurador de Justicia del Estado, poner cartas en el asunto, impartir justicia, castigar al responsable y responsabilizó a José María de lo que le pueda suceder a ella, a su esposo y a sus hijos.

Bebé nació en un taxi


Rafael Espinosa * CP. -¡Si nace tu bebé, ponte valiente, recíbelo! -animaba el taxista al indígena que llevaba a su esposa casi muerta de dolor, acostada en el asiento trasero.

El chofer transitaba de emergencia, en sentido contrario, se pasaba los altos de los semáforos, hacía cambios de luces y tocaba claxon con desesperación para que el tráfico le abriera paso, alentándolo con consejos, de acuerdo con su experiencia como padre de tres hijos.

Sin perder la atención a su camino, nervioso, pero atento al volante, César Trujillo -en soliloquio- oraba para que Juana resistiera llegar al hospital, mientras que Marcelino suplicaba en lengua tzotzil a Dios, que su esposa aguantara los dolores que la hacían sudar frío.

Faltaban quizá diez minutos antes del mediodía, el cielo encapotado apenas permitía el paso de los rayos solares. Cuando más urge desplazarse aparecen más obstáculos en el camino, el tráfico era insoportable, contó César.

Circulaban a prisa, cuando se escuchó el llanto de la nena, en el crucero de la 5ª Norte y 4ª Oriente, rumbo a la Cruz Roja.

La bebé nació alrededor del mediodía, a bordo del taxi con número económico 1449 y matrícula 8509-BHD, casualmente pertenece al sitio de radio-taxis "Unidad Médica del Norte".

-¡Bendito sea Dios! -suspiró César al escuchar el grito estridente de la bebé.

César continuó como un bólido, sin que le importaran los improperios lanzados por los automovilistas. En su trayectoria, una agente femenil motorizada, al saber la noticia, corrió a abrirle paso hasta llegar al hospital anexo a la Cruz Roja.

El taxista llegó tocando claxon, se bajó y avisó a la recepción. La sala de espera se convirtió en un tráfico de mercado; médicos, enfermeras, socorristas, reporteros de guardia y advenedizos se acercaron al vehículo de alquiler.

La nena -envuelta en una chamarra de mezclilla negra-, estaba en los brazos de su madre que sufría los entuertos; su padre, espantado, ayudaba en lo que podía dentro del carro y el taxista, alegre, platicaba la anécdota a los extraños.

La nena fue metida de emergencia al sanatorio, mientras que el médico Juan Carlos Patrinos Gutiérrez, a bordo de la unidad de alquiler, brindaba atenciones a la señora.

El Tsuru fue movido al área de urgencia, donde Juana López Ruiz, de 28 años, fue internada en una cama. Marcelino Pérez Sántiz, de 34, su esposo, con la camisa manchada de sangre, no se despegó de su pareja y tampoco de su primogénita.

-El cordón (umbilical) se cortó solo -contó don Marcelino, quien durante las atribulaciones de su mujer se cambió al asiento trasero del taxi.

Marcelino no daba crédito a lo que había vivido, estaba desencajado, temblaba de emoción y nervios, preocupado también por el importe de la hospitalización y la tarifa del taxista, quien intervino contento que no le cobraría un peso del centro a la clínica.

La recién nacida de signo cáncer, pesó tres kilos y midió 42 centímetros, dijo Lidia Aguilar, enfermera del hospital.

Doña Juana dormía con su suéter rojo y una falda negra que ya no le ajustaba. Al pie de la cama, don Marcelino tenía la camisa blanca con manchas de sangre y en una cuna estaba su nena, alumbrada por un globo de luz.

El médico Juan Carlos Patrinos Gutiérrez informó que el estado de salud de doña Juana era estable, pese a que no tuvo un control clínico durante su embarazo.

La mañana de este martes, Marcelino salió de su cuarto que renta por 500 pesos mensuales desde hace siete meses y dejó a su esposa en buen estado de salud. Se dirigió al crucero de la Patria Nueva, donde diariamente obtiene 30 ó 40 pesos de ganancia por la venta de chicles y cigarros sueltos.

Tres horas y media después, Juana llegó a buscarlo, sentía dolores en el vientre.

Marcelino y Juana, oriundos de San Juan Chamula, tomaron un taxi cuyo conductor era don César Trujillo quien los llevó a su domicilio, en la 1ª Oriente y 4ª Norte del centro de la capital.

Con cierta intranquilidad, Marcelino dejó sus productos en el cuarto reducido y desordenado, incluso el taxista pensó que su cliente ya no saldría de su vivienda, motivo por el cual ingresó y comprobó las condiciones de pobreza de la pareja tzotzil.

-¿Cuánto me cobras un viaje adelante de San Cristóbal o a la terminal? -preguntó Marcelino, ahora más desesperado por las molestias de su mujer.

-Mejor llévala al Hospital Regional -sugirió el taxista, al notar la gravedad de la señora.

Marcelino estaba convencido de que su bebé nacería el 4 ó 5 de agosto, incluso ayer -tal vez por su ingenuidad o por la falta de recursos- pretendía llevarla a casa de sus suegros (a San Juan Chamula) para que él ahorrara, mientras llegaba la hora del alumbramiento.

Marcelino aceptó llevarla al Hospital Regional, sin embargo, en medio del caos vial, el taxista decidió desviarse rumbo al hospital de la Cruz Roja, pero el nacimiento se adelantó unas 20 cuadras antes.

Durante sus 30 años de chofer, César jamás había pasado momentos de angustia como éste, mucho menos había visto subir a dos pasajeros y bajar a tres. A sus 44, ha abordado miles de pasajeras embarazadas, pero nunca había escuchado el primer grito de un recién nacido en su taxi, relató sin contener emoción.

Tres horas más tarde la nueva familia fue llevada en una ambulancia de la Cruz Roja al Hospital Regional "Rafael Pascacio Gamboa". Al parecer no le cobraron, aunque ahora la impaciencia de Marcelino era por el costo de los servicios médicos del Hospital Regional.