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miércoles, 30 de noviembre de 2011

El joven del brazo cortado


Por Rafael Espinosa:
Andrés partió de su casa hacia un lugar que tampoco él conocía, con la esperanza de olvidar su soledad y aunque el peso de su tristeza fue imborrable, aprendió a pescar camarones en alta mar, “globoflexia” y otras actividades en diferentes partes del país.
Andrés empezaba a dar sus primeros pasos cuando sus padres se separaron. Esa vez quedó en casa de su abuela, mientras que Gregorio, su padre, se fue vivir con su nueva pareja que tenía dos niños. 
Al poco tiempo, Gregorio llevó a Andrés a su domicilio, debido a que la abuela estaba mal de salud. Desde esa vez, Andrés compartió el mismo techo con su madrastra, sus dos hermanastros y su padre. 
Don Gregorio y su pareja, María Gregoria, procrearon un nuevo integrante en la familia, no obstante, Andrés se comportó como un niño normal, pero sentía, contó, que sus papás dedicaban más tiempo a sus dos hermanastros y al recién nacido.
Así vivió muchos años con ese resentimiento escondido de celos maternales, que fueron ocultándose de modo involuntario en su conciencia, de tal forma que se le fueron las ganas de estudiar y abandonó el quinto grado de primaria para emplearse en lo que le permitía su edad.
A sus 16, Andrés resolvió viajar a quién sabe dónde, salió de su casa con una mochilla llena de atribulaciones, así como con una rebeldía a flor de piel en búsqueda de una identidad que en su hogar, en la escuela, en los maestros, en los vecinos y en su padre no halló.
Tuvo como primer destino Coatzacoalcos, Veracruz, donde se trepó a un barco bautizado con el nombre de “Plutón”, para pescar camarones en el Golfo de México. Recorrió las costas hasta llegar a un embacadero de Tampico, Tamaulipas, sitio en que se quedó por una falla del barco. Luego siguió su romería de peregrino errante. 
Viajó a Querétaro, a Tlaxcala y a otras ciudades, tratando de olvidar las penalidades de su infancia hasta radicar en la Ciudad de México, donde aprendió la “globoflexia”, cuyas ganancias fueron para su subsistencia cotidiana.
Después de más de un año de andanza, regresó a vivir con su padre y “su familia”, en la colonia Ruiz Ferro, Chiapa de Corzo, cerca del fraccionamiento Vida Mejor de Tuxtla Gutiérrez. 
Actualmente se emplea en el taller de hojalatería “Quiroz”, en la 16 Oriente y 1ª Norte, en la capital chiapaneca, y su padre trabaja de ayudante en el día y vigilante en las noches en una empresa de lavado y engrasado de automóviles, frente al changarro donde él labora.
Alrededor de las once de la noche de este martes, Andrés fue asaltado en la esquina de su centro de trabajo, por dos sujetos que bajaron de un taxi, le rozaron un cuchillo en el cuello y le quitaron 300 pesos y su identificación, recordó.
Aseguró que los delincuentes eran los mismos que lo habían atracado hace unos cinco meses cerca de la colonia Santana, al sur oriente de Tuxtla Gutiérrez, sin embargo, desconoció si fue casualidad o lo andan siguiendo.
Después de regresar de su romería, trabajó también en un lavado de autos por la colonia Paso Limón y en los juegos mecánicos de la Convivencia Infantil, y en ningún lado, reflexionó, ha tenido enemigos. 
Esa noche que los paramédicos le restañaban la sangre del cuello, los policías le preguntaron por las heridas frescas que presentaba a lo largo de su brazo izquierdo; eran unas 12 rayas profundas que fueron creadas hacía unos dos días. En la parte posterior de ese mismo brazo tenía una cantidad similar de cicatrices. 
Con tranquilidad contestó que se las habían hecho los mismos delincuentes anteriormente, sin embargo, ni los socorristas ni los policías le creyeron. La ambulancia y la patrulla partieron y él se quedó presionando con los dedos la gasa del cuello. 
Se dirigió al teléfono de monedas, a unos diez metros del asalto, a donde supuestamente se conducía cuando lo atracaron. Esa noche, Andrés había decidido cuidar la empresa de lavado y engrasado para que su padre descansara en casa.
Después del altercado, Andrés, a través de la bocina, le dijo a su padre que lo habían asaltado, pero que todo estaba bien. Se presumía que don Gregorio estaba desesperado, pero Andrés trató de tranquilizarlo repitiéndole que ya lo habían curado y le pidió que llamara al teléfono del taller, que él esperaría la llamada.
Casi a media noche, don Gregorio llegó al taller para confirmar que Andrés estaba bien.
Al día siguiente, a medio día, el patrón de Andrés, dueño del taller de hojalatería, lo esperaba de un mandado que le había ordenado. Es un negocio sencillo con tres o cuatro carros escarapelados, con techo de láminas y un corral limitado con malla metálica.
El hojalatero comentó que Andrés es bien portado en el trabajo, aunque “después de que sale de aquí no sé cómo se sea”, dijo.  El día que le descubrió las heridas del brazo le regañó, incluso le dio cien pesos que le había pedido para la curación de sus lesiones, sin imaginar la magnitud de las rajadas porque esa vez llevaba el brazo vendado.
Ayer, don Gregorio, en su trabajo de lavado y engrasado, dijo que sabía del problema de su hijo, pero no sabía cómo actuar.
Apenas comenzaba a profundizar en el tema, cuando el jefe del lavado le hizo una seña para que siguiera trabajando, pero prometió platicar más a fondo del tema.
Minutos después, Andrés llegó a la hojalatería de enfrente con una piedra en el hombro, era un tronco que se había petrificado con el paso de los años, dijo su patrón, al tiempo de imaginar que ese tronco o piedra valdría mucho dinero. En ese momento, al ver al reportero de la noche anterior, Andrés trató de cambiar la plática para convencer a su patrón y a otras dos personas que estaban ahí, que en verdad la noche anterior había sido asaltado, pues nadie le creía. 
De hecho ni su padre, ni su madrastra (quien se escuchó preocupada mediante una llamada telefónica que le hizo este reportero), tampoco los paramédicos y los policías, le creyeron que las heridas del brazo hayan sido provocadas por delincuentes en un asalto, por el número y el orden de las cortadas, y ponen en duda aún que el corte del cuello también haya sido en otro atraco.
Instantes después, fuera del taller de hojalatería, Andrés reconoció que él mismo se tasajeó el brazo, incluso con la seriedad y la paciencia que demuestró, es imposible creerlo. Dijo que algunas veces se había lesionado en estado de ebriedad y otras sobrio. Inclusive, descargó su lastre depresivo infantil y sin titubeos comentó lo que piensa cada vez que se autoflagela.
—Pienso en todo lo que me ha pasado en la vida —resumió, recostado sobre el tallo de un árbol umbroso—, de niño me sentía mal cuando mi madrastra sólo abrazaba y atendía a mis tres hermanastros.
—Creo que es resentimiento, soledad, angustia… todo —. Se le quiebra un poco la voz.
En ese momento su padre lavaba un camión de pasajeros con una manguera a presión, en el taller de enfrente.
Recientemente Andrés conoció a su novia en la cuadra de su trabajo. No se ha ido, dijo él, porque ella se lo pide. 
Sabe muy bien que sus padres, su novia y mucha gente lo quiere, sin embargo, la sombra de ese desastre emocional de años no lo deja vivir en paz.

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