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sábado, 26 de noviembre de 2011

El ocaso de un adicto

Rafael Espinosa * CP. Nadie creía que Juan Carlos había muerto, mucho menos su madrastra que al momento de saber la trágica noticia abandonó la preparación del pescado para su comida, solamente para comprobar que en la banqueta de su casa estaba el difunto.
Todos los vecinos y hasta su propia madrastra sabían el destino de Juan Carlos; sin embargo, jamás pensaron que fuera tan pronto, pues bajo el calor insoportable del miércoles lo habían visto caminar y gritar a media calle, perdido en los efectos del alcohol.
A la edad de 17, Juan Carlos Arévalo Gutiérrez comenzó a consumir en exceso bebidas embriagantes, de tal suerte que lo internaron en repetidas ocasiones en un albergue especial para alcohólicos, no obstante, recaía con más ímpetu.
Su padre, Pakín Arévalo Castellanos, muerto hace tres años por una enfermedad incurable en los pulmones, fastidiado por el vicio de su hijo, un día resolvió -con el dolor de su alma- encadenarlo de un pie a una de las patas de la cama para detener su adicción. Duraba amarrado hasta dos meses, le daban de comer y de beber sanamente, pero cuando lo soltaban se iba a la calle y se perdía nuevamente en sus delirios causados por el aguardiente. Su padre renunció a esta medida, pues se convenció de que no funcionaba.
A sus 30 años, durante los últimos días de su vida, Juan Carlos se había internado por su propia voluntad en un centro de rehabilitación de Terán, cerca de su domicilio, incluso hacía un mes que había salido sin lograr vencer los demonios de la ansiedad.
En tanto, Yolanda Cabrera Luna, de 40 años, su madrastra, estaba más contenta que desapareciera meses metido en un albergue que tirado en la calle ahogado de alcohol, pero esos anhelos fugaces no eran más que simples ilusiones.
A pesar de que en ocasiones era conflictivo, los vecinos del barrio se habían acostumbrado a sus arrebatos de locura, de tal manera que nadie le hacía caso mientras él mentaba madres a media calle.
A Yolanda no se le hizo extraño, ese día en la mañana, que Juan Carlos estuviera dormido al pie de la puerta de su casa, pues también a veces dormía en la banqueta de a la vuelta. Ella había perdido las esperanzas de que su hijo se regenerara, después de que éste tenía 13 años de una vida licenciosa.
Desde hacía algún tiempo, Yolanda había dejado de preocuparse de que su hijastro  durmiera fuera de casa, dado que había días en que no llegaba, además significaba un peligro inminente para ella que vivía sola.
Ayer temprano, Yolanda fue a comprar al mercado, incluso brincó a Juan Carlos que estaba tendido en la puerta, durmiendo a sus anchas, como lo hacía siempre. Ella notó que su hijastro roncaba.
Regresó y comenzó a preparar el pescado en la cocina de su casa, cuando los vecinos corrieron a avisarle que Juan Carlos estaba muerto. Sin dar crédito a la noticia y sin dar la razón a los vecinos, esperó que especialistas en primeros auxilios confirmaran la tragedia.
Cuando ella fue al mercado quizá escuchó los estertores de la agonía y no los ronquidos de sueño de Juan Carlos.
La Policía tomaba las diligencias y desde la esquina más inmediata de la calle, la hermana mayor de Juan Carlos lloraba. Ella estaba ebria y parece llevar el mismo destino que él.


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