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domingo, 27 de noviembre de 2011

Muere sepultado un obrero


Rafael Espinosa * CP. Cuando trabajaba en una obra pública, un peón murió sepultado la tarde de este miércoles en las inmediaciones de la colonia Las Granjas, al norte de Tuxtla Gutiérrez, debido al derrumbe intempestivo de una zanja.
Antes de su muerte, don Gustavo, de 53 años, tenía agruras del desayuno de las nueve de la mañana. Eso le dijo a Ramiro Maldonado, diez años mayor que él, compañero inseparable de trabajo, cuando juntos estaban dentro del surco de tierra de dos metros de profundidad.
Parecía un día normal para los cerca de 15 obreros que estaban ocupados en una obra pública de drenaje, en la calle Michoacán y avenida Sinaloa, donde a las 13:20 horas de ayer, ni siquiera se escuchó la caída intempestiva del lodo.
Ramiro y Gustavo compactaban la tierra para asentar el tubo de drenaje; sin embargo, apenas vieron que la tierra se les vino encima. Ramiro corrió hacia la parte alta, incluso su pala que arrastraba quedó prensada. Gustavo, involuntariamente, corrió al fondo de la oquedad donde cayó el montículo mayor. Desapareció por completo.
Sus compañeros, contaron después, se ataron. No sabían si cavar con palas la tierra derrumbada, usar la retroexcavadora o simplemente esperar a las autoridades, porque desconocían el sitio exacto donde estaba el cuerpo.
El precavido trabajo de excavación fue apoyado por los agentes de Protección Civil. Al fin descubrieron el cuerpo de don Gustavo. Ya no tenía señales de vida, tenía el abdomen abultado, sin que se supiera si era por el golpe o simplemente porque era de estómago pronunciado.
Más tarde, ni siquiera su familia sabía de la tragedia, pero el cardumen de vecinos se movía para observar mejor el cadáver que alguien había tapado ya con una manta tejida de color azul, sin que respetaran el acordonamiento que las autoridades habían rodeado.
El cerco de gente se dispersó por orden de la fiscal del Ministerio Público, Adriana Estudillo Náñez, quien había llegado con otra compañera de oficio. Unos obreros estaban sentados en montículos de tierra, abatidos por la noticia.
Jorge Ramón Bonifaz Domínguez, de 28, con la camisa de "Ingeniería Integral de Chiapas, SA de CV", quien se supo después era supervisor de la obra, estaba junto a la retroexcavadora, luego se cambió de lugar, en espera que alguna autoridad lo llamara o que la familia se acercara a él.
Guillermina Calvo Bautista, de 64 años, esposa del finado, se privaba en llantos. Un momento la sentaron en una silla que alguien aproximó frente al cadáver tapado; sin embargo, nadie soportó su tristeza y decidieron moverla a otra parte.

"Hace poco fue mi hijo y ahora...aayyy", lloraba mientras una señora le daba a que oliera un algodón mojado de alcohol.
Un grupo de tres peones platicaba, a unos veinte metros del muerto, sobre la bóveda de un dren pluvial reciente. Comentaban que don Gustavo era una buena persona, risueña y trabajadora, inseparable de don Ramiro, el sobreviviente. Nadie daba crédito a la tragedia. Si apenas hace rato habían albureado con él, como acostumbraban.

"Mi amor, te quiero", bromeó don Tavo a José Luis, un muchacho flaco, de espalda encorvada y abdomen fruncido.

"Te amo, digamesté, jajaja", le contestó José Luis, cuando se toparon. Y siguieron trabajando.

Con el paso de los minutos seguía llegando más gente que no le importaba franquear los escombros, mientras que don Ramiro, que había ido a la tienda por un refresco, no salía de su incredulidad. Estaba a unos metros del grupo de tres obreros.
"Me salvé, si también estaba ahí", dijo don Ramiro de piel curtida, cuya cachucha con insignias del "Ché Guevara" y la frase célebre "Hasta la victoria siempre", permitía ver su cabello entrecano. De estatura baja, delgado, arropado de obrero y huaraches.
Cerca de las cuatro de la tarde, cada quien empezaba a tomar su camino. Los agentes de servicios funerarios rodeaban como tiburones a los hermanos -de edad avanzada- del finado; la dama advirtió a los vendedores que ella ahora no sabía qué hacer, pero que agradecía el ofrecimiento, además les dijo que entendieran, pues sabían el momento que estaba pasando.
Jorge Ramos, supervisor de la obra, prometió a la familia costear los funerales. Otro hombre, empleado o dueño de la constructora, quien llegó casi a las cuatro de la tarde, también ofreció el apoyo, incluso habló con los dolientes.
Don Ramiro estaba preocupado porque le ordenó la Fiscal que fuera a declarar, sin embargo, su sobrino, un adolescente, lo animó diciéndole que sólo diría lo que vivió. Don Ramiro fue acompañado por el supervisor de la obra, mientras que algunos de los desconsolados regresaron a sus domicilios y otros iniciaron los trámites para reclamar el cadáver.
Todos bajaron las herramientas, se suspendió el día laboral y la calle quedó quieta, sólo con el recuerdo de la vida de un hombre que le gustaba trabajar, bromear, y que había desayunado placenteramente por la mañana, al grado de que sintió agruras cuando trabajaba dentro de la zanja, donde fue sorprendido por la muerte.

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