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miércoles, 30 de noviembre de 2011

Anticuario se resiste al olvido




Por Rafael Espinosa:

A sus 97 años, don Noé Palacios navega monótonamente en su anticuario atiborrado de vetustas curiosidades y de recuerdos empolvados. Entre baúles cortesanos, figuras francesas de resina, relojes de pared, monedas porfirianas, timbres antiquísimos, quinqués de petróleo, libros de materias y teléfonos de época.

Los años no han pasado en vano, pues le han atrofiado las piernas y utiliza una andadera para desplazar su cuerpo escuálido. Sin embargo, mantiene intacta la lucidez, la soltura de su voz gutural, la mirada invicta detrás de sus anteojos y, de vez en cuando, la charla jocosa.

Ayer estaba sentado en una silla de madera, con la mirada clavada hacia la calle, con las manos sobre las rodillas, envuelto en ese mundo de estantes y vitrinas y otros cachivaches que lo rodean.

-Tiene que hablarle fuerte, casi no oye -recomienda su hijo que está en la zona contigua.

Es el mediodía y don Noé, profesor jubilado, está arropado con un pantalón raso café, guayabera blanca y sandalias de cuero cocido. Tiene la barba de días, los dientes gastados por el tiempo y unos lentes de armazón rojo con micas verdes.

Como cualquier ciudadano es un poco desconfiado. Pide al reportero identificarse. Toma el gafete con sus manos temblorosas y se pierde un rato mirándolo detenidamente. Después de complacer sus inquietudes, se suelta con la historia de su oficio.

De sus memorias arranca recuerdos estancados en el tiempo, como si fuese un bibliotecario que sabe el lugar de cada libro que busca. Recuerda claramente que nació en Medio Monte, Tuxtla Chico, en 1915.

Su local es una empresa muerta, lamenta. "La llegada de las casas de empeño a la capital nos llevó a la tristeza, todo lo llevan a los Montepío." Para colmo, hace años, comenta, le robaron una colección de monedas de plata porfiriana que a la fecha valdría unos dos millones de pesos; no obstante, tiene sospechas, pero "es un secreto de familia, merece discreción", dice.

El día del robo, su esposa Carmen, 18 años menor, se puso a llorar; él se aguantó. Esa vez doña Carmen le dijo que dejara el negocio, pero se empeñó en continuar porque es herencia familiar cuyo padre vivía encantado por la numismática, la filatelia, bártulos y oropeles.

Decepcionados por el robo, se irían a un rancho que compró en sus tiempos de gloria, por el rumbo de San Fernando, para vivir la senectud en pareja, pero se contuvieron.

Desde niño, cuenta, también aprendió de su padre a coleccionar trompos, canicas, revistas infantiles, entre otros juguetes, y conforme pasaron los años se interesó por antigüedades de adultos hasta lograr ser uno de los fundadores de compra y venta de curiosidades en la capital.

Durante su actividad como profesor tuvo una vida itinerante en distintos municipios de la Costa y Centro de Chiapas. Fue nombrado Secretario de Fomento y Construcción de la Secretaría Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE), en Chiapas, a través de la cual, junto con otros compañeros, logró obtener 126 lotes para el mismo número de maestros, en un terreno anteriormente ocupado por un campo de aviación, donde hasta la fecha tiene su local, en la Colonia Magisterial.

Incluso, presume que durante la inauguración de la Colonia Magisterial, tuvo el orgullo de recibir en su casa al otrora presidente de la República, Gustavo Díaz Ordaz, quien fue recibido por los funcionarios de primer nivel del ex gobernador de Chiapas, Samuel León Brindis, durante el periodo de la transición de la Sección 37 a la 40.

Le gustó un poco la política, aunque su padre decía que "la política es como la mierda, entre más se mueve más apesta".

Actualmente su negocio tiene 39 años y todos los días se sienta en la misma silla, junto al único teléfono en servicio. Vive encajado entre dos mil 300 libros y enciclopedias, entre mostradores que incómodamente permiten su paso.

Hace años compró cada libro en 100 pesos y ahora los vende en 30. "Para que vean qué tan mal está el negocio", reflexiona levantando su brazo plagado de manchas seniles que contrasta con su reloj plateado.

-¿Cuál es la pieza más antigua que tiene?

-No sé; es como si me preguntaras quién es la mujer más bonita de Tuxtla -reflexiona con cierta picardía.

Timbra el teléfono, levanta el auricular y no entiende, le grita a su hijo, que está en el vestíbulo, para que conteste. Su hijo cuelga y le dice: preguntaban por uniformes. ¡Qué equivocado está!, repone enfático don Noé.

Pierde el hilo de la plática y pregunta: en qué íbamos. Enmienda la charla y cuenta que se casó tres veces y tuvo varios hijos. "Cuando joven es uno muy travieso, ya usted sabe", revela con su voz pastosa.

Se levanta, se apoya en su andadera, camina entre lámparas viejas, balanzas, cantimploras colgadas y cuadros deteriorados, pasa frente a una vitrina con cámaras fotográficas de antaño hasta llegar a la antesala donde su hijo sostiene una conversación con alguien a través de su teléfono celular.

Involuntariamente don Noé posa junto a una estatua francesa que, dice él, representa la vanidad, mientras que en el extremo opuesto, bajo un arco de ladrillos barnizados, está la que dignifica la humildad.

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