Vistas de página en total

miércoles, 24 de agosto de 2022

La impaciencia de Juan Carlos antes de morir

 



Rafael Espinosa / Horas antes de la tragedia, Juan Carlos sorteó varias premoniciones excepto subirse al colectivo que lo llevaría a la muerte. Ese lunes aciago, estaba afligido de manera inusual. En su pequeña tienda de abarrotes habían acabado algunas cosas, por lo que dijo a su esposa que iría al centro de la ciudad para abastecerse de pan y galletas que hacían falta. Sin embargo, su esposa repuso que iría ella.

 

—No, quédate, voy a ir yo —insistió hasta convencerla. Se cambió de ropa, con la misma impaciencia con la que había amanecido.

 

Iría en su coche que había comprado tras vender su motocicleta hacía una semana. No obstante, el coche estaba fallando, además el camino estaba lleno de lodo tras las lluvias intensas de los últimos días.

 

Fue entonces que decidió ir al centro en colectivo cuya ruta pasa a una cuadra de su casa. A decir verdad, casi nunca usaba el colectivo.

 

Rumbo a la parada se topó a su sobrina quien trató de convencerlo a que se quedara a una junta de la colonia, pero Juan Carlos llevaba encima esa prisa inusual que a la sobrina también se le hizo extraño. Al fin tomó el colectivo.

 

Casi al medio día, cuando Juan Carlos venía de regreso a la colonia Rivera Guadalupe, al sur poniente de la capital, donde tiene su casa, ocurrió la tragedia.

 

Su padre, Juan Carlos, un hombre de edad avanzada, pero de buenas hechuras, compraba en una refaccionaria automotriz, no obstante, alguien veía la transmisión de un fatal accidente en las redes sociales. Se acercó a ver y observó que era un colectivo de la ruta 115 que su familia acostumbra a utilizar. De pronto, cambió de semblante y salió afligido con un presentimiento que le anudaba la garganta. Se dirigió rumbo al crucero del Bulevar Belisario Domínguez y Calzada 28 de agosto, a unas cuadras de ahí, donde reportaban la tragedia.

 

Recuerda que había un tráfico inmenso, de esos que se trasponen cuando más prisa tienes, dice. De modo que dejó el carro a unas cuadras y comenzó a correr en la medida que le permiten sus años. Cuando llegó había una cinta de acordonamiento de la policía. Estiró el cuello varias veces, detrás de la banda, hasta que reconoció la ropa y las botas de su hijo. Nomás agachó la cara y se pasó la mano en los cabellos. Efectivamente, era su hijo. Juan Carlos, de 45 años.

 

Ana Gabriela, hermana de Juan Carlos, estaba en su centro de trabajo, en un laboratorio de análisis clínicos. De pronto, recibió la llamada que la puso en un estado galvánico.

 

Este martes por la tarde, Juan Carlos yacía en un ataúd rodeado de flores y coronas, mientras fuera un par de carpas soportaban la ligera lluvia de agosto. La gente se protegía de la llovizna, bajo los toldos, entretenida con el recuento de la tragedia y rememorando, entre suspiros, las cualidades del difunto. 

 

Este miércoles, a las 10 de la mañana, el cuerpo de Juan Carlos será enterrado en el panteón de la delegación Terán.

 

En Rivera de Guadalupe, una colonia apartada de la capital, también velaban a la señora Flor de María García González, de 50 años, muerta también el accidente. El chofer del colectivo, identificado con el nombre de José Luis Alegría Hernández, también vivía en la colonia, sin embargo, cuentan, él y sus padres partieron en cuanto supieron de la tragedia.

 

 

Xxxxxx

Nota: El accidente ocurrió el lunes 22 de agosto, a mediodía, cuando presuntamente el colectivo se quedó sin frenos y salió de la cinta asfáltica. Hubo dos muertos y más de 10 heridos. Del chofer nada se sabe. Ni el concesionario ni la aseguradora se hicieron responsables.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

miércoles, 2 de marzo de 2022

Señor, hágase tu voluntad




Rafael Espinosa / Cuando a su esposo le dio Covid-19, la última opción era internarlo en la Clínica Polifórum de Tuxtla Gutiérrez, porque decían: La gente que entra ahí, sale muerta.


Doña Eunice agotó sus ahorros en la atención médica particular de su esposo, Luis Alberto, quien seguía sintiendo que le hacía falta el aire y no le bajaba la temperatura, solo entonces quedó viéndolo en la cama, preguntándole con la mirada: ¿Y ahora qué hacemos? 


—Pues, en nombre de Dios, llévame —alcanzó a decirle.


Así fue que lo internaron en la Clínica Covid del Polifórum, a finales de agosto del 2021. 


El calvario de doña Eunice había comenzado meses antes cuando se incendió su casa y luego por la muerte repentina de su abuelo, por eso cuando le informaron días después que su esposo sería intubado, se desmayó con el teléfono en la mano.


Desde entonces todos los días esperaba fuera del hospital y con el trauma de que el cuerpo amortajado, que sacaban casi todos los días, no fuera el de su marido. 


—¿Y cómo sigue mi esposo? —preguntaba.


—Hemos hecho todo lo humanamente posible —le contestaban—, tenga fe y ore mucho por él.


En ese tiempo, doña Eunice empezó a hacer conjeturas del origen del contagio y recordó que, acompañado de su esposo, había visitado a su padre que sufría de un malestar que terminó siendo cáncer en el hígado. Esa vez mientras llevaban a su padre al doctor, se mojaron y fue el pretexto para que comenzaran con resfriado. Un tío que estuvo con ellos, se supo después, se había contagiado de Covid. 


Ahí se desató todo, porque más tarde confirmaron oficialmente que eran positivos de la enfermedad, sin embargo, el más grave fue Luis Alberto. El padre de doña Eunice murió tres días más tarde, a causa del cáncer, después de que internaron a Luis Alberto. Doña Eunice logró recuperarse.


En noviembre, tras 65 días de estar internado y sedado en la Clínica, le entregaron a su esposo con una traqueotomía y efectos postcovid, sin esperanza de vida salvo un milagro de Dios. Con ayuda de amigos y conocidos, logró hospitalizarlo en el Seguro 5 de Mayo, donde lleva nuevamente más de 70 días en cama.


A causa del prolongado tiempo de postración, don Luis Alberto Cipriano, de 38 años, ha perdido más de 35 kilos, no se mueve, le han salido llagas en la espalda y el talón, y doña Eunice Barrios ha aprendido a leerle el movimiento de los labios para comunicarse con él.


—Quiero estar con ustedes —logró entenderle la última vez.


A pesar de todo, doña Eunice no reniega de Dios, ni se cuestiona: ¿Por qué a mi, Dios mío? Al contrario, dice, Señor, hágase tu voluntad. Cierra los ojos y se pone a orar.


—Sé que Dios tiene un propósito para mi, para mi esposo y para mis hijos. Sé que después de la tormenta viene la calma —dice con fe y resignación.


Por las noches, doña Eunice se queda pensando en sus múltiples deudas, en sus tres niños, en sus 13 años de matrimonio, sin despegar la mirada del cuerpo inmóvil de su esposo.


NOTA: Si alguien desea apoyarla, este es su número de celular: 961 380 1130

Así lo vivió un paramédico




Rafael Espinosa / Con el ulular de la sirena, la unidad de rescate urbano se abrió paso entre la larga fila de vehículos varados y en un retorno cercano al accidente entró en sentido contrario para llegar más pronto al auxilio. 


Minutos antes, el reporte al 911 había saturado las líneas de emergencia. 


Al no haber ambulancia disponible en la Cruz Roja, Carlos, en compañía de un joven socorrista, tomó la unidad de rescate urbano conmovido por las voces insistentes que hacían el reporte desesperado.


En el camino se imaginaba de mil maneras la magnitud del accidente, incluso la forma en que debía atender a los pacientes con la experiencia de sus 16 años de servicio como paramédico.


—Esto ya valió… —se dijo al estacionarse frente a la tragedia, en el tramo Chiapa de Corzo—Tuxtla Gutiérrez, a unos metros del río Grijalva.


Había un tráiler volcado debajo de un puente peatonal. Mucha gente alborotada por todos lados y muchos vehículos varados. No eran peregrinos, como decían en el reporte; eran migrantes, se supo después. Se bajó de la unidad, seguido por su compañero, y empezó a caminar con ligereza y atento en el área.


Aquello era algo que no había visto en su vida; cuerpos mutilados, sin una pierna o sin un brazo, cabezas aplastadas y sobrevivientes que se quejaban bajo bultos de gente muerta. 


Con la unidad de rescate urbano no se podía hacer mucho. 


Ya había una ambulancia de la Cruz Roja de Chiapa de Corzo, cuyos paramédicos, jóvenes, se veían afectados por la magnitud de la tragedia y porque la gente estaba desesperada de que atendieran a todos los lesionados al mismo tiempo.


—Bájate las lonas —le dijo Carlos a su compañero mientras llegaban más ambulancias.


Eran tres lonas que Carlos y su compañero tendieron sobre el pavimento para realizar el triaje (selección de pacientes, de acuerdo a su gravedad). Como la gente quería ayudar, a pesar de que le dijeran que no, finalmente Carlos les dijo: 


—En la verde pónganme a los que puedan hablar y tengan solo golpes corporales; en la amarilla traigan a los que tienen fractura de brazo o pierna; y en la roja a los que no hablen y estén agonizando.


El accidente rebasó la capacidad local de atención, de tal manera que asistieron unidades de Ocozocoautla, Jiquipilas, Cintalapa, San Cristóbal, entre otros municipios, cuyas ambulancias tardaron en llegar por la distancia de donde procedían y el tráfico para llegar al área de la tragedia.


Otra de las dificultades fue que en una ambulancia solo pueden trasladar a dos pacientes; uno grave y otro crítico, pero estable, ante los más de 100 migrantes accidentados que había.


Conforme pasaron las horas, llegaron grupos de paramédicos voluntarios y enfermeras de hospitales públicos, a canalizar a los pacientes mientras llegaba una y otra ambulancia, de tal manera que hubo momentos en que nada se podía hacer. Fue cuando la gente más se desesperaba.


—Pero de pronto, se hizo el caos —recuerda Carlos.


La gente lo jalaba para todos lados cuando hacía el triaje con su compañero.


—¡Joven, allá hay uno grave, vaya atenderlo! —le decía uno. ¡Joven allá está otro agonizando!, le decía alguien más. 


Se hizo un desorden de modo que cuando los paramédicos iban a la lona roja para traer a un paciente grave, la gente ya había subido a la ambulancia dos o tres heridos. Querían ayudar, pero en realidad atrasaban el trabajo, el protocolo de atención.


Fue entonces cuando Carlos se subió a la unidad de rescate urbano y habló en altavoz:


—¡Por favor… dejen hacer su trabajo a la gente que sabe de atención a emergencias! Repito: ¡Dejen hacer su trabajo a los paramédicos!


Así fue que la atención al accidente “recobró el orden”, recuerda Carlos, a un mes de la tragedia que dejó un saldo de 57 muertos y más de 100 migrantes heridos.


A pesar de todo, dice, ninguno de los lesionados murió en el lugar del accidente.


Como paramédico, Carlos está preparado para situaciones adversas, pero esto estaba más allá de lo que había visto en su vida. Aunque la tragedia lo conmovió, siempre se mantuvo estoico para transmitir valentía a su compañero quien asistió a terapia sicológica, junto a otros que estuvieron en el lugar, para superar aquellas imágenes de terror.


Así lo contó Carlos Mario Gallegos, de 31 años, quien un día es mecánico automotriz y otro se dedica a salvar vidas como paramédico de la Cruz Roja.

¡Jefecito, échenos la mano, por favor!: migrante a un vecino




Rafael Espinosa / Don José Antonio estaba parado en la orilla de la carretera; esperaba a su esposa que vendría en un taxi del municipio de Bochil. Sin embargo, después de unos minutos, decidió irse a su casa, en una calle privada, a unos 50 metros del tramo Chiapa de Corzo-Tuxtla Gutiérrez, donde ocurrió la tragedia.

 

Eran alrededor de las tres de la tarde. Mientras llegaba su esposa, fue por una carretilla y herramientas que ocupa regularmente para arreglar su casa, como acostumbra en sus ratos libres. Estaba a punto de comenzar a trabajar cuando llegó su esposa en el taxi que se estacionó enfrente de su domicilio.

 

Bajaron las cosas y el taxista se retiró. Apenas subían las gradas del patio, porque su casa está en un terreno en desnivel, cuando escucharon un fuerte estruendo, como si fuera un bombazo. Ambos se quedaron viendo.

 

—¿Lo escuchaste? —le preguntó su esposa, sorprendida.

 

—Sí —repuso él sin inmutarse, es un choque; acostumbrado a escuchar accidentes en la zona.

 

—Se escuchó muy fuerte —añadió ella con una mala corazonada. ¡Vamos a ver!, exclamó.

 

Ambos salieron tan rápido que ni la puerta del patio cerraron. Fueron hacia la carretera y se encontraron con el tráiler volcado y mucha gente revuelta alrededor. Conforme se acercaron, vieron a personas tiradas en el suelo, que más tarde sabrían eran migrantes. Algunos pedían agua, otros se quejaban de dolor, decenas estaban exánimes dentro de la caja del tráiler. Muchos corrieron despavoridos a distintos lados.

 

Automovilistas se paraban para ayudar a los heridos. Se hizo un caos en fracción de segundos, recuerda.

 

Su esposa no aguantó más y se puso a llorar.

 

Don José Antonio le dijo: ¡Vente, vamos a la casa! Planeó dejar a su esposa en la casa y traer agua para los heridos. Al llegar a su hogar, vio a tres desconocidos en el patio, adoloridos y quejumbrosos, quienes seguramente entraron al ver la puerta abierta. Son migrantes, pensó, relacionándolos con el accidente.

 

—Y ustedes, ¿qué hacen aquí? —los reprendió.

 

—Jefe, ayúdenos, por favor —suplicó uno de ellos.

 

 

—No puedo. Los puedo ayudar llevándolos a la ambulancia. No quiero meterme en problemas. 

 

De pronto, escuchó ruidos y solo entonces cayó en la cuenta de que habían 12 más, amontonados en su baño.

 

Se armó de valor y tuvo que hablarles más fuerte.

 

—¡Se van de mi casa, por favor! —les advirtió.

 

—¡Jefecito, échenos la mano, por favor! —imploró uno de ellos al tiempo en que se ponía de rodillas en el patio.

 

Aunque lo habían conmovido, endureció su corazón. ¡Váyanse de aquí, por favor! 

 

Los encaminó a la salida de su casa. Algunos se fueron a los domicilios vecinos de donde también los corrieron para evitar problemas con la autoridad. Otros se ocultaron en un ligero barranco con árboles, al final de la privada, de donde salieron más tarde porque no aguantaron los dolores de cuerpo, regresándose al lugar del accidente para subirse a una ambulancia.

 

Otros migrantes subieron la cuesta, hacia el parque de la colonia El Refugio, para reunirse con sus compañeros que huyeron despavoridos. De ellos nada de sabe. 

 

--*--*--

 

Este martes, cinco días después de la tragedia, donde murieron más de 50, un altavoz rompió el silencio de la colonia el Refugio:

 

—¡Atención, atención!... Este es un servicio social. Se busca a Richard Levi Ordóñez Guarcas. Su mamá y su abuelo, vinieron de Guatemala, lo buscan en este aparato de sonido.

 

Doña Nicolasa y su padre, de 64 años, viajaron más de 20 horas, de Guatemala a Chiapas, México, en busca de Richard Levi, de 17 años, quien iba en el tráiler, asegura. 

 

NOTA: Doña Nicolasa lo ha buscado en hospitales y en las oficinas migración sin que tenga noticias de él. Más tarde se supo, la señora recibió el cuerpo de su hijo; había muerto en el accidente.

Relato de un sobreviviente




Rafael Espinosa / Antes de salir de Guatemala, don Ciriaco tuvo que convencer a su esposa durante más de una semana para irse a Estados Unidos. 


—Prefiero que estés aquí antes de que te pase algo —le dijo su esposa. Ella sabía de la falta de dinero, pero pensaba en su esposo y en sus cuatro hijos, más en el recién nacido. 


—Aquí, como quiera, la vamos pasando —añadió.


Don Ciriaco también pensaba en su familia, sin embargo, sentía vivir en un pantano económico, porque ganaba 300 quetzales semanales (unos 800 pesos MXN) en una panificadora y pagaba 1,000 (alrededor de 2 mil 700 pesos MXN), por la renta de su casa. Con la misma rutina de siempre, levantarse a las 3 de la mañana, descansar una hora y volver al trabajo hasta salir a las 11 de la noche, sin ver rendir el salario.


—Nomás en cuanto llegue, te enviaré dinero; vas a ver que nos va ir bien —le animó a su esposa. 


Don Ciriaco insistió hasta convencerla. Pidió prestado 90 mil quetzales (unos 240 mil pesos MXN); y el miércoles 8 de diciembre, a las 4 de la madrugada, salió de su casa, de Cubulco, Departamento de Baja Verapaz, Guatemala, sin saber que 35 horas más tarde viviría la tragedia de su vida.


Se reunió con el amigo que lo había encandilado en el viaje. Cruzó la frontera de Guatemala hacia México; se reunió con más gente que tenía el mismo destino; llegar a Estados Unidos. 


No sabe cuántos pueblos del estado de Chiapas, México, haya cruzado, dice, solo sabe que, junto a más de 150 personas, durmió hacinado en una casa de donde lo recogieron en un trailer casi al medio día del jueves, 9 de diciembre.


Con su mochila al hombro, don Ciriaco sintió un mal presentimiento antes de subirse a la caja del tráiler y solo entonces recordó la advertencia de su esposa. Sin embargo, después de unos segundos, resolvió treparse al remolque, pensativo.


Durante el viaje, cuenta, unos iban parados, otros sentados. Cuando se cansaban, se alternaban voluntariamente. En una de esas que le tocó sentarse, conoció casualmente a otro migrante de su municipio, de Cubulco, evangélico como él, a quien le contó de sus presentimientos.


—Ojalá no nos vaya pasar algo malo —le dijo.


—¿Por qué lo dices? —.


—No sé –repuso Ciriaco.


—No andes pensando en cosas malas, mejor oremos para que Dios nos proteja —le exhortó el muchacho, de unos 23 años, de quien no sabe si está vivo o muerto.


Antes de la tragedia, Ciriaco sentía que el tráiler circulaba rápido y parecía que todos lo sentían también, dice, porque todos estaban más callados que de ordinario y lograba percibir la contracción de los cuerpos, como cuando presagias un peligro por la velocidad, recuerda.


De pronto, relató, el remolque dio vuelta y se escuchó el golpazo. En penumbras, caí sobre otros compañeros y perdí la conciencia por un momento. Cuando abrí los ojos entró una claridad de las compuertas que se abrieron con el impacto. Algunos que viajaban hasta atrás, salieron disparados. Los que murieron, supongo, dice, eran los que iban al inicio de lado izquierdo de la caja, donde el remolque recibió el golpe más fuerte.


—Todo fue tan rápido –dice. De pensar que mi sobrino no vino conmigo, porque no consiguió dinero para que viajara.


Hoy, en la Cruz Roja de Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, México, Ciriaco tiene el brazo izquierdo entablillado y fracturas de las costillas 5 y 6 del mismo lado. Ahí, junto a él, están más de 30 pacientes de distintas nacionalidades, principalmente de Guatemala, y hay decenas de heridos más en otros hospitales de la capital chiapaneca. 


De acuerdo con el reporte oficial, se registraron 55 muertos y 105 heridos, hombres, mujeres y menores de edad. Se dice que viajaban más, pero que huyeron despavoridos en las colonias aledañas de donde ocurrió el accidente, en el Refugio, en el tramo Chiapa de Corzo-Tuxtla Gutiérrez, Chiapas.


Inmediatamente después de la tragedia, cuenta, le llamó a su esposa.


—Juana… me accidenté —le dijo.


Su esposa comenzó a llorar.


—No te llores, estoy vivo.


NOTA: Fuentes oficiales informan que el tráiler habría salido de San Cristóbal Chiapas, con destino a Puebla.

Panadero pierde su patrimonio




Rafael Espinosa / A don Marco se le juntó la desidia, la desorientación, su analfabetismo y su ingenuidad, para perder su patrimonio. 


Don Marco, panadero de 71 años de edad, oriundo de Oxchuc, llegó a la capital chiapaneca desde que era adolescente. Aprendió a hacer pan y a eso se ha dedicado toda la vida. 


Hace diez años, rentaba un local en la colonia Adonahí, al norte de la capital, donde conoció a Javier Ortega Villatoro, un hombre que pasaba casi todos los días a comprar pan y se tomaba un refresco, porque vivía a unas cuadras de ahí. Fue así que Javier se ganó la confianza de don Marco.


Un día, don Javier le dijo a don Marco: “Le vendo mi casa para que no rente usted aquí”.

Don Marco, acompañado de don Javier, fue a ver la casa, era una pequeña vivienda en obra negra. Al poco, cerraron el trato en 300 mil pesos.


Don Marco le dio 150 mil en efectivo y el resto se lo pagaría en abonos quincenales en la cantidad que pudiera, cuyo convenio quedó asentado en un documento de compra-venta. 

Sin embargo, don Javier desapareció de la noche a la mañana, ni cuenta bancaria para depositar ni teléfono o alguna dirección para llevar el dinero. 


Más tarde, don Marco se enteraría que Javier Ortega tenía una deuda pendiente en Financiera Independencia, cuya cuenta con muchos intereses superaban los 70 mil pesos, en promedio. No obstante, jamás volvió a saber de él.


Así pasaron diez años. Don Marco, en su nuevo domicilio, hacía pan por las mañanas y todas las tardes sacaba sus panes en charolas para venderlo.


Durante ese tiempo, intentó pagar predial en la Coordinación de Política Fiscal donde le dijeron que acudiera a la tenencia de la tierra para que regularizara el terreno, cuya dimensión es de 7 metros de frente por 12 de fondo, ubicado en la Prolongación de la 5ª Poniente Norte, un buen lugar y muy transitado de la colonia Pistimbak.


En tenencia de la tierra lo citaron varias veces y nunca pudieron solucionar su problema, mucho menos porque no habla bien el español y tampoco sabe leer ni escribir. Lo traían de vueltas y vueltas hasta que terminó por fastidiarse.


En el 2018, en un tiempo libre, acompañado de su sobrina, fue al Registro Público de la Propiedad y del Comercio, donde se enteró, a través de un documento oficial, que la propiedad aparecía sin escrituras públicas, sin dueño. Se confió nuevamente y, ocupado por sus quehaceres, dejó pasar el tiempo. 


Hace unas semanas, llegó una mujer a decirle que desocupara la pequeña casa en obra negra, porque tenía dueño. Lo citaron en un domicilio sin rótulos de despacho o notaría, simplemente, dice, era una casa normal, en la Santa Cruz, una colonia cerca de ahí, donde le dijeron que había una escritura de la propiedad de él a nombre de Antonio Domínguez Gómez.


Ante la amenaza de que iban a desalojarlo si no desocupaba por voluntad propia y que además iría a la cárcel, don Marco abandonó su casa y pidió lugar afuera de un domicilio cercano para vender sus panes y no perder sus clientes.


Todas las tardes, ante sus charolas de pan, en el lugar que le prestan para vender, se pone a recordar que hubo muchas personas que le preguntaban: ¿Y este lugar es de usted? Y él contestaba: Digamos que sí. 


Esa falta de seguridad pudo haber sido el motivo por el cual alguien investigó, tramitó documentos de manera irregular y se adueñó de la propiedad, supone. Este trámite pudo haber ocurrido en estos últimos tres años. 


Hoy, sus conocidos le han dicho que el documento de compra-venta que le dio el tal Javier Ortega, está lleno de errores, entre ellos que el vendedor firmó que solo recibió tres mil pesos en lugar de 150 mil como primer pago. 


Don Marco se nota distraído, pensativo, porque le han arrebatado el patrimonio de toda su vida. Se pone mal cuando pasa caminando por su expropiedad, la cual han cercado con láminas mientras albañiles trabajan dentro, en una nueva edificación.


El número telefónico de don Marco: 9612450168, por su alguien lo ocupa para orientarlo jurídicamente.

“No quiero quedarme sin trabajo”



Rafael Espinosa / Esa tarde del sábado, Jorge, obrero de una constructora, terminó su jornada laboral y pensaba ir a casa con su familia. Sin embargo, le pidieron que cubriera a un compañero del turno de la noche, como banderín, para dar vialidad en una calle que encarpetaban. 

 

En realidad no quería, pero por quedar bien, porque tenía apenas unas semanas de laborar con la empresa, aceptó. Ni siquiera fue a su casa; espero que se hiciera de noche para iniciar la jornada. 

 

Pasó la noche sin novedad, no obstante, a las tres de la madrugada del domingo, un taxi se acercó de manera violenta. En él viajaban el conductor y dos sujetos más, en estado de ebriedad. Desde la ventanilla, el taxista le exigió que lo dejara pasar porque vivía en esa zona. Jorge tenía la orden de no dejar pasar a nadie porque había obreros trabajando.

 

Después de tanta insistencia, los dejó pasar al tiempo que Jorge sacó su teléfono para tomarle una fotografía al taxi, para guardar evidencia de que habían faltado a la restricción. Fue en ese instante que el taxista enfurecido se bajó del auto y lanzó una patada que dio en el brazo izquierdo de Jorge.

 

Dice que al contacto sintió un fuerte dolor en el brazo, como que si la bota tuviera casquillo de fierro en la punta, incluso escuchó un ligero chasquido en su brazo. El taxista abordó la unidad y huyó con la música a todo volumen.

 

Jorge encogió su brazo y se sentó en la acera inmediata, avisándole a su compañero más cercano que lo habían “jodido”. 

 

En una camioneta de la constructora lo llevaron a la Cruz Roja, donde por razones que desconoce no lo pudieron atender. Lo trasladaron a casa de un quiropráctico cercano, quien nunca abrió la puerta porque era de madrugada. 

 

Amaneció en su casa con el intenso dolor en el brazo. Horas después, un huesero lo sobó prohibiéndole hacer esfuerzo porque tenía el brazo fracturado.

 

Preocupado por su trabajo, Jorge le preguntó a la encargada de la constructora:

 

¬–¿Cómo le vamos a hacer, arqui?

 

–Pues, de vigilante de las maquinarias por las noches.

 

Le dijo que había obras en dos puntos de la ciudad. Por fortuna, había una obra de pavimentación al pie de la casa de Jorge por la cual decidió encargarse de la vigilancia de las máquinas. 

 

Después de la jornada diurna de los obreros, se quedaba a cuidar las máquinas de diez de la noche a seis de la mañana.

 

Una tarde, dejaron aparcada una máquina a tres cuadras de su casa, en la colonia Shanká, por lo que decidió quitarle la batería para evitar que se la robaran. No obstante, en ese esfuerzo sintió nuevamente el crujir de su brazo afectado, a la vez de un fuerte dolor.

 

¬–Ya me jodí otra vez –murmuró.

 

Al día siguiente, acudió al huesero para que le acomodara la fractura. A la par de la terapia recibió regaños por su descuido. Este domingo, 6 de junio, nueve días después de la agresión, alrededor de las siete de noche, estaba sentado en la banqueta de su casa, vigilando las máquinas aparcadas. 

 

–¿Quisieras que el taxista te pagara los gastos?

 

–No –dice sin rencor–; lo que no quiero es quedarme sin trabajo.

 

NOTA: La agresión se registró en la 5a Oriente Norte, en Tuxtla Gutiérrez.