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lunes, 11 de diciembre de 2017

Mal presentimiento

#berriozabal #chiapas

Rafael Espinosa: 

El abuelo de uno de los seis jóvenes asesinados en San Marcos, Berriozábal.

Días antes de la tragedia don Reinaldo soñó que un hombre a caballo hacía disparos en la calle, sin embargo, como muchas veces, no le tomó importancia al asunto y se levantó de la cama a las seis de la mañana, resuelto a vender plantas de ornato como lo ha hecho durante más de 25 años. Caminó hacia el vivero de la orilla de la carretera para proveerse de girasoles, yerbabuena y otras especies que buenamente le compran las señoras de la capital. Más tarde, subió la pendiente rumbo a casa con su carga al hombro y desayunó al vuelo para tomar el camión de Berriozábal y llegar en 20 minutos a la ciudad de Tuxtla Gutiérrez.
En la ciudad, ofreció su mercancía de puerta en puerta y hubiera querido vender toda, no obstante, regresó seis de las 18 plantas que había llevado.
Cuando volvió a Berriozábal, el pueblo que lo vio nacer hace 58 años, ya era de noche. Caminó la cuesta rumbo a su casa con un hambre de peregrino entre calles alumbradas y de lámparas fundidas. Se topó a conocidos a quienes saludó amable y respetuoso como cualquier hombre chapado a la antigua, en un pueblo de pequeñas dimensiones. En la banqueta de su casa estaban en un ambiente de desparpajo juvenil sus nietos, sobrinos y amigos de estos.
Sin ninguna intención más que la de comer, arrinconó su reja de plantas y subió las escaleras. Apenas trepaba sus pies cansados los primeros peldaños cuando escuchó más 20 explosiones sordas, como de disparos de una pistola. Se asomó al balcón y vio el tendal de jóvenes agonizantes y retorcidos en su banqueta, y ni siquiera se dio tiempo de probar el bocado que su esposa le había servido en la mesa. Bajó volándole el pelo hasta pararse frente aquella imagen terrible que posiblemente no olvidará por el resto de sus días. Vio a su nieto Marco Antonio con un balazo en la sien, un pie al aire y el otro debajo de la motocicleta en la que momentos antes sus amigos le tomaban fotografías de recuerdo. El otro adolescente herido intentaba decir algo —recuerda— porque abría y cerraba la boca con lentitud, como que si se estuviera ahogando. Los demás estaban amontonados con dos o tres balazos en la cabeza y el cuerpo. ¡Santo Dios!, decían las señoras agarrándose el rostro con terror.
Don Reinaldo estaba contrariado, no sabía si llorar o abrazar a su nieto y sobrinos tendidos, hasta que unas señoras rompieron el asombramiento general: ¡llamen a la policía!, ¡llamen a la ambulancia!
En un santiamén la gente rodeó aquella escena espeluznante al tiempo en que se preguntaban ¿quién fue?, ¿quién los mató?, refiriéndose al asesino. Y no faltaron los advenedizos que abriéndose paso entre la multitud se preguntaban: ¿Qué pasó aquí? Al mismo tiempo en que se tapaban el rostro horrorizado al ver aquella calamidad.
La versión del sobreviviente coincidía con la de los vecinos en el sentido de que dos hombres a bordo de una motocicleta rociaron a balazos a los jóvenes y huyeron con la misma vehemencia con la que llegaron.
Más tarde la gente se replegó detrás del acordonamiento que había puesto la policía para proteger la escena del crimen, y permaneció ahí sin más interés que la de observar los cuerpos cubiertos con sábanas.
Al barrio de San Marcos, a unas cuadras del parque central de Berriozábal, también se aproximó una flotilla de mototaxis cuyos conductores eran compañeros de los difuntos, pues también éstos se dedicaban al transporte de pasajeros en unidades como estas.
Esa noche el corazón de don Reinaldo no dio para más, de tal modo que rompió sus 10 años de abstención y se puso a beber como en sus días de plenitud.
Al siguiente día, la calle de don Reinaldo amaneció con toldos, mesas y sillas plegables de madera en espera de los cuerpos de su nieto y sus tres sobrinos. Con el dolor en el alma y la fatiga corporal, los familiares de don Reinaldo, apoyados por los vecinos, hicieron grandes peroles de comida para los asistentes que llegaban con ramos de flores.
El viernes don Reinaldo andaba somnoliento, pensativo, bajo los toldos del funeral. Recibía las visitas, las condolencias, las flores, y se agarraba el pelo con las manos como si estuviera fastidiado.
Mientras tanto, dentro de su pequeña casa, las mujeres frente a los féretros lloraban amargamente, de tal modo que los asistentes hacían tan propio el dolor ajeno que salían rendidos limpiándose las lágrimas.
A las cinco de la tarde, la procesión de más de tres mil personas se dirigió rumbo al panteón con los cuatro parientes de don Reinaldo y en el camino se juntaron las honras fúnebres de los dos jóvenes más. Los músicos de marimba, mariachi y norteño, iban a bordo de camionetas que avanzaban a vuelta de rueda, junto a una flotilla de mototaxis de bocinas estridentes.
El presunto asesino, apodado “El Hondureño” por razón de su nacionalidad, fue detenido horas después del crimen. Los motivos del multihomicidio quedaron guardados en la Fiscalía General de Estado.
Hoy, en el Barrio San Marcos parece que todos duermen a la misma hora. Apenas se oculta el sol cierran puertas y ventanas y sólo quedan algunas luces tenues bajo los tejados de barro y marquesinas de losa. La charla de las familias y el retozo de los niños sólo se escuchan detrás de las paredes.
Aunque acostumbran a dormir temprano, las medidas de seguridad de cada hogar se agravaron.
La banqueta de don Reinaldo era punto de reunión y alegría de nietos, sobrinos y amigos; ahora la calle ha quedado silenciosa y triste.
Con los años don Reinaldo ha aprendido a vivir con las penalidades de la vida cotidiana, pues hace seis meses falleció su madre a causa de diabetes. Cinco meses atrás murió su hermana, madre de Enrique, uno de los adolescentes asesinados. En años recientes su suegra se partió la cabeza al caer de la segunda planta de la casa de él. Su primo pereció de cáncer hace un par de meses.
Don Reinaldo, un poco más repuesto después de estas tragedias, seguirá conviviendo con su treintena de nietos restantes y un número menor de bisnietos “hasta que Dios disponga”, reflexiona en tono religioso, sentado en una silla de plástico en el garaje de su casa.


El adiós de un amigo

#SUCHIAPA #CHIAPAS


·       El paisano en las honras fúnebres de su amigo que trabajaba en Cometra.

Rafael Espinosa: 

En medio de aquel silencio fúnebre que guardaba la multitud, sobresalía la habladuría incesante del beodo de sombrero de explorador y guaraches de cuero curtido. A pasos vacilantes caminaba en la calle, a lado del féretro azul marino y molduras plateadas. De su boca surgía una letanía que pocos le daban importancia.

—¡Idiay, vos, Pulga! —recuerda que le decía el difunto cuando se lo topaba.

—¡Idiay, vos, Cabeza Blanca! —le contestaba él.

Así farfullaba en su monólogo, como si no fuera acompañado de las 200 mujeres de rebozo y hombres de camisola, rumbo al panteón. El vientecillo glacial de las nueve de la mañana aún dominaba los primeros rayos del sol.

—¿Le ayudo, compa? —le preguntó a uno de los hombres que cargaban el ataúd. Aquél nomás hizo una mueca de risa, aunque luego cuadras después, quizá por el cansancio, le sugirió:

—Búscate a uno de tu tamaño para mantener el nivel de la caja —.

En realidad había varios que compartían la misma estatura baja que él, pero en ese momento nadie de la muchedumbre se animó por su estado etílico. No le quedó más que desviar el tránsito de algunos vehículos durante la procesión.

Al llegar el ataúd a casa de la madre del difunto, una casa fresca de horcones y tejas de barro, el servicial dipsómano, abriéndose paso entre la multitud, preguntó desesperado por el pedestal.

—¡La base!, ¡la base!... ¡La base de la caja! —.

Camino de la iglesia San Esteban Mártir, la cual está improvisada en la cancha del parque después de sufrir fracturas en la españada, la Pulga cargó el féretro, vigilado por el resto, pues durante los primeros pasos campaneaba los ojos, como que si la carga le pesara más de lo que él creía.

—¡Ah, jijos! Sí que estás pesadito —dijo de manera graciosa.

A unas cuadras lanzaba una mirada cómplice en busca de ayuda.

—¡Uff! —resopló al cederle la caja a otro.

Después de la misa de cuerpo presente, donde había un ventarrón que amenazó con tirar el catafalco, la Pulga cargó nuevamente el féretro unas cuadras y continuó con su monólogo incomprensible. Sólo guardó silencio cuando al entrar al camposanto una rezadora de voz aguda comenzó el responsorio repetido por las mujeres de rebozo. El hombrecillo hacía como que coreaba el rezo, brincando tumbas, lápidas y sepulcros, como entremetido que busca ser protagonista de una escena.

Mientras los sepultureros jalaban la cuerda para ingresar el ataúd a la bóveda, la Pulga metía las manos y en cada esfuerzo resollaba quizá para demostrar a los asistentes su apoyo. También se puso a cantar al difunto fragmentos de las canciones Cruz de Olvido y Ese hombre de las canas, cuando alguien de la multitud en voz alta las cantó completas. Al terminar de rellenar la fosa, con ayuda de otros, lanzó un puño de tierra y movía los labios como si le dijera algo, a modo de despedida, a don Romeo Nanguelú, de 50 años, trabajador de Cometra en Tuxtla Gutiérrez, desaparecido el 25 de noviembre y hallado muerto 13 días después en el río grande de Chiapa de Corzo.

lunes, 23 de octubre de 2017

La extraña vigilia de Lázaro Cárdenas



Rafael Espinosa

Nunca en la historia la comunidad Lázaro Cárdenas había reunido tanta gente como este viernes. Había en las calles, extraños con guayaberas y chícharos en los oídos, campesinos parados sobre el escombro de sus casas derruidas y soldados retirando de los hogares, paredes colapsadas. Entre esta diversidad difusa había también solidaridad y hermandad.

También había maquinaria pesada destruyendo casas inhabitables, tránsito de cocinas comunitarias y camiones con despensas para los damnificados. Mucho movimiento de camionetas nuevas, blindadas, patrullas de la Policía y vehículos militares.

El arroyo de gente, como si se tratara de un éxodo, comenzó cuando alguien, a través del altavoz de su casa, convocó a los damnificados —a las 11:00 de la mañana—, a una reunión urgente en el campo de fútbol.

A una semana del terremoto, muchas casas están en ruinas. Otras acordonadas y vacías, como si a sus moradores se los hubiera tragado la tierra. Desde ese día, familias enteras duermen bajo árboles, toldos improvisados en sus patios o viven arrimados en casa de sus parientes.

Entre toda esta ruina, se observan almanaques pegados en las paredes que aún quedaron en pie. Un Cristo sin cuerpo, sólo con los brazos clavados en la cruz, tirado en el piso. Travesaños de puertas sin techo. Rótulos, hechos por el gobierno, para identificar las casas con daños parciales o totales. Muebles amontonados en los traspatios. Juguetes nadando en el fango. Perros husmeando entre los despojos. Grupos de gente sombreando bajo los árboles.

Son las 9:00 de la mañana, el calor es mortificante, y aún llega más gente. Algunas mujeres, jalando a sus niños del brazo, llevan amplias sombrillas. Otras cargan una manta en el hombro, para secarse el sudor, y un bote de agua en la mano. Mientras, los hombres de la comunidad, junto a los soldados, continúan reduciendo los escombros con mazos metálicos y piquetas.

***
Lázaro Cárdenas es una comunidad de unos 5 mil habitantes. La mayoría se dedica a la siembra de maíz y cacahuate. En sus hogares tienen traspatios grandes.

El día del terremoto, a diferencia de los citadinos, los habitantes corrieron hacia los traspatios y no a la calle. Sin embargo, el movimiento telúrico, además de dañar 426 viviendas de la comunidad, también afectó cuatro escuelas públicas y tres iglesias.

Dicen los habitantes que antes del terremoto sintieron una corazonada de algo que no los dejaba dormir. Casi siempre se acuestan temprano para madrugar e ir a la cosecha, sin embargo, ese día, casi era medianoche y estaban despiertos, otros estaban acostados, con los ojos cerrados, pero no dormidos. Quizá por eso, dicen, no hay muertos en la comunidad.

Don Silverio cuenta que cuatro de sus 20 marranos brincaron alocados del corral y sus gallinas espantadas comenzaron a cacarear. Y su árbol de naranjo tiró casi todos sus frutos.

—A la hora en que la tierra se movía ─dice─, lo primero que hice fue abrazar a mi nieta. Intenté levantar a mi esposa de la cama, que tiene una fractura en la pierna, pero no pude —.
—¡Vete con la niña! — le gritó desesperada su esposa—; ¡déjame aquí, ahí Dios dirá!

Obedeció la instrucción y se fue al patio. Cuando todo pasó, recuerda, encontré a mi esposa orando en la esquina de su cuarto. Hasta hoy desconoce con qué fuerza sobrenatural pudo su esposa subirse a la silla de ruedas. Su casa presentó grietas en las paredes y su fogón se hizo trizas.

La mayoría de las casas perjudicadas fueron construidas hace 40 años o más. De paredes de adobe con repello de cemento, travesaños de madera, algunas con techo de losa, otras de calamina. Aunque con la magnitud del terremoto cualquier vivienda es vulnerable, dicen.

La gente seguía pasando frente a don Silverio. Él desconoce a dónde va toda la multitud. Recuerda que hoy es 15 de septiembre, pero aquí, dice, no se da el Grito de Independencia sino en la cabecera municipal, Cintalapa.

—Oiga, usted —le pregunta a una vecina—; ¿a dónde es que van?

—A una reunión — contesta la señora afligida.

Don Silverio, parado con su sombrero en la banqueta, quiere ir para investigar qué está pasando, pero está cuidando a su esposa. Sabe que desde el día del terremoto asistió mucha gente, soldados, voluntarios y médicos.

Relata que la iglesia que está contigua al campo de futbol resistió el movimiento telúrico pero a la mañana siguiente, cuando el gobernador del estado, Manuel Velasco, recorrió la zona devastada, se partió en dos, el techo de losa se hundió hacia adentro.

***
Los desconocidos del pueblo traen manojos de cuerdas al hombro. Comienzan a acordonar el área, trazan una ruta en las calles donde está la mayor parte de las casas colapsadas. Se ve a muchos otros que de manera discreta se comunican a través de sus radios portátiles.

Ya son las 3:00 de la tarde. En la casa de doña Piedad, que está frente al campo de fútbol, hay un tráfico de mercado. La muchedumbre está fuera buscando sombra. Algunos le piden prestado su baño. Otros necesitan cargar la batería de su teléfono celular. Asiente a las peticiones sin demostrar enfado. Sentada en un sillón, nomás mueve la cabeza, resignada y cansada, frente a sus familiares que la acompañan. Su casa también tiene fracturas.

La reunión ya está hecha. Sin embargo, están desconcertados. La gente tiene botellas de agua que alguien repartía. De pronto, las señoras ponen sus mantas sobre la cabeza para cubrirse del sol o roban un pedazo de sombra de sombrilla de las señoras distraídas. Los soldados de la cocina comunitaria comienzan a repartir la comida. A los comensales, comida en mano, los mandan a un comedor dentro de una escuela pública que soportó el terremoto. Hay conato de gresca por hombres y mujeres que burlan el orden de la fila. El calor es asfixiante, los niños comienzan a llorar y el motivo de la reunión aún es incierto. La gente busca al comisariado, Rigoberto Ramírez; no lo encuentran y tampoco contesta el teléfono celular.

De pronto, aterriza un helicóptero en un campo alterno, detrás de unos árboles frondosos. Después de unos minutos levanta el vuelo nuevamente. Nadie sabe quién llegó. Movidos por la curiosidad, la gente brinca la cuerda. El tumulto es retenido por los desconocidos con chícharos en el oído. Nadie puede avanzar. Regresan al sitio de antes.

Como reguero de pólvora, llega el cotilleo que puso fin a la incertidumbre y a las cuatro horas de espera.

—Viene Peña Nieto — se dicen al oído, haciendo alusión al presidente de la República.

A las 3:00 de la tarde, cuatro helicópteros aterrizan en el mismo lugar que el primero.

Nadie de los que están en el campo de fútbol vio cómo bajó el político mexicano. Cuando se dieron cuenta, el presidente se les apareció a un costado del campo, con su séquito de guaruras y secretarios, después de haber verificado las casas destruidas. Su pequeña figura saluda a los soldados que levantan los escombros. Los militares contestan con saludo marcial. También saluda de mano a la gente que está detrás de la cuerda y platica con algunos damnificados.

En el campo de fútbol, el presidente sube a la góndola de una camioneta de la Comisión Federal de Electricidad. Ordena que den larga a las cuerdas para que la gente se le una. Desde ahí, junto al gobernador del estado, da un mensaje de aliento a los campesinos y a las amas de casa de Lázaro Cárdenas. Hay gente de comunidades aledañas, de la cabecera municipal, de la capital chiapaneca y de diversas partes de la costa. En ocasiones su discurso es interrumpido por un grupo que le reclama falta de medicamentos en los hospitales.

—Sí, ya tomé nota — le dice el mandatario, sin perder la calma.

Durante media hora de discurso, varias veces pide agua para refrescarse la boca.

Después, a petición de los pobladores, adelanta el Grito de Independencia, horas antes de que oficialmente lo hiciera en Palacio Nacional.

—¡Viva Cintalapa! ¡Viva Chiapas! ¡Viva México! ¡Viva México! —arenga y esboza una sonrisa, después de mencionar a los personajes históricos que le dieron patria al país. La gente repite las vivas con el puño levantado.

***
Por un momento la multitud olvidó la tragedia, pero después del terremoto nada será igual. Es la primera vez que la comunidad Lázaro Cárdenas recibe la visita del presidente y quizá sea la última vez que lo vean.


Don Silverio sigue parado en su banqueta, ahora ve regresar a la multitud.

Amor de madre



Rafael Espinosa

Una mañana doña Nely le sirvió leche con galletas a su hijo. Al volver de la cocina al comedor, vio que su hijo tenía asido de la cabeza a un perrito obligándolo a comer del pocillo.

—Hijito, no hagas eso, obedece —le dijo dócilmente para no enojarlo.

De pronto, sintió un garrotazo en la oreja que la dejó inconsciente. Se hizo un escándalo en la cuadra que los vecinos y sus otros hijos, que aún estaban ahí a esa hora, la defendieron. Aquella ocasión estuvo ocho días en el hospital.

Hace unas semanas, salió a buscarlo en las calles de la colonia para que comiera. Lo encontró sentado en una banqueta. Apenas le dijo algunas palabras cuando sintió una patada en el estómago.

—Ya me cargó la chingada —soltó adolorida, doblándose a media calle.

Doña Nely no supo qué rumbo tomó su hijo. Ella regresó a casa llorando y agarrándose el abdomen de dolor.

A sus 60 años, así ha sido de cruel la vida con ella, mientras que su hijo Leonel, de 39, lucha con sus demonios internos todos los días.

A la edad de 19 años, Leonel era un joven normal, aunque no le gustó la escuela. Estudió primero y segundo grado de primaria. Apenas sabe leer y escribir. Trabajó de peón y tuvo novias como cualquier adolescente.

Sin embargo, de pronto, misteriosamente comenzó a encerrarse en su cuarto por períodos prolongados. Cuando su madre regresaba de lavar y planchar ropa ajena, encontraba los platos en la mesa con la comida intacta.

—¿Qué tienes, hijo? —le preguntaba su madre preocupada.

—¡Déjame solo! —contestaba Leonel, lacónico y evidentemente extraño.

Doña Nely también se encerraba en su cuarto para llorar. Le pedía a Dios que le dijera las causas del sibilino comportamiento de su primogénito. Hacía unos meses era un chico normal y ahora había cambiado drásticamente, de tal modo que doña Nely sentía que le aplastaban el corazón.

Recientemente su esposo había muerto de cáncer en la cabeza. Su situación económica era precaria y no tenía dinero para llevar al médico a Leonel.

El segundo de los cuatro hijos, al ver la situación de su madre, decidió irse de bracero a los Estados Unidos.

—Para que lo lleves al médico y le compres medicina a mi hermano —le dijo a doña Nely al despedirse.

Durante cinco años estuvo enviando dinero, con lo que doña Nely llevó al doctor a Leonel y lo controló con sedantes la mayor parte del tiempo. Cuando parecía que la vida familiar había vuelto a la normalidad, recibió una llamada del extranjero en la que le informaron que su hijo había muerto.

Un mes después le enviaron el cuerpo a su casa y ni siquiera quiso verlo. Sintió morirse nuevamente. Muchas noches estuvo llorando, con el alma hecha pedazos, y a punto de suicidarse con pastillas o alguna cuerda.

Durante esa época, Leonel pasó cuatro días y cuatro noches sin dormir. Se escuchaban gañidos terribles y hablaba solo, quizá por la falta de medicamentos. Su llanto y los lamentos espantosos también mantuvieron en vela a los vecinos conscientes de su extraño sufrimiento, aunque algunos llegaron a molestarse.

Un día, resignada por los aspavientos, doña Nely lo dejó escapar a propósito, diciendo para sí misma: Dios te bendiga, hijo, al tiempo en que dejaba abierta la tranca de la casa para que Leonel huyera a donde quisiera.

Así pasaron cinco años amargos y tristes que doña Nely curó temporalmente con asistencia y devoción en la iglesia católica. Durante este tiempo jamás supo algo de su hijo. Cuando caminaba en las calles pedregosas de la colonia y veía a los zopilotes haciendo círculos en el cielo, decía: Por ahí ha de estar muerto mi hijo.

No lo decía con indiferencia lo decía con resignación. En la iglesia llegó a pagar misas por el cuerpo de su hijo y pidió a sus compañeras que rezaran por su alma, sin imaginar que Leonel estuvo vivo durante todo ese lustro.

Una mañana, su sobrina que vive en esta ciudad de Tuxtla Gutiérrez, le habló para decirle: ¡Tía, Leonel aquí está! Estaba escuálido, con los ojos hundidos y su cuerpo bailaba dentro de sus pantalones. Leonel nunca supo decir dónde estuvo durante estos cinco años de ausencia.

A pesar de las pesadillas que había vivido con él, doña Nely lo recibió con los brazos abiertos y con lágrimas en las mejillas. Lo trajo de vuelta a casa y lo instaló en una covacha, mientras que ella se encerraba, como hasta hoy, en una recámara aparte.

Después de 20 años de aquel cambio repentino de comportamiento, Leonel ha estado internado en múltiples ocasiones en la Unidad de Atención a la Salud Mental “San Agustín”, lapsos en los que doña Nely detiene el desgaste físico y sicológico que significa atender a su hijo.

A estas alturas, doña Nely ha aprendido a sobrevivir con su hijo y éste, con medicamentos, con la enfermedad. Leonel a veces sale a la calle a pedir dinero a los transeúntes y regresa a su covacha. Apoya en sacar la basura de los vecinos quienes le dan una propina; no obstante, en ocasiones el favor termina en pleito. Doña Nely recibe quejas, porque Leonel se enfurece con aquellos que se niegan a su ayuda.

Se va a caminar a la calle, es inofensivo, pero en el trayecto algunos lo ofenden, sin saber o a sabiendas de su enfermedad. De pronto, regresa bañado de sangre porque lo batieron a golpes al defenderse. Hijito, qué te pasó, le dice doña Nely con impotencia y tristeza, y lo mete a casa para curarlo.

Los “colectiveros” de la colonia lo conocen. De repente le dicen a Doña Nely: Doñita, su hijo está tirado en el libramiento. Allá va ella por él y lo trae de vuelta a casa. Mientras que va a vender ropa barata en su bolsa de mano en las colonias y barrios pobres de la ciudad, Leonel se queda solo y no hay quién vea lo que hace.

Ha llegado a decir de corazón:

—Diosito, si es tu voluntad, llévatelo de una vez; así descansa él y descanso yo —.

En sus ratos libres, Leonel, de 39 años, juega como niño con sus carritos en el patio. En su covacha tiene una camioneta, un tráiler y un coche deportivo, de juguetes. Vive en una galerita, sin puertas ni ventanas. Duerme en una cama de tablas, donde hay sábanas alborotadas y su ropa está amontonada sobre un cordel. Sus zapatos desgastados están tirados en ese pedacito de espacio. A veces se orina al pie de su camastro. Pasa días sin bañarse. Doña Nely se contiene a regañarlo; se evita problemas.

Leonel está sentado en su yacija, con la mirada clavada en el piso. Es de baja estatura, delgado, usa un par de chanclas desgastadas. Tiene el pelo desaliñado, la barba crecida y los dientes carcomidos.

—¿Te gusta jugar carritos? —.

Asiente y corre emocionado hacia un cajón y saca del fondo un tráiler y un coche deportivo. Los pone en el piso y ríe inocentemente, como si se tratara de un niño contento. Habla lo necesario. Con la propina que le dan en la calle compra cigarros; parece calmarle los nervios. Le lanza una mirada inquisidora a su madre que está a unos metros.

—¿Cómo te sientes, hijito? —.

—Bien, mamá —. Regresa la mirada hacia la pared, moviendo los dedos.

Su madre, todas las mañanas, le lleva de comer y de beber, y se va a vender. Dice que Dios siempre ha estado con ella. La vez que Leonel se puso muy mal, que gritaba y lloraba, sacó sus únicos 50 pesos que tenía y corrió hacia la clínica “San Agustín”.

Allá, le dijeron que no había espacio y tampoco medicamentos. Desesperada, se fue a la Iglesia Sagrado Corazón, se hincó, rezó y lloró. Un hombre, que después supo era contador, le preguntó el motivo de su angustia.

—Mi hijo está muy mal y no tiene medicamentos —le dijo suspirando.

Ese día, el contador la subió a su coche y la llevó a comprar las medicinas con el dinero que le había dado.

—Ya no puedo más —dice molida, secándose las lágrimas con su delantal.

Doña Nely pide ayuda al gobierno para comprarle medicinas a su hijo o le abran un espacio en “San Agustín”, a fin de que ella pueda descansar unos meses. También solicita el apoyo de la gente voluntaria, pues las ampolletas para controlar la esquizofrenia de Leonel le cuestan 500 pesos. Con lo poco que gana vendiendo ropa para bebé en los suburbios, no le alcanza. Por eso deja en este espacio su número de teléfono: 9612168951


Vive en la Calle Mil Recuerdos y Avenida Colibrí, manzana tres, lote 19, en la colonia Consocio Buenos Aires, al norte poniente de Tuxtla Gutiérrez, uno de los asentamientos más pobres de la ciudad.

La abuela, el cacique y la boda



Rafael Espinosa

—Los que tengan perros, hagan favor de amarrarlos —se escucha a lo lejos, a través de un altavoz, en la comunidad Quintana Roo—; hoy viene el presidente.

Dicen que el día anterior, un funcionario público se disgustó por la pelea espontánea de unos perros que andaban sueltos en la calle. El funcionario volteó disgustado, mientras que los habitantes se miraron con cierta culpabilidad. Por eso hoy que viene el presidente de México instruyen que los perros estén amarrados.

Quintana Roo es una comunidad del municipio de Jiquipilas, Chiapas. Ubicada a una hora de la capital, Tuxtla Gutiérrez, al final de un camino de terracería con árboles y rancherías.

En sus ocho calles de ancho y unas 10 de largo, la mayoría de las chozas está hechas de paredes de adobe, tejas de barro, láminas y algunas de losa. No hay más calles pavimentadas, salvo las que están en derredor del parque.

Ahí, en esta comunidad, vive doña María Altagracia, la mujer más grande del ejido, quien a sus 107 años ha visto nacer a muchos y participado en las honras fúnebres de estos mismos y de otros. Es una de las fundadoras de esta pequeña colonia que hoy cuenta con una población de mil 600 habitantes.

Doña María Altagracia y su hija Angelita, de 75 años, viven en una casa de corredor largo, pilastras, macetas y pérgolas. Su patio es grande con gansos, patos y árboles.

Con extraordinaria lucidez, cuenta que hace ocho décadas había unas cuantas chozas humeantes al pie de árboles gigantescos y matorrales crecidos. Se caminaba horas y horas para llegar a los poblados, dice la señora de ojos bondadosos y fatigados.

Enviudó a los 20 años cuando tenía cuatro hijos. Su esposo, comisariado ejidal en ese entonces, fue asesinado en una trocha del ejido. Mucho tiempo después supo que el asesino fue don Audón Pimentel, de Vicente Guerrero, otra comunidad cercana.

Se levanta de la silla y regresa trabajosamente a su cuarto, en su andadera y sin ayuda de nadie. Esto ha sido su pasatiempo durante estos últimos años; ir al corredor y regresar a su cuarto. Doña Angelita dice que su madre casi siempre camina sola, pues a veces se pone de mal humor cuando la ayudan.

Regresa al corredor y se sienta nuevamente. Recuerda la amenaza que llegó a sus oídos, después de la muerte de su esposo.

—Si no te vas de aquí, también a ti te mataremos —. Ese mismo día agarró a sus cuatro hijos y se fue a la comunidad Álvaro Obregón; sin embargo, al poco tiempo regresó siguiendo a sus hijos que no se hallaron en otro lado más que en Quintana Roo.

El caso lo dejó en manos de Dios. Más tarde se enteraría que don Audón perdió un brazo en un altercado y después “murió como un perro en el monte”, enfatiza. Fue el cotilleo de moda, en los tiempos en que los pobladores armados eran de pocas palabras.

Su mayor jaqueca es no escuchar lo que le dicen, por eso siempre repite ¿ah?, poniéndose la palma de la mano en el oído. A veces se pone triste porque tiene la impresión, dice, que de nada sirve tener tantos años encima, “sin tener a mamá, papá, o a los hermanos”.

El día del terremoto, hace dos semanas, doña Altagracia estaba acostada en su cama. Por fortuna, uno de sus nietos que se encontraba de visita, la sacó cargando en los brazos, mientras la casa se sacudía. Doña Angelita estaba en el patio llorando y temblando de miedo.

Su hija de por sí es nerviosa, incluso, presenta síntomas de vitiligo alrededor de la boca por lo mismo. Ahora tampoco puede levantar el brazo derecho. “Ya ni mi mamá padece tantos achaques como yo”, dice, esbozando una sonrisa y mirando de reojo a doña Altagracia. Ella es viuda desde hace un lustro; su esposo falleció por un problema en la próstata.

Doña Angelita quiere llevar a doña Altagracia al parque para que vea al presidente de la República, Enrique Peña Nieto. Se ha anunciado en la bocina de la comunidad que llegará este mediodía; sin embargo, su nieto le dice que es peligroso llevarla en silla de ruedas en medio de la muchedumbre.

Nada más la sacó a la puerta en su silla de ruedas y ahí juntas esperaron.

En el recorrido por las viviendas dañadas por el terremoto, Peña Nieto, los miembros de su gabinete más cercano y su comitiva de guaruras, pasaron por la casa de doña Altagracia. El presidente de México las saludó y platicó con ellas, poniéndole especial atención a los daños de su vivienda.

Más tarde, Peña Nieto, reunido con una multitud de campesinos, mujeres y niños, bajo la sombra del domo del parque, destacó el ejemplo de fortaleza, lucidez y ánimo de doña Altagracia, para salir adelante.

En la mañana hubo seis temblores, sumados a las más de 3 mil 500 réplicas y en la tarde, cuando el presidente de México terminó su discurso, cayó un chubasco que hizo correr despavoridos a los campesinos.

***
Cuando anunciaban por altavoz la llegada del presidente de México, a María Luisa la peinaban y maquillaban para su boda. Estaba sentada en una silla al pie de una ventana. Desde hacía dos meses, había planeado casarse en casa de su abuela, Ernestina, sin que remotamente imaginara que el temblor la desplomaría.

Desde temprano las máquinas comenzaron a recoger los escombros de la casa de la abuela, no tanto por el casamiento de María Luisa, sino porque a estas alturas y por instrucciones del gobierno, todas las viviendas con pérdida total deberían estar demolidas para la reconstrucción de las nuevas.

María Luisa tuvo que vestirse en la casa contigua de otro familiar. Una casa modesta y pintoresca, con un jardincito florido entre el corral de malla y la puerta principal. Con globos inflados en forma de arco y corazones de papel pegados en la pared, con las iniciales de los novios.

En la mañana, a la hora en que terminaban los preparativos de la boda, la comunidad estaba acordonada por la guardia presidencial y la policía local, sin que permitieran el acceso de vehículos. Por eso la jueza llegó extenuada y con las zapatillas empolvadas a oficiar la ceremonia nupcial.

Los soldados de la Marina y del Ejército Mexicano trabajaban en la demolición de distintas viviendas dañadas por el temblor, mientras que hombres y mujeres barrían el parque y la calle de la casa ejidal.

Cientos de campesinos de sombrero, venidos de rancherías y comunidades cercanas, buscaban la sombra de los árboles o comían la merienda que traían en sus morrales. Muchas mujeres se ponían alguna toalla sobre la cabeza para soportar los rayos del sol del mediodía.

Momentos antes de la boda, se escuchaba el ruido sonoro de los helicópteros oficiales que sobrevolaban la comunidad. Fue entonces cuando la jueza llegó caminando, media hora más tarde de lo acordado, pues la policía le impidió el paso de su vehículo.

El patio de la abuela es grande como casi todas las casas de la comunidad. Con árboles frutales, plantas de ornato, macetas, pozo artesiano, pérgolas, perros amarrados bajo un par de carretones, un horno de barro bajo una galera, monturas, arreos y yugo de bueyes.

En medio de este escenario campestre, hay un emparrado especial, con ramas de árboles, globos blancos, sillas de plástico para los invitados y la mesa principal, con un mantel blanco y un florero transparente con rosas rojas.

A esa hora había unos 30 invitados, incluyendo niños, los padres de los novios y los padrinos. De pronto, apareció la novia, más hermosa que nunca, con su vestido blanco. El novio, Jeremías, también apareció, sin más aliño que su pantalón negro y su camisa blanca. Se ven contentos, emocionados y enamorados.

La jueza comenzó el recital oficial frente a los contrayentes, mientras los camiones cargados de escombro transitaban en la calle, dejando una nube polvo y ruido que pasaban desapercibidos ante aquella burbuja ceremonial.

Cuando terminaron los aplausos comenzaron los abrazos. El grupo musical de tres integrantes, vestidos con sombrero y camisa de cuadros, tocó la diana bajo un árbol de mango. De entre los árboles y plantas de ornato, también apareció el mariachi entonando una canción de enamorados que arrancó lágrimas de los asistentes. Casi al mismo tiempo subieron los cohetes al cielo.

En el otro extremo de la comunidad bajaba el helicóptero presidencial.

A la boda llegaron más invitados, sumados unos 50 en total, que degustaron un exquisito pollo en mole. Los Vaqueros, llamado así el grupo musical, comenzó tandas de canciones, haciendo pausas alternadas con el mariachi, al tiempo en que la esposa estrechaba su cabeza en el pecho de su marido. Los niños jugaban librando las mesas y las sillas en el extenso patio.

Cuando el presidente de México se retiró de la comunidad a bordo de su helicóptero, el sol se enfilaba hacia el horizonte. En el parque quedaron cientos de envases de agua vacíos y se sentía el olor a tierra mojada a causa de un ligero chubasco.

En medio de aquel silencio descomunal, el retumbo de la fiesta llegaba a hasta el último rincón de Quintana Roo.

Los recién casados chiapanecos se conocieron en Punta de Mita, Nayarit, donde ella trabaja de ama de llaves y él en el área de mantenimiento de una empresa turística. Ella tenía el deseo de casarse en la casa de la abuela que colapsó con el terremoto. Allá, en aquel estado del norte, continuarán su nueva vida de casados.

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En Quintana Roo la gente se mueve en bicicletas, carretas y motocicletas, sólo algunos en automóvil. Cinco camionetas de doble cabina transportan a la gente, cada hora, por 16 pesos, de la comunidad a la cabecera municipal, Jiquipilas, y viceversa.

Las casas tienen corrales que nadie se atreve a brincar y los habitantes tienen la seguridad de encontrar sus gallinas y patos en el patio, cuando regresan de algún mandado. Aquél intrépido que toma las cosas ajenas es descubierto en cualquier momento y sufre el escarnio público como si llevara la señal de Caín en la frente.

Con el terremoto, de las 348 viviendas dañadas 87 colapsaron al momento. También resultaron perjudicadas una escuela primaria, dos iglesias y un centro de salud, dice el comisario ejidal, Noé de Jesús Álvarez Vázquez.

Este sábado se encuentra muy atareado por la visita del presidente Peña y el gobernador de Chiapas, Manuel Velasco. Aunado a esta calamidad, dice, se suman personas fracturadas por tejas y vigas que se desplomaron con el temblor de la tierra.

La mayoría de los campesinos se dedica a la siembra de maíz, cacahuate y tomate. Las familias se conocen entre sí, de tal modo que es difícil que alguien se quede sin enterarse de cuando algo no marcha bien.

Casi media comunidad habla en secreto sobre un hombre llamado Manolo. Un cacique que pasa desapercibido ante los ojos ajenos a la comunidad, acostumbrado a disimular su riqueza, vistiendo guaraches, morral y sombrero. Es el hombre más rico de Quintana Roo.

Dicen que cuando viene del rancho, su ganado atraviesa la comunidad y ocupa todo el ancho de la calle, de tal manera que la gente tiene que pegarse a las bardas y las casas para evitar ser atropellada.

Es un latifundista dueño de rancherías y propietario de unas 400 cabezas de ganado. Incluso, en las tardes, cuando los vecinos descansan sentados en sus banquetas, miran —más que con envidia, como un espectáculo— la interminable trashumancia.

Cuentan que tiene varias casas en la comunidad, concesiones de transporte público, camionetas nuevas, tractores, ranchos por doquier, entre otros muebles e inmuebles que lo hacen más que un potentado, un soberano sumiso con los desconocidos y soberbio y orgulloso con los comuneros.

Con su poder económico, dicen, explota a los campesinos con un salario de 80 pesos por una jornada de 12 horas de trabajo. Aún así pelea con los pobladores por una caja de despensa. Reclama la reconstrucción completa de su casa cuyas paredes presentaron fracturas. Se dice también que se siente líder y sus palabras pesan sobre el comisariado y en las decisiones de la comunidad.

Cuando el presidente de México visitó y se fue de la comunidad, el sábado 23 de septiembre, los soldados se dispusieron a entregar la ayuda humanitaria. Ahí, se le vio alegando el arreglo de su casa, pidiendo una despensa y metiéndose entre la multitud de campesinos que realmente necesita alimentos.

—¡Miralo! —dice sorprendida una señora, parada en la esquina—; ahí está don Manolo, pidiendo despensa. Sin gracia, con tanto dinero que tiene.

Cuando se fue el convoy, don Manolo, el hombre moreno de abdomen pronunciado, de sombrero y huaraches, se sentó en una poltrona frente al terreno desnudo donde algún día estuvo una de sus casas y que la demolieron para que el gobierno le construya otra.

Los perros estuvieron amarrados todo el día.


Al caer la noche, la comunidad de bombillos tenues descansa entre este valle extenso, para que mañana esté dispuesta a seguir luchando entre los escombros