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martes, 10 de julio de 2018

El mejor trofeo de mi carrera: Arturo Cruz Singles



•La felicitación a un réferi de box

Rafael Espinosa / Después de arbitrar la pelea estelar de la noche, don Arturo Cruz bajó del cuadrilátero, quizá no con la fuerza de sus años de plenitud pero convencido de que había entregado su mejor trabajo, como siempre lo ha hecho desde que descubrió su pasión por el boxeo. Descendía por las gradas cuando alguien acercándose a él lo llamó:

—Felicidades, hizo un buen trabajo, mi respeto y admiración para usted —.

Lo felicitaba el mejor boxeador mexicano de todos los tiempos: Julio César Chávez quien había asistido como comentarista y analista de la contienda entre Juan José “El Topo” Rosas y José Cifuentes. Don Arturo, réferi con más de 40 años de experiencia, había detenido la pelea por decisión técnica cuando observó que José Cifuentes tenía la mirada perdida.

La Leyenda del Box le dio un abrazo y se dio la media vuelta en su saco elegante. Don Arturo se quedó pasmado no tanto por la felicitación, porque en otras ocasiones le habían reconocido fraternalmente su talento, sino porque ahora el saludo contenía un alto grado de honor. De pronto, del corazón del réferi salió una frase poéticamente improvisada:

—Es el mejor trofeo en mi carrera y lo voy a guardar en la vitrina de mi alma —le dijo.

Entre el ruido de los altavoces, la música y la euforia de los aficionados, pensó que quizá no lo había oído, sin embargo, La Leyenda regresó al escucharlo y le dio otro abrazo en medio de sonrisas mutuas, cuyo acto fue atestiguado por Julio César Betanzos, presidente de la Comisión de Box de Tuxtla Gutiérrez.

Esta escena la vivió un diciembre de hace unos cuatro años. Quizá haya visto a Julio César Chávez en situaciones circunstanciales relacionadas al box, pero recibir una felicitación de una leyenda, dice, no tiene precio.

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Desde la comodidad de su departamento en el tercer piso de un edificio en la Colonia Los Pájaros, en la capital chiapaneca, cuenta que ha arbitrado más de mil contiendas estelares, semifinales, preliminares, en campeonatos estatales, nacionales e internacionales.

Su pasión por este deporte, pero sobre todo por ser réferi, lo llevó a coleccionar 800 revistas de Ring Mundial, de las cuales sólo sobreviven unas 80 debido a las mudanzas domiciliarias.

A don Arturo Cruz Singles, conocido como “El Dandi del Boxeo”, lo trajeron a Tuxtla Gutiérrez del estado de Querétaro, cuando estaba recién nacido y tuvo su domicilio a una cuadra del extinto Cine Alameda hasta la edad de los ocho. Por azares del destino se fue a México, donde descubrió que su padre, don Agustín, era boxeador profesional de peso Welter.

Su padre se había enfrentado al “Kid Azteca”, un pugilista mexicano que durante 17 años retuvo su título mundial, con quien perdió en una contienda muy pareja y de complicada decisión de los jueces.

Don Agustín fue el motivo por el cual desde temprana edad comenzó a entrenar en los gimnasios de la Ciudad de México, sin abandonar sus estudios. Se pasaba horas en el rincón del gimnasio, golpeando costales, saltando la cuerda o sacudiendo la pera loca, y en sus ratos de descanso se embelesaba admirando a sus grandes ídolos como Rafael Herrera, “El Costeñito” Morales o Fermín Soto.

Ahí, conoció a don Nacho Beristain, quien en esa época era “cubetero” de los boxeadores en las esquinas del ring. Hoy ese hombre, dice, es uno de los mejores promotores de box en México.

A los seis meses de entrenamiento, cuando era adolescente con 57 kilos de peso, se enfrentó a un chamaco muy ñengo y enclenque que estaba seguro de noquearlo, sin embargo, perdió al recibir la mayor paliza de su vida, recuerda con semblante sonriente. Después participó en muchas peleas más de seis y diez rounds, con ratos de victoria y de derrota.

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De carácter amable y voz retumbante, don Arturo explica que durante su vida ha combinado su trabajo de réferi con oficios como la carpintería, chef de profesión, empleado de aeropuerto y actualmente burócrata del Poder Judicial de la Federación.

Cruz Singles es uno de los cuatro réferis profesionales en Tuxtla y uno de los mejores en el Sureste de México. Advierte que Singles no es su apellido, más bien es un mote encarnado desde cuando trabajaba en una discoteca en Tuxtla, para que lo distinguieran entre cuatro meseros que tenían el mismo nombre.

Ser réferi es un trabajo muy bonito pero muy delicado, porque eres la máxima autoridad arriba del ring y tienes bajo tu responsabilidad, dice, velar por la seguridad y la integridad de los boxeadores. Pero no sólo eso, añade, también la capacidad de tomar criterio y decisión en momentos oportunos para detener una pelea y evitar una desgracia en el cuadrilátero.

Reconoce el oficio de grandes árbitros internacionales como Pedro Viesca, Ramón Berumen y Gelasio Pérez, y es admirador de ídolos del box como Julio César Chávez, Rafael Herrera y Rubén Olivares, de quienes recuerda con lucidez cada una de sus peleas.

En su carrera profesional agradece el apoyo de los patrocinadores Erich Armando Cruz Castellanos, César Rodrigo Pastrana y Marcos Orantes, así como de los líderes sindicales de la sección 33 del Poder Judicial de la Federación, Jorge Jiménez Cantoral y Jesús Alejandro Chandomí.

Envía un gran agradecimiento al promotor Pepe Durán, de Comitán, y a Alfredo Solís, de La Concordia, a la afición de Chiapas, pero sobre todo a su esposa quien ha estado con él desde el día en que se casaron y ha sido una gran observadora y consejera de sus actividades arriba del ring.

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Ni siquiera el gusto a los huevos a la mexicana, su predilección a la música de Barry White o de Javier Solís, podrá superar la pasión que le ha tenido a sus empleos, principalmente al de réferi, concluye el padre de cuatro hijos, con una sonrisa que hace retumbar las paredes de su departamento.

El sueño de una tragedia



*Sobre el accidente donde hubo al menos siete muertos y 11 heridos

Rafael Espinosa / Una noche antes de la tragedia, el niño le dijo a su madre que había soñado un tráiler que atropellaba y mataba a su hermana. Daniel y su madre hacían tamales para vender al día siguiente. Eran las 11 de la noche.

—Ni lo quiera Dios, hijo, no digas eso —.

Mientras doña Julia terminaba su quehacer pensaba en lo que le había dicho su hijo, como una perturbación que no la dejaba concentrarse hasta que al fin soltó:

—Ven, hijo, vamos a orar —. Fueron a la orilla de la cama y se hincaron.

Después lo sentó en su regazo y lo comenzó a arrullar con cánticos religiosos, palmeándole los brazos para que se durmiera.

—Mamá, cántame esa que dice: “Noche y día los ángeles cuidándote están”… —. Doña Julia comenzó a cantar hasta que el niño se durmió. Mas tarde ella también durmió, mientras su esposo estaba en servicio en el cuartel militar.

A la madrugada siguiente, doña Julia alistó su venta, despertó a Daniel, a su hija Reina, y se fueron a la cabaña de la entrada de Tuxtla, mejor conocida como La Pochota, donde a partir de las cinco de la mañana ofrece arroz con leche, tamales, café, desayunos y posol a medio día, a traileros, pasajeros y clientes que pasan por ahí.

Como todos los días, al llegar a la cabaña oró para que le fuera bien a su negocio; sin embargo, dice, este martes sentía aflicción en el pecho, cierta tristeza, y el día estaba muy tranquilo.

—Siento que algo va a pasar —le dijo a un estibador que en las mañanas espera a los traileros.

Este martes, mientras doña Julia se encargaba del changarro, Daniel buscó en los otros comedores de la orilla a niños de su edad con quien jugar. Reina, su hermana adolescente, anduvo ofreciendo desayunos a los peatones y policías antimontines que habían llegado antes para evitar que los maestros bloquearan la carretera.

De pronto, cuando el reloj marcaba las 13:30 horas, un tráiler descontrolado, con los remolques moviéndose hacia ambos lados, pasó por la carretera como un bólido, frente al negocio de doña Julia, esquivando un camión de pasajeros hasta incrustarse en un coche que giraba en la rotonda vial conocida como La Carreta.

Después de incrustarlo, lo arrastró varios metros, tiró un poste de luz, tumbó la galera de un comedor, atropelló a policías que sombreaban bajo los árboles, a niños que jugaban en la banqueta, hasta internarse en un baldío donde detuvo su alocado desplazamiento.

—¡Mi hijo! —. Fue lo primero que le vino a la mente a doña Julia. Corrió secándose con su delantal hacia donde Daniel jugaba con los niños de los otros comedores.

Otro camión de carga se aparcó a tiempo y evitó que el tráiler arrasara la venta de jarrones de barro, jaulas y artículos domésticos de la orilla de la carretera, aunque sí alcanzó a quebrarle el pie a uno de los vendedores.

Después del silencio, comenzaron los llantos, lamentos y gritos de terror. La gente comenzó a arremolinarse cada quien asistiendo a su familiar o conocido.

Daniel estaba vivo. Su madre lo abrazó llorando, viendo el terrible panorama.

Don Alfonso, vendedor de cocteles de frutas desde hace siete años al otro lado de la acera, siguió con la vista al tráiler cuyo chofer, dice, se veía afligido como si el pedal del freno no le respondiera. Fue entonces cuando resignado dejó de preparar los cocteles y se llevó la mano a la cabeza pensando este ya hizo una desgracia.

—Al final se escuchó un estruendo y luego se vio una nube de polvo —contó al tiempo de recordar que el tráiler iba echando humo por las ruedas.

A unos 50 metros de su negocio, sobre la misma acera, doña Karina, vendedora de frutas bajo una galera, estaba entretenida con sus hijos y su negocio que ni siquiera escuchó si el tráiler iba tocando claxon.

—Sólo vi al chofer desesperado dentro de la cabina como si con la mano jalara algo del toldo —y continuó—; apenas escuché el ruido de las redilas, pero sí, iba bien rápido. Eso fue lo que me hizo voltear a verlo.

Se desconoce en qué punto estaba Daniel en el momento de la tragedia; sin embargo, más tarde contaría que vio el tráiler arremangar al coche y derribar el comedor. Asimismo, observó el atropello a los policías y a sus compañeros de juego que ahora están hospitalizados.

Su hermana no murió, como lo había soñado, porque su madre la había enviado al centro de la ciudad por un mandado.

Los conquistadores del Cañón del Sumidero



• A 58 años de la hazaña

Rafael Espinosa / Seguramente ha escuchado el sustantivo y el adjetivo calificativo “Pañuelo Rojo”. Se trata de un grupo de siete chiapanecos y un zacatecano que conquistó el Cañón del Sumidero en su estado virginal, cuando aún no existía la Presa Chicoasén y el nivel del río Grijalva estaba a unos 200 metros más abajo de lo que habitualmente lo conocemos.

Varios extranjeros equipados y entrenados murieron en el intento, golpeados contra las rocas por las corrientes o devorados por animales salvajes; y otros, como el caso de la “Mujer de los Ríos”, una mujer norteamericana que había explorado ríos del Amazonas, desistieron a tiempo.

Es una de las hazañas voluntarias más recordadas por la gente tuxtleca del siglo pasado. Los ancianos de la época decían que sólo los chiapanecos podrían tener el privilegio de salir libres de la expedición. Incluso, al final de la travesía, cayeron en la cuenta de que el 8 era un número cabalístico, pues fueron 8 meses previos de entrenamiento, 8 los exploradores y 8 días duró la aventura.

Partieron la madrugada del 31 de marzo de 1960, en el embarcadero Cahuaré, Chiapa de Corzo, con equipos rudimentarios, balsas improvisadas hechas con cámaras de tractor, lazos, cables, y con 25 kilos de provisiones en sendas mochilas, sin más que la bendición de Dios de boca de sus familiares.

Don Martín Pérez Chamé, de 80 años, uno de los estoicos personajes, recuerda que en el trayecto se encontraron algo parecido a un paraíso selvático con cientos de cocodrilos en las playas, iguanas del ancho de un garaje, manadas de monos enloquecidos, jaguares, rocas enormes que desviaban las corrientes capaces de arrastrar un camión lleno de gente, faisanes, guacamayas, cotorras y cientos de animales cuyos gritos retumbaban en los acantilados del Cañón.

Dice que acampaban en pequeñas bahías, donde fumaban cigarrillos y hacían fogatas para soportar las temperaturas nocturnas de 10 grados centígrados y al medio día de hasta 50 grados. Había lugares en los que el fragor de las corrientes eran tan intensas que sus voces se perdían en el espacio, por eso hacían sonar sus silbatos para saber que el compañero había cruzado con vida al otro lado de las cascadas.

Había chorreaderos inmensos que brotaban de las paredes del Cañón como si fueran velos de novia y fue entonces cuando bautizaron una vertiente con el nombre de “Árbol de Navidad” por la caída semejante al pino que se acostumbra a instalar en los hogares, en diciembre.

Durante la expedición, rememora, un piloto voluntario del municipio de Ixtapa, que había participado en la Segunda Guerra Mundial y que tenía su propia avioneta, sobrevolaba a ras de las copas de los árboles lanzando bolsas de comestibles con un listón amarillo para que los aventureros pudieran encontrarlas en medio de aquella selva tupida y pudieran sobrevivir la travesía.

Casi al mismo tiempo, los locutores de la radio local, que seguían de cerca la ruta desde lo alto de las montañas, transmitían casi al momento los pormenores de la exploración y a la mañana siguiente aparecían en primera plana de los periódicos el seguimiento de la misma.

A los tres cuartos de camino, cuenta don Martín, una avioneta de Pemex también les lanzó víveres desde las alturas. Ahí pusieron en práctica los ensayos previos de escalamiento, natación, atletismo y otras actividades rigurosas como si estuvieran en una escuela castrense, pues había lugares intransitables y las provisiones a veces caían sobre los árboles, en el agua, o tenían que correr para evitar que los animales se apropiaran de la comida.

Al amanecer del 7 de abril, llegaron triunfantes a bordo de sus balsas a Chicoasén donde los recibió una muchedumbre, incluyendo al presidente municipal de esa localidad y al gobernador del estado, Samuel León Brindis, con algarabía, cohetes y música como hasta hoy una hazaña ciudadana no se celebra con tal magnitud.

Don Martín recuerda que los llevaron a Palacio del Gobierno donde recibieron una medalla de honor y salieron al balcón a saludar a las miles de almas que estaban en la plaza.

Había tanta gente, dice, “como jamás haya visto en mi vida, como si fuéramos artistas, de tal modo que nos cargaban sobre sus hombros; y cuando partimos en las camionetas tuvieron que cerrar las ventanillas y asegurar las puertas”.

—Es el recuerdo más hermoso que tengo en la vida —dice don Martín con cierto sentimiento.

Los integrantes del Pañuelo Rojo son: Jorge Narváez Domínguez; Maximiano Hernández Castillejos; Martín Pérez Chamé; Salvador Hernández Castillejos; Rodulfo Castillejos Sánchez; Eneas Cano Zebadúa; Nabor Vázquez Juárez; y Ramón Alvarado Zapata, de Zacatecas.

A 58 años de la hazaña, sobreviven don Martín Pérez, Nabor Vázquez, y se desconoce la existencia de don Ramón Alvarado, pues algunos dicen que vive su senectud en Guadalajara.

De este acontecimiento se editó una película y varios libros, uno de ellos escrito por Maximiano Hernández.

El nombre de Pañuelo Rojo surgió durante los entrenamientos; pensaban cómo autonombrarse cuando uno de ellos sacó su pañuelo para secarse el sudor de la frente; además los habitantes de la época acostumbraban a llevar siempre en la bolsa del pantalón un paliacate de este color.

Existen develaciones con sus nombres grabados en placas sobre las paredes del Cañón, a la altura del Mirador La Coyota, y en el Ayuntamiento de Tuxtla Gutiérrez, y cientos de reconocimientos que han recibido a lo largo de la historia.

Los Hombres Cuervo




Rafael Espinosa / Los “Hombres Cuervo” viven rodeados de lagunas en la zona norte Chiapas, sobre la llanura costera del Golfo de México, a unos 350 kilómetros de la capital chiapaneca, Tuxtla Gutiérrez.

Les llaman así porque se bañan o se humedecen el cuerpo varias veces al día, como los cuervos se zambullen en las orillas de los humedales.

Habitan en la comunidad Punta Arena, municipio de Playas de Catazajá, una población aproximada a los mil habitantes, donde son visitados por estudiantes, maestros, periodistas y curiosos, quienes llegan en coches, autobuses o en lancha.

Los Hombres Cuervo son personas que carecen de poros en la piel y por lo tanto no transpiran, motivo por el cual tampoco pueden liberar el calor corporal y tienen que bañarse en repetidas ocasiones o usar camisas húmedas para refrescarse.

Además, se caracterizan por tener la frente olímpica, pómulos anchos, mandíbula triangular, labio superior corto y fino, labio inferior grueso y revertido, el cabello escaso, ralo y claro, la piel delgada y la nariz hundida.

También presentan cejas y pestañas despobladas, ojos azulados, alteraciones en las uñas, orejas ligeramente puntiagudas y falta de dientes, aunque algunos sólo desarrollan los "colmillos".

Doña Prudencia Vázquez López, de 42 años, madre de dos niños cuervo, cuenta que la historia surge a principios del siglo pasado, con la llegada a la comunidad de un hombre y sus tres hijas procedentes de Hungría.

Se presume, dice, que el hombre tuvo relaciones con sus hijas cuyos bebés nacieron con esta patología.

De acuerdo con la descendencia familiar, una de las húngaras se unió a don Prudencio Vázquez Cruz con quien procreó cinco hijos, entre ellos a don Urfencio Vázquez Góngora, Hombre Cuervo que falleció a los 70 años y padre de doña Prudencia.

Ninguno de los hermanos de doña Prudencia nació con estas características, siendo que su padre don Urfencio era Cuervo y su madre, doña Aura del Carmen López Sánchez, era mujer normal del pueblo fallecida a los 60 años.

Sin embargo, dos de los cuatro hijos de doña Prudencia nacieron con esta enfermedad congénita, pese a que ella y su esposo Mauricio Cruz Vázquez son normales.

A doña Prudencia casi no le gusta hablar del tema y tampoco exhibir a sus hijos, debido a que muchos “sólo llegan a tomarles foto, prometen apoyarlos, pero nunca regresan”.

Recuerda que el cantautor mexicano “Juan Gabriel”, personalmente prometió ayuda pero el apoyo nunca llegó.

“No sé por qué”, dice desde su cocina de palma, en la orilla de la laguna.

Ahora todo aquel que quiera información tiene que incentivarlos o por lo menos dejarles una cuota voluntaria.

Hoy, el mayor de sus hijos, de 23 años, está trabajando de albañil en Playa del Carmen y el otro, de 16, se encuentra en la escuela preparatoria.

Comenzaba a prolongarse la plática cuando, de pronto, se interrumpe la conversación por la llegada de don Mauricio, su esposo, a quien no le gusta hablar de la enfermedad de sus hijos con advenedizos.

El hombre parecía enojado; bajó de la canoa y atravesó el patio hacia su casa, con varios racimos de plátano en las manos.

“Lo siento”, dice doña Prudencia. Se fue detrás su esposo.

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A dos cuadras y media de ahí, en una casa de techo de láminas metálicas, similar a la mayoría de las viviendas que hay en Punta Arena, vive su primo hermano Porfirio Díaz Vázquez, un Hombre Cuervo soltero, de oficio pescador, de 60 años.

Cuando está en su hogar, don Porfirio tiene que echarse agua por lo menos 64 veces al día y cuando trabaja usa camisas gruesas que humedece constantemente en la laguna, para mantenerse fresco durante más tiempo.

“El agua es nuestra vida; podrá faltarnos comida pero el agua no”, suelta don Porfirio, sentado sobre una banca de madera.

Frente a él se encuentra su hermano Ruperto, un hombre normal de oficio peluquero, que le corta el cabello a un vecino.

Al igual que los demás Hombres Cuervo, don Porfirio no aguanta ni una hora sin agua, porque inmediatamente se llena de parches colorados o le sangra la nariz, por eso casi siempre lleva una garrafa de agua a donde quiera que va, o en su defecto se baña a cada rato en la laguna.

“Ellos (los Hombres Cuervo) tienen la ventaja de que nos le pica el mosquito, porque no tienen poros”, comenta sonriente el vecino, mientras le quitan el pelo.

Ocario Díaz Correa y Joaquina Vázquez Góngora, ambos de 80 años, son los padres de don Porfirio. Ellos son personas normales que tuvieron ocho hijos, de los cuales sólo don Porfirio y su hermano Paulo, de 52, son Hombres Cuervo.

“Por ahí anda”, señala Ruperto hacia la calle, refiriéndose a Paulo.

Así como don Porfirio hay siete Hombres Cuervo más: uno es estudiante de preparatoria; otro ganapán; campesino; universitario, albañil; agricultor; y una mujer con características menguadas. La mayoría está soltera, salvo el campesino que tiene su mujer con quien procreó un hijo normal.

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Fany Kramski Soto, dermatóloga del Hospital General Regional de la capital chiapaneca, explica que el nombre científico es displasia ectodérmica anhidrótica.

Es una genodermatosis, agrega, enfermedad que se hereda, debido a defectos cromosómicos en grupos o comunidades donde hay consanguinidad.

“El problema se presenta donde se casan entre familiares, porque el tipo de herencia es autosómica recesiva ligada al cromosoma X; no es una enfermedad frecuente, se da en dos personas que tengan el mismo defecto genético”, argumenta.

Aunque ellas son las que portan el defecto genético en el cromosoma, son los hombres quienes presentan estas características físicas, resume la especialista.

De acuerdo con la versión de Kramski, la esperanza de vida de los Hombres Cuervo es buena si ellos acatan las indicaciones que se les da, entre las que destacan vivir en un clima adecuado, mojarse constantemente la piel, usar ropa fresca, no hacer demasiado ejercicio y llevar una vida de actividades tranquilas.

No obstante, los Hombres Cuervo están adaptados al clima cálido húmedo de la región, a hacer trabajos pesados, y tampoco tienen deseos de irse a otro lado porque, dicen, “aquí tenemos a nuestra familia, nuestro patrimonio”.

Algunos paliativos para sobrellevar la enfermedad consisten en cremas hidratantes y antipiréticos, puesto que la ingeniería médica aún no ha creado una fórmula que cure la enfermedad.

Hasta el momento no hay estadística que revele el número de casos, sin embargo, se presume que existe un número muy reducido, debido a que son enfermedades extremadamente raras.

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Durante las entrevistas, los Hombres Cuervo comentaron que han sufrido burla, aunque en Punta Arena son muy queridos por la gente.

Publicado en 2010