*Sobre
el accidente donde hubo al menos siete muertos y 11 heridos
Rafael
Espinosa / Una noche antes de la tragedia, el niño le dijo a su madre que había
soñado un tráiler que atropellaba y mataba a su hermana. Daniel y su madre
hacían tamales para vender al día siguiente. Eran las 11 de la noche.
—Ni
lo quiera Dios, hijo, no digas eso —.
Mientras
doña Julia terminaba su quehacer pensaba en lo que le había dicho su hijo, como
una perturbación que no la dejaba concentrarse hasta que al fin soltó:
—Ven,
hijo, vamos a orar —. Fueron a la orilla de la cama y se hincaron.
Después
lo sentó en su regazo y lo comenzó a arrullar con cánticos religiosos,
palmeándole los brazos para que se durmiera.
—Mamá,
cántame esa que dice: “Noche y día los ángeles cuidándote están”… —. Doña Julia
comenzó a cantar hasta que el niño se durmió. Mas tarde ella también durmió,
mientras su esposo estaba en servicio en el cuartel militar.
A la
madrugada siguiente, doña Julia alistó su venta, despertó a Daniel, a su hija
Reina, y se fueron a la cabaña de la entrada de Tuxtla, mejor conocida como La
Pochota, donde a partir de las cinco de la mañana ofrece arroz con leche,
tamales, café, desayunos y posol a medio día, a traileros, pasajeros y clientes
que pasan por ahí.
Como
todos los días, al llegar a la cabaña oró para que le fuera bien a su negocio;
sin embargo, dice, este martes sentía aflicción en el pecho, cierta tristeza, y
el día estaba muy tranquilo.
—Siento
que algo va a pasar —le dijo a un estibador que en las mañanas espera a los
traileros.
Este
martes, mientras doña Julia se encargaba del changarro, Daniel buscó en los
otros comedores de la orilla a niños de su edad con quien jugar. Reina, su
hermana adolescente, anduvo ofreciendo desayunos a los peatones y policías
antimontines que habían llegado antes para evitar que los maestros bloquearan
la carretera.
De
pronto, cuando el reloj marcaba las 13:30 horas, un tráiler descontrolado, con
los remolques moviéndose hacia ambos lados, pasó por la carretera como un
bólido, frente al negocio de doña Julia, esquivando un camión de pasajeros
hasta incrustarse en un coche que giraba en la rotonda vial conocida como La
Carreta.
Después
de incrustarlo, lo arrastró varios metros, tiró un poste de luz, tumbó la
galera de un comedor, atropelló a policías que sombreaban bajo los árboles, a
niños que jugaban en la banqueta, hasta internarse en un baldío donde detuvo su
alocado desplazamiento.
—¡Mi
hijo! —. Fue lo primero que le vino a la mente a doña Julia. Corrió secándose
con su delantal hacia donde Daniel jugaba con los niños de los otros comedores.
Otro
camión de carga se aparcó a tiempo y evitó que el tráiler arrasara la venta de
jarrones de barro, jaulas y artículos domésticos de la orilla de la carretera,
aunque sí alcanzó a quebrarle el pie a uno de los vendedores.
Después
del silencio, comenzaron los llantos, lamentos y gritos de terror. La gente
comenzó a arremolinarse cada quien asistiendo a su familiar o conocido.
Daniel
estaba vivo. Su madre lo abrazó llorando, viendo el terrible panorama.
Don
Alfonso, vendedor de cocteles de frutas desde hace siete años al otro lado de
la acera, siguió con la vista al tráiler cuyo chofer, dice, se veía afligido
como si el pedal del freno no le respondiera. Fue entonces cuando resignado
dejó de preparar los cocteles y se llevó la mano a la cabeza pensando este ya
hizo una desgracia.
—Al
final se escuchó un estruendo y luego se vio una nube de polvo —contó al tiempo
de recordar que el tráiler iba echando humo por las ruedas.
A
unos 50 metros de su negocio, sobre la misma acera, doña Karina, vendedora de
frutas bajo una galera, estaba entretenida con sus hijos y su negocio que ni
siquiera escuchó si el tráiler iba tocando claxon.
—Sólo
vi al chofer desesperado dentro de la cabina como si con la mano jalara algo
del toldo —y continuó—; apenas escuché el ruido de las redilas, pero sí, iba
bien rápido. Eso fue lo que me hizo voltear a verlo.
Se
desconoce en qué punto estaba Daniel en el momento de la tragedia; sin embargo,
más tarde contaría que vio el tráiler arremangar al coche y derribar el
comedor. Asimismo, observó el atropello a los policías y a sus compañeros de
juego que ahora están hospitalizados.
Su
hermana no murió, como lo había soñado, porque su madre la había enviado al
centro de la ciudad por un mandado.
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