• A
58 años de la hazaña
Rafael
Espinosa / Seguramente ha escuchado el sustantivo y el adjetivo calificativo
“Pañuelo Rojo”. Se trata de un grupo de siete chiapanecos y un zacatecano que
conquistó el Cañón del Sumidero en su estado virginal, cuando aún no existía la
Presa Chicoasén y el nivel del río Grijalva estaba a unos 200 metros más abajo
de lo que habitualmente lo conocemos.
Varios
extranjeros equipados y entrenados murieron en el intento, golpeados contra las
rocas por las corrientes o devorados por animales salvajes; y otros, como el
caso de la “Mujer de los Ríos”, una mujer norteamericana que había explorado
ríos del Amazonas, desistieron a tiempo.
Es
una de las hazañas voluntarias más recordadas por la gente tuxtleca del siglo
pasado. Los ancianos de la época decían que sólo los chiapanecos podrían tener
el privilegio de salir libres de la expedición. Incluso, al final de la
travesía, cayeron en la cuenta de que el 8 era un número cabalístico, pues
fueron 8 meses previos de entrenamiento, 8 los exploradores y 8 días duró la
aventura.
Partieron
la madrugada del 31 de marzo de 1960, en el embarcadero Cahuaré, Chiapa de
Corzo, con equipos rudimentarios, balsas improvisadas hechas con cámaras de
tractor, lazos, cables, y con 25 kilos de provisiones en sendas mochilas, sin
más que la bendición de Dios de boca de sus familiares.
Don
Martín Pérez Chamé, de 80 años, uno de los estoicos personajes, recuerda que en
el trayecto se encontraron algo parecido a un paraíso selvático con cientos de
cocodrilos en las playas, iguanas del ancho de un garaje, manadas de monos
enloquecidos, jaguares, rocas enormes que desviaban las corrientes capaces de
arrastrar un camión lleno de gente, faisanes, guacamayas, cotorras y cientos de
animales cuyos gritos retumbaban en los acantilados del Cañón.
Dice
que acampaban en pequeñas bahías, donde fumaban cigarrillos y hacían fogatas
para soportar las temperaturas nocturnas de 10 grados centígrados y al medio
día de hasta 50 grados. Había lugares en los que el fragor de las corrientes
eran tan intensas que sus voces se perdían en el espacio, por eso hacían sonar
sus silbatos para saber que el compañero había cruzado con vida al otro lado de
las cascadas.
Había
chorreaderos inmensos que brotaban de las paredes del Cañón como si fueran
velos de novia y fue entonces cuando bautizaron una vertiente con el nombre de
“Árbol de Navidad” por la caída semejante al pino que se acostumbra a instalar
en los hogares, en diciembre.
Durante
la expedición, rememora, un piloto voluntario del municipio de Ixtapa, que
había participado en la Segunda Guerra Mundial y que tenía su propia avioneta,
sobrevolaba a ras de las copas de los árboles lanzando bolsas de comestibles
con un listón amarillo para que los aventureros pudieran encontrarlas en medio
de aquella selva tupida y pudieran sobrevivir la travesía.
Casi
al mismo tiempo, los locutores de la radio local, que seguían de cerca la ruta
desde lo alto de las montañas, transmitían casi al momento los pormenores de la
exploración y a la mañana siguiente aparecían en primera plana de los
periódicos el seguimiento de la misma.
A
los tres cuartos de camino, cuenta don Martín, una avioneta de Pemex también
les lanzó víveres desde las alturas. Ahí pusieron en práctica los ensayos
previos de escalamiento, natación, atletismo y otras actividades rigurosas como
si estuvieran en una escuela castrense, pues había lugares intransitables y las
provisiones a veces caían sobre los árboles, en el agua, o tenían que correr
para evitar que los animales se apropiaran de la comida.
Al
amanecer del 7 de abril, llegaron triunfantes a bordo de sus balsas a Chicoasén
donde los recibió una muchedumbre, incluyendo al presidente municipal de esa
localidad y al gobernador del estado, Samuel León Brindis, con algarabía,
cohetes y música como hasta hoy una hazaña ciudadana no se celebra con tal
magnitud.
Don
Martín recuerda que los llevaron a Palacio del Gobierno donde recibieron una
medalla de honor y salieron al balcón a saludar a las miles de almas que
estaban en la plaza.
Había
tanta gente, dice, “como jamás haya visto en mi vida, como si fuéramos
artistas, de tal modo que nos cargaban sobre sus hombros; y cuando partimos en
las camionetas tuvieron que cerrar las ventanillas y asegurar las puertas”.
—Es
el recuerdo más hermoso que tengo en la vida —dice don Martín con cierto
sentimiento.
Los
integrantes del Pañuelo Rojo son: Jorge Narváez Domínguez; Maximiano Hernández
Castillejos; Martín Pérez Chamé; Salvador Hernández Castillejos; Rodulfo
Castillejos Sánchez; Eneas Cano Zebadúa; Nabor Vázquez Juárez; y Ramón Alvarado
Zapata, de Zacatecas.
A 58
años de la hazaña, sobreviven don Martín Pérez, Nabor Vázquez, y se desconoce
la existencia de don Ramón Alvarado, pues algunos dicen que vive su senectud en
Guadalajara.
De
este acontecimiento se editó una película y varios libros, uno de ellos escrito
por Maximiano Hernández.
El
nombre de Pañuelo Rojo surgió durante los entrenamientos; pensaban cómo
autonombrarse cuando uno de ellos sacó su pañuelo para secarse el sudor de la
frente; además los habitantes de la época acostumbraban a llevar siempre en la
bolsa del pantalón un paliacate de este color.
Existen
develaciones con sus nombres grabados en placas sobre las paredes del Cañón, a
la altura del Mirador La Coyota, y en el Ayuntamiento de Tuxtla Gutiérrez, y
cientos de reconocimientos que han recibido a lo largo de la historia.
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