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martes, 10 de julio de 2018

Los conquistadores del Cañón del Sumidero



• A 58 años de la hazaña

Rafael Espinosa / Seguramente ha escuchado el sustantivo y el adjetivo calificativo “Pañuelo Rojo”. Se trata de un grupo de siete chiapanecos y un zacatecano que conquistó el Cañón del Sumidero en su estado virginal, cuando aún no existía la Presa Chicoasén y el nivel del río Grijalva estaba a unos 200 metros más abajo de lo que habitualmente lo conocemos.

Varios extranjeros equipados y entrenados murieron en el intento, golpeados contra las rocas por las corrientes o devorados por animales salvajes; y otros, como el caso de la “Mujer de los Ríos”, una mujer norteamericana que había explorado ríos del Amazonas, desistieron a tiempo.

Es una de las hazañas voluntarias más recordadas por la gente tuxtleca del siglo pasado. Los ancianos de la época decían que sólo los chiapanecos podrían tener el privilegio de salir libres de la expedición. Incluso, al final de la travesía, cayeron en la cuenta de que el 8 era un número cabalístico, pues fueron 8 meses previos de entrenamiento, 8 los exploradores y 8 días duró la aventura.

Partieron la madrugada del 31 de marzo de 1960, en el embarcadero Cahuaré, Chiapa de Corzo, con equipos rudimentarios, balsas improvisadas hechas con cámaras de tractor, lazos, cables, y con 25 kilos de provisiones en sendas mochilas, sin más que la bendición de Dios de boca de sus familiares.

Don Martín Pérez Chamé, de 80 años, uno de los estoicos personajes, recuerda que en el trayecto se encontraron algo parecido a un paraíso selvático con cientos de cocodrilos en las playas, iguanas del ancho de un garaje, manadas de monos enloquecidos, jaguares, rocas enormes que desviaban las corrientes capaces de arrastrar un camión lleno de gente, faisanes, guacamayas, cotorras y cientos de animales cuyos gritos retumbaban en los acantilados del Cañón.

Dice que acampaban en pequeñas bahías, donde fumaban cigarrillos y hacían fogatas para soportar las temperaturas nocturnas de 10 grados centígrados y al medio día de hasta 50 grados. Había lugares en los que el fragor de las corrientes eran tan intensas que sus voces se perdían en el espacio, por eso hacían sonar sus silbatos para saber que el compañero había cruzado con vida al otro lado de las cascadas.

Había chorreaderos inmensos que brotaban de las paredes del Cañón como si fueran velos de novia y fue entonces cuando bautizaron una vertiente con el nombre de “Árbol de Navidad” por la caída semejante al pino que se acostumbra a instalar en los hogares, en diciembre.

Durante la expedición, rememora, un piloto voluntario del municipio de Ixtapa, que había participado en la Segunda Guerra Mundial y que tenía su propia avioneta, sobrevolaba a ras de las copas de los árboles lanzando bolsas de comestibles con un listón amarillo para que los aventureros pudieran encontrarlas en medio de aquella selva tupida y pudieran sobrevivir la travesía.

Casi al mismo tiempo, los locutores de la radio local, que seguían de cerca la ruta desde lo alto de las montañas, transmitían casi al momento los pormenores de la exploración y a la mañana siguiente aparecían en primera plana de los periódicos el seguimiento de la misma.

A los tres cuartos de camino, cuenta don Martín, una avioneta de Pemex también les lanzó víveres desde las alturas. Ahí pusieron en práctica los ensayos previos de escalamiento, natación, atletismo y otras actividades rigurosas como si estuvieran en una escuela castrense, pues había lugares intransitables y las provisiones a veces caían sobre los árboles, en el agua, o tenían que correr para evitar que los animales se apropiaran de la comida.

Al amanecer del 7 de abril, llegaron triunfantes a bordo de sus balsas a Chicoasén donde los recibió una muchedumbre, incluyendo al presidente municipal de esa localidad y al gobernador del estado, Samuel León Brindis, con algarabía, cohetes y música como hasta hoy una hazaña ciudadana no se celebra con tal magnitud.

Don Martín recuerda que los llevaron a Palacio del Gobierno donde recibieron una medalla de honor y salieron al balcón a saludar a las miles de almas que estaban en la plaza.

Había tanta gente, dice, “como jamás haya visto en mi vida, como si fuéramos artistas, de tal modo que nos cargaban sobre sus hombros; y cuando partimos en las camionetas tuvieron que cerrar las ventanillas y asegurar las puertas”.

—Es el recuerdo más hermoso que tengo en la vida —dice don Martín con cierto sentimiento.

Los integrantes del Pañuelo Rojo son: Jorge Narváez Domínguez; Maximiano Hernández Castillejos; Martín Pérez Chamé; Salvador Hernández Castillejos; Rodulfo Castillejos Sánchez; Eneas Cano Zebadúa; Nabor Vázquez Juárez; y Ramón Alvarado Zapata, de Zacatecas.

A 58 años de la hazaña, sobreviven don Martín Pérez, Nabor Vázquez, y se desconoce la existencia de don Ramón Alvarado, pues algunos dicen que vive su senectud en Guadalajara.

De este acontecimiento se editó una película y varios libros, uno de ellos escrito por Maximiano Hernández.

El nombre de Pañuelo Rojo surgió durante los entrenamientos; pensaban cómo autonombrarse cuando uno de ellos sacó su pañuelo para secarse el sudor de la frente; además los habitantes de la época acostumbraban a llevar siempre en la bolsa del pantalón un paliacate de este color.

Existen develaciones con sus nombres grabados en placas sobre las paredes del Cañón, a la altura del Mirador La Coyota, y en el Ayuntamiento de Tuxtla Gutiérrez, y cientos de reconocimientos que han recibido a lo largo de la historia.

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