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miércoles, 24 de abril de 2019

La herencia de mis hijos




Rafael Espinosa | Cuando le avisaron de una nueva invasión, don Efraín tomó sus documentos y corrió con impotencia al predio Loma Larga-La Brisas. Al entrar a la colonia se topó con un grupo de gente armada con palos y machetes.

―A ver a ver, ¿A dónde va usted? 

―Vine a ver mi terreno.

―¿En dónde dice que es de usted?

―¡Aquí están! ―dijo, exhibiendo una carpeta que le arrebataron de sus manos.

El hombre que parecía ser el líder del grupo ni siquiera lo leyó y lo rompió en varios pedazos frente a él, mientras que los demás, ensalzados, alzaron sus palos y machetes.

Don Efraín sintió que le hervía la sangre, un sentimiento de coraje e impotencia se le subió de los pies a la cabeza; pensó lanzarse a golpes, sin embargo, declinó de esta decisión al ver el furor de los invasores.

―Mejor no le busque; este terreno no lo necesita ―le dijo el líder, tirando los restos de papel en la tierra.

Don Efraín se dio la vuelta y regresó a su casa. Llegó de mal humor sin tocar el plato de comida que su esposa le había servido en la mesa. Se sentó pensativo en su mecedora. Era sábado. El mayor de sus tres hijos no tuvo el ánimo de pedirle permiso de ir a una fiesta. Su esposa, que lo conocía desde hace 30 años, evitó entablar una conversación con él, en cambio se dispuso a trajinar en la cocina y a doblar la ropa que en la mañana había lavado.

Había comprado el terreno de 10x20, en pagos con el dueño legítimo. No obstante, los invasores llegaron en estampida y se apoderaron de su predio y de muchos más, de la noche a la mañana.

Don Efraín lo había adquirido con mucho esfuerzo para construir una casa en la medida de sus posibilidades, y con el tiempo, cuando fuese mayor, sus hijos se lo repartieran como herencia.

Muchas veces se reunió con otros afectados para interponer una demanda colectiva, con la esperanza de que le devolvieran su predio. Sin embargo, tuvo que pasar varios meses en ascuas y su familia tolerar su mal genio respecto al caso, hasta que el gobierno mandó un operativo de desalojo que le restituyó su patrimonio.

―Una vez que te lo invaden es imposible recuperarlo; así hay muchos casos en la ciudad y es sabido por todos de que lo pierdes ―le decía con tristeza a su esposa.

El día que se enteró de que el gobierno había recuperado los terrenos y que varios “paracaidistas” habían sido llevados a la cárcel, don Efraín brincó de alegría e invitó a su esposa e hijos a comer en una cocina económica del centro.

Ahora, ha comenzado a trabajar más de lo normal para construir una casita e irse a vivir ahí, aunque sea solo, para que ya no vuelvan a quitárselo.

Por fortuna, los documentos que le rompieron aquel día eran copias.

El deseo de salir adelante



Rafael Espinosa | Fue en la universidad cuando Arturo vio que las letras del pizarrón se le movían; cerró los ojos y volvió abrirlos y las letras seguían inestables. Tenía 19 años. Pensó que esa extraña sensación en sus ojos obedecía al cansancio o a algún malestar pasajero.

Sin embargo, a medida que pasaron los días, su debilidad visual aumentó, de tal modo que tuvo que abandonar su carrera de Contabilidad. Había viajado de una comunidad de su natal Jiquipilas a la capital, Tuxtla Gutiérrez, donde pretendía terminar la licenciatura para ayudar a sus padres.

Meses antes, había leído muchos libros, como si alguien le hubiera dicho: lee todos los libros que puedas porque ya no podrás hacerlo, recuerda.

Sus padres lo llevaron con los médicos más reconocidos de Tuxtla Gutiérrez y de la Ciudad de México, sin que nadie pudiera curarlo. El último que lo revisó determinó que Arturo había sufrido atrofia en el nervio óptico por causas desconocidas y que por tal motivo era incurable.

Desde esa vez se acostumbró a vivir en semitinieblas y aunque por dentro sufría, siempre demostró alegría a sus padres. Desarrolló su capacidad auditiva y táctil, de manera que le ayudaba en los trabajos del campo a su padre y jugaba fútbol con sus amigos del rancho.

Muchos años después, con el deseo de salir adelante, regresó a Tuxtla Gutiérrez y aprendió a leer en braille, se integró a una Asociación de ciegos y débiles visuales, en donde encontró a personas que también sobrevivían en ese mundo.

Comenzó a trabajar de maestro de braille en el Centro Cultural Jaime Sabines desde hace 14 años y en este lapso logró terminar la carrera en Educación Especial, mientras que en sus ratos libres practicaba atletismo.

Como débil visual, dice, le ocurre a uno accidentes como caminar en cemento fresco de una banqueta, chocar con cristales sumamente transparentes o como la vez pasada que trepé sobre un montón de escombro en una calle.

―Cuando me vine a dar cuenta estaba yo en la parte más alta del montículo y me imaginé que la gente se reía al ver a un adulto sobre el escombro como si fuese un niño ―. Ríe.

Se ha aprendido con mucha exactitud la ruta de su casa al trabajo y viceversa, que por las mañanas toma el colectivo y camina por el centro.

Sólo una ruta de colectivo pasa cerca de su casa y su oído sabe cuando la unidad va de ida o de vuelta. En el centro apenas ve las siluetas de coches detenidos para que pueda cruzar una calle. En las noches se guía por las lámparas de las avenidas y por las luces de los autos.

Cuando sus compañeros de trabajo ingresan a su cubículo, levanta el cuello y reconoce la voz inmediatamente. Sólo alcanza a ver las letras grandes de su teléfono celular a una distancia de 10 centímetros, aunque más utiliza la aplicación de voz para saber la hora, los mensajes y las llamadas.

Arturo Esquinca Zarate, de 50 años, vive felizmente con su esposa y su hija de año y medio de edad. Desconoce si su padecimiento se hereda, sin embargo, "si mi hija llega a padecer lo mismo, aquí tiene a su maestro", dice sonriente.

Sus padres ya no están en este mundo, pero si estuvieran les diría nuevamente cuanto los quiere y le agradecería lo mucho que lucharon por él, puntualiza don Arturo, el quinto de nueve hermanos.

Cantante a domicilio



Rafael Espinosa | Don Hermi camina de la mano de Dios, habla de Dios y le canta alabanzas a Él en todo momento. Con su guitarra al cuello y el corazón lleno de fe, ofrece canciones a domicilio por las calles de la ciudad, sin más ilusión que la de lograr algo para comer.

Tiene una sonrisa alegre y una voz que hace retumbar las paredes. Se sabe muchos capítulos y versículos de la Biblia, como de leyes un buen abogado, sin embargo, no trata de convencer a sus semejantes con su religión pentecostés.

Don Hermi era un alcohólico de esos que no sueltan la botella de aguardiente ni para dormir y que roban para seguir bebiendo. Recuerda que cuando era joven estuvo dos años en la cárcel por hurtarse un triciclo en la costa.

Al poco tiempo de que se enteraron de que tocaba la guitarra, se vio rodeado de presos cantando. Después, alguien le habló de la Palabra de Dios y sólo entonces decidió mudar sus pecados por bendiciones.

Aprendió las primeras tonadas por don Salomón, de Huixtla, que en paz descanse, dice, y más tarde cambiaría su reloj de pulsera por su primera guitarra, cuando tenía 18 años. Lo recuerda tan bien, como la fecha en que murieron sus padres.

A sus 60 años, el oriundo de Motozintla, camina errante con su mochila al hombro, con la única esperanza de seguir los pasos de Dios y no soltarse de Él. Vive en la colonia Pluma de Oro, en la capital.

Con esta forma de vida, ha andado por las calles de la Ciudad de México, Puebla, así como varios municipios de Chiapas, con propinas que apenas le alcanza para comer; a veces regresa a casa con su guitarra y “sin ningún clavo”.

―¿Y si le piden una canción mundana? 

―Pues, les canto… Un día a la vez.

La fábrica de marimbas





Rafael Espinosa | Día Uno | En los últimos años de su vida, don Andrés vivió preocupado porque alguien de su familia delegara el oficio de fabricar marimbas. Sin embargo, se fue sin que supiera que un veterinario y su ayudante serían la columna de la fábrica que aún sigue vigente.

Don Andrés murió a los 78 años. Era el único constructor profesional de marimbas en Tuxtla Gutiérrez. Pasó la mayor parte de su vida metido en su taller de carpintería y en las aulas de las escuelas como maestro de música.

Norma, su hija, trajo a su familia de Guadalajara a Tuxtla Gutiérrez, para cuidarlo durante sus últimos días. No obstante, el 02 de octubre del 2004, don Andrés murió. Nadie de la familia sabía construir una marimba.

Si se iban los trabajadores “moría” la fábrica, se decían, de tal modo que Paul, el primogénito de los nietos e hijo de doña Norma, resolvió aprender el oficio.

Había tenido dos o tres trabajos relacionados a la carrera de Medicina Veterinaria y en ese entonces se encontraba desempleado. Se acercó al obrero con más antigüedad aunque éste se mostraba evasivo para enseñarle.

Es posible que don Andrés se haya ido con la preocupación de que la fábrica acabaría, porque a los pocos días doña Norma despertó con la idea de que había conversado con su padre en un sueño.

―Si quieres que siga adelante este taller, ¿dime qué hacer? ―le decía afligida.

―Ve a ver a don Carlos ―repuso don Andrés.

Al día siguiente, doña Norma habría relacionado el nombre con el apellido Nandayapa, amigo entrañable de su padre y quien le fabricaba marimbas a su tío, el famoso marimbista chiapacorceño, Zeferino Nandayapa.

Fue así que Paul, después de un mes de curso intenso con don Carlos, aprendió una de las cosas más importantes, afinar las teclas de las marimbas de cedro y hormiguillo.

Con el tiempo, Paul se ha vuelto perfeccionista en la fabricación de marimbas, cajas de resonancia y afinación del teclado. Ahora, considera este oficio como su mayor pasión.

A sus ocho años de trabajo, quizá haya abandonado para siempre su carrera de veterinario, sin embargo, el abuelo ha de estar muy contento desde el cielo, dice.

Esta historia hubiera sido diferente sin la ayuda de don Francisco Pérez, ayudante y amigo de Paul. Trabaja en el taller desde hace 16 años, conoció a don Andrés, y se encarga de ensamblar los bastidores de las marimbas que piden de Tabasco, Ciudad de México, Veracruz, Oaxaca, Quintana Roo, Monterrey, entre otros estados.

Nota:

Don Andrés Altamirano Varela, oriundo de Coxcatlán, Puebla, inventó la “Varelina”, un instrumento de 37 cuerdas parecido al Arpa que ha tocado la arpista veracruzana, Cynthia Valenzuela, en París, Francia.

Desde niño le gustó la música, empezó tocando el saxofón, innovó la marimba, fabricaba guitarras, violines, violonchelos, entre otros. Formó orquestas, fue laudero y maestro de solfeo. Construyó su primera marimba en Veracruz, y su primera guitarra la hizo a los 13 años. Vivió en Ocosingo, Simojovel y Tuxtla Gutiérrez, Chiapas.

Fue maestro de música en la escuela primaria “Camilo Pintado”, director de la banda de música de Gobierno del Estado y formó la “Estudiantina Chiapaneca”, un grupo de jóvenes músicos de la Unach, a través de la que viajó a distintos municipios de la entidad y estados de la república.

Se casó con Carmen Luparia León Ballinas, originaria de Ocosingo, Chiapas, con quien procreó cinco hijos, tres mujeres y dos hombres.

El taller, denominado “Fábrica de Marimbas Altamirano”, está ubicado en la 3ª Oriente, entre 3ª y 4ª Norte, en Tuxtla Gutiérrez.



“La autoridad no hace justicia”




Rafael Espinosa │Aquel domingo 27 de enero, don Hugo descansaba en su casa cuando le llamaron que su esposa María Eugenia, su cuñada y su sobrino, se habían accidentado. Horas antes, habían salido a hacer unos mandados al centro de Tuxtla.

Don Hugo, en medio de su desesperación, no sabía si correr (desde la 14 Norte y 2ª Oriente) o tomar un taxi.

“En momentos de aprieto las cosas se esmeran; ni un taxi pasaba”, dice.

Finalmente, abordó uno.

Cuando llegó al lugar del accidente, vio los carros chocados y montón de gente tirada en el piso. Una camioneta había chocado a varios carros y después arrolló a una decena de transeúntes que caminaban por la banqueta.

Horas después se supo que murió uno de los heridos y más tarde dos más.

A doña María Eugenia se le deshizo la pantorrilla. Su hermana Milagros y su sobrino Cristian sufrieron golpes contusos. Ni siquiera supo dónde quedó el dinero que abonaría en Coopel. Tampoco aparecieron las sartenes que doña Milagros había comprado. La “Tablet” de Cristian se hizo añicos.

Doña María Eugenia estuvo hospitalizada 10 días. Lleva 20 días en su casa, en cama, sin poder caminar, mucho menos continuar como empleada doméstica y vendedora de zapatos por catálogo.

Cada vez que don Hugo sale a vender agua, empuja su triciclo pensando en cómo le hará para juntar 700 pesos para el próximo medicamento y pagarle 200 pesos a la enfermera para que le cure la herida a su esposa.

A veces se siente frustrado, sin embargo, su padre, un adulto mayor, quien lo acompaña en la venta de agua, lo anima. “Ni modos, hijo, hay que salir adelante”.

Ha ido tres veces a la Fiscalía General del Estado, sin embargo, nada le resuelven. El conductor responsable, un hombre de 74 años, de nombre Carmelino Hidalgo Espinoza, está libre.

Ha gastado más de 20 mil pesos. La aseguradora GNP, de la camioneta, dice, se ha desentendido de la reparación del daño.

En las noches, mientras cuida a su esposa, don Hugo piensa: “la justicia será igual para todos o sólo para los que tienen dinero”. Y así sigue pensando en miles de cosas, toda la noche, hasta que le agarra el sueño.

Nota:

Hasta donde se sabe, ni el dueño del vehículo ni la aseguradora, se han acercado a las víctimas del percance.

Esto es lo mío: dibujante y pintor



Rafael Espinosa │Jorge vivió su infancia entre pinturas y pinceles; su padre y sus tíos eran dibujantes y rotulistas. En el corredor de su casa se topaba con caballetes, bastidores y cuadros. Para él pintar no iba más allá de un pasatiempo.

Sin embargo, al egresar de la secundaria, cayó en cama por una enfermedad rara que le afectaba los pulmones. Fue entonces cuando se entregó como nunca a los dibujos. Dibujaba en todo momento y sólo descansaba para comer.

Dice que hizo miles de dibujos en su libreta, sumido en su soledad y depresión, porque sentía que iba a morir. Los hacía para dejárselos de recuerdo a su familia; “por si algún día me voy”, les decía.

Pasó ocho años de convalecencia, de tal modo que cuando despertó de su tribulación descubrió que su pasión eran los dibujos y la pintura. Desde esa vez, dice, no ha descansado.

A la fecha, su padre ya no está con él, su hermano y su madre fallecieron, y sus tres hermanas hicieron su propia familia.

Ahora, Jorge, de 31 años de edad, expresa sus sentimientos más íntimos a través de sus obras, como retratos, paisajes, réplicas, cuadros, y hace rótulos en su pequeña casa atiborrada de pinturas, pinceles, bastidores y caballetes.

Es admirador del pintor mexicano Jesús de la Helguera; del francés Simon Vouet, y del artista italiano, Caravaggio. Las técnicas que más usa son: bolígrafo, lápiz, acrílico y prismacolor.

Una vez, en una reunión familiar, conoció a un maestro de arquitectura, llamado Hugo, quien le ayudó a perfeccionar su oficio.

Cuenta que algún día pensó ser biólogo marino para estudiar el ángel emperador, su pez favorito; sin embargo, el tiempo que estuvo enfermo, las carencias y la soledad, tuvieron que ver en no continuar la escuela.

Así se la ha pasado durante los últimos diez años, haciendo cuadros y seguramente así se la pasará el resto de sus días, porque “esto es lo mío”, puntualiza.

Nota:
Su taller está ubicado en los andadores del río Sabinal, en la 5ª Oriente, entre 5a y 6a Norte, en Tuxtla Gutiérrez.

Su número telefónico: 961 13 3 57 91

Don Alejandro, uno de los zapateros más antiguos de Tuxtla



Rafael Espinosa │Cuenta que tenía 14 años cuando comenzó a remendar calzado en el taller de don José Estrada de quien heredó, no sólo el oficio, sino también el pie de remache que con cariño conserva.

Antes de ser ayudante de zapatero, recuerda, vendió periódicos, fue bolero y cargador en el mercado del centro, en aquel Tuxtla antiguo cuando la orilla del pueblo era el río Sabinal.

En la época que se apartó de su maestro para emprender su propio negocio, llegaron tiempos productivos en los que fabricaba sandalias, huaraches, y remendaba calzado con ayuda de cinco operarios.

―Hoy, apenas alcanza para comer ―deduce.

Dice que en su taller había rimeros de zapatos para reparar; sin embargo, fue bajando la demanda de su servicio de tal manera que con el tiempo dejó de fabricar sandalias y fue despidiendo a los trabajadores hasta quedarse solo.

Rememora que a la ciudad comenzaron a llegar zapatos baratos de por doquier, a tal grado de que hoy la gente prefiere comprarse unos nuevos que renovar su calzado.

Gracias a Dios y a este oficio, reconoce, pudo sacar adelante a sus cuatro hijas y ahora cuida de su esposa que se encuentra enferma, a quien le dedica el mayor tiempo posible.

Don Alejandro Mundo aparenta menos edad de los 70 que tiene, quizá porque lleva más de 47 años sin tomar ni fumar y todos los días se desplaza en su bicicleta.

Cerrando su negocio, monta su bicicleta y se va a casa. Así ha sido su ritmo de vida por más de 40 años, dice.

Lustra zapatos, remienda bolsas de damas, pinta chamarras de piel, entre otros, a precios económicos.

Su pequeño taller, ubicado en la 4ª Norte y 2ª Oriente, es uno de los 10 negocios de este giro que sobreviven en el primer cuadro de la ciudad Tuxtla Gutiérrez.

Canasteras, joyas de Tuxtla

Manuela González

Alicia Mendoza

Carmelina Rivera


Rafael Espinosa │A sus 90 años, doña Manuela González es una de las canasteras más grandes de edad en el centro de Tuxtla Gutiérrez. Ella vende epazote, zacate de limón, granadilla, hierba santa, huevos de gallina y de pato, entre otros productos, en las puertas del mercado “Rafael Pascasio Gamboa”.

Llega a las diez de la mañana y se va alrededor de las cuatro de la tarde. A veces la acompaña su bisnieta, de unos seis años, aunque prefiere andar sola. ―¡Ya vete! ―le dice a su bisnieta. La niña se queda. Sabe cómo es su bisabuela.

Cuando llega sola, toma sus cosas y regresa a casa, en la colonia Calvarium. La gente le ayuda con el bastón y la canasta cuando se trepa al colectivo. Doña Manuela no recuerda cuántos años llevan vendiendo ahí.

Doña Alicia Mendoza, de 79 años, vende mango verde, cacahuate, dulces de leche, habas enchiladas, por mencionar algunas frutas y dulces regionales.

Durante sus 40 años de canastera, ha visto la transformación de la imagen del Tuxtla antiguo al Tuxtla moderno, dice.

Todos los días instala sus canastas fuera de una tienda de telas, en la 2ª Sur y 1ª Poniente.

Cuenta que gracias a este oficio ha sacado adelante a sus cinco hijos y es orgullosamente del barrio de San Francisco, al sur de la capital.

Doña Carmelina Rivera es otra de las que lleva mucho tiempo vendiendo frutas y dulces tradicionales zoques en el primer cuadro de la ciudad.

A sus 68 años, se levanta temprano y lleva sus canastas a la 6ª Sur y 1ª Poniente. Vende nuéganos, marquesote, gaznate, turrón, caballito, turulete, palanqueta, buñuelos, puxinú, así como rebanadas de frutas, desde más de 38 años. Ella es de Tapachula, sin embargo, es más tuxtleca que costeña, dice.

Con este trabajo sacó adelante a sus seis hijos y ahora saca adelante a su esposo que sufre discapacidad.

Hace cinco años, narra, un descontrolado automovilista tiró sus canastas de frutas y dulces, y la atropelló. Dejó de vender algunos meses, debido a que se fracturó la mano derecha.

―No podía envolver mis dulces, así que tuve que esperar a que me aliviara ―, recuerda. Esa vez, ella se fue al médico, sus hijos levantaron los dulces del suelo; del chofer ya nada supieron.

***
Ellas son parte de las joyas que aún conserva Tuxtla Gutiérrez. Si las ven, cómprenles; fortalezcan la economía de las familias tuxtlecas que mantienen vivo los tradicionales dulces zoque.

“Una hoja no se cae sin la voluntad de Dios”




Rafael Espinosa * El sábado que se le acabó el alimento a “Sofía”, su mascota; doña Zoila no quiso salir a la tienda. El domingo, le dijo a su hijo y a su sobrino que la acompañaran, sin embargo, ellos tampoco tenían deseos de ir.

Desde hacía dos meses, doña Zoila había viajado de El Salvador a Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, México, para conocer y cuidar a su tercera nieta.

Finalmente, los convenció y tomaron el transporte que los llevaría de Condominios San Juan hacia el centro de la capital chiapaneca. Bajaron del colectivo de la ruta 83 y caminaron sobre la Calle Central, entre la 2ª y 3ª Sur.

Iba pensando si le compraba una bolsa grande o una bolsa chica para Sofía cuando, de pronto, apenas vio que una camioneta se le venía encima sobre la banqueta.

―¡Apártate, mamá! ―apenas escuchó que le gritó su hijo.

Recuerda que sintió un golpazo en el cuerpo y perdió el conocimiento momentáneamente. Cuando recobró la conciencia, vio a su hijo y a su sobrino junto a ella, ilesos; habían brincado hacia un local comercial para salvarse. No obstante, recuerda a una niña, de unos dos años, tirada en suelo. Estaba viva, rememora un poco traumada por la imagen, dice.

Este lunes por la tarde, Zoila, acostada en la cama 40, en el “Hospital Gilberto Gómez Maza”, siente que todo le da vuelta, tiene siete puntadas en la cabeza, rota la pierna izquierda y ocho puntos de costura en la pierna derecha.

―Una hoja no se cae sin la voluntad de Dios ―reflexiona religiosamente, respecto al accidente.

Su esposo, quien la cuida desde que ingresó al hospital, cuenta que las autoridades no se han vuelto a parar ahí. Los gastos están corriendo por su cuenta.

De los ocho adultos y cuatro niños lesionados, don Rubén Morales León, de 48 años, perdió la vida. Unos fueron llevados a otro hospital y otros se fueron por sus propios medios.

Se sabe que el conductor de la camioneta que ocasionó el accidente, un hombre de 74 años, de nombre Carmelino Hidalgo Espinoza, también se reportó herido y se desconoce si será juzgado por su edad.

De acuerdo con el reporte preliminar, el septuagenario se incrustó en un taxi, conducido por Gerardo Castañeda, luego subió a la banqueta donde caminaban los peatones, entre ellos doña Zoila, para terminar incrustado en un Aveo y este último en una Ranger.

Necesita hacerse otros estudios y no hay quién se los pague; se ha quedado sin dinero.


“Es por tu bien, papá”


Rafael Espinosa│Don Pío Quinto fue atropellado por un taxista. Lleva 56 días en cama; tiene las dos piernas y un brazo rotos. A sus 75 años, “ya no quiere nada”. Le han salido llagas en la espalda. A veces se pone de mal humor o discute con las pocas fuerzas que le quedan; principalmente, cuando lo bañan, cambian de pañales o lo enteran de su próxima cita médica. Ya no quiere viajar en la góndola de una camioneta, en su silla de ruedas; regresa más adolorido, dice. En el taxi no se puede subir, porque no soporta el dolor al encoger el cuerpo y tampoco puede apoyarse con el brazo roto. Se preocupa más por su caja de bolear que dejó encargada el día que lo atropellaron, en el barrio 5 de Mayo. El próximo domingo tiene cita médica.

―No quiero que me lleven ―dice, envuelto en una sábana, con su barba de días.

Don Virgilio, su hijo, no sabe si respetar la decisión de su padre o llevarlo a la fuerza. La última vez, forcejeó con él cuando intentó subirlo a la silla y luego al carro. Don Virgilio ha dejado la albañilería, porque su madre no tiene las fuerzas suficientes para maniobrar el cuerpo de don Pío Quinto.

―Es por tu bien, papá ―le aconseja, tratando de convencerlo.

Doña Natividad, esposa de don Pío Quinto, no se despega de la cama, día y noche. Le da su medicina a cucharadas y se mantiene horas sentada a su lado, mirándolo, pensando en mil cosas. Ella también dejó su caja de chicles en el centro, tras el accidente.

―Tampoco yo he ido por mis cositas ―ataja con cierta preocupación.

Don Pío Quinto estuvo 27 días hospitalizado y lleva 29 en su casa. Cuando estuvo en el hospital se ponía histérico con las enfermeras, sin embargo, estas últimas se fueron acostumbrando a su carácter.

―No era así ―dice don Virgilio―; el dolor lo ha cambiado.

En ocasiones don Virgilio también se desespera. Ya gastaron más de 30 mil pesos de los cuales ya comenzaron a pagar rédito. En esta última cita necesitan mil 500 pesos para seis placas que le tomarán a su papá. Su esposa, mientras tanto, contribuye con lo que gana lavando ropa ajena.

El taxi que lo atropelló, con número económico 4217, placas DNX821A, del grupo Colosio, sigue trabajando “como si nada”. La vez pasada los hijos de don Virgilio ubicaron la unidad y estuvieron a punto de retenerla, sin embargo, alguien les dijo: “se van a meter en problemas”.

A pesar de que la Fiscalía General del Estado tiene pruebas y vídeos del accidente, no ha actuado contra el responsable.

―Hay veces que dejamos el caso en las manos de Dios ―comenta doña Natividad.


Ellos viven en la parte alta de la zona norte-oriente de la capital. Si alguien desea apoyarlos, don Virgilio deja al público su número telefónico 9211845253 y su número de tarjeta del Oxxo: 4766 8412 7182 8397. Ojalá alguna dependencia pudiera apoyarlos con una ambulancia.

En busca del pan de cada día



Rafael Espinosa / De lunes a sábado, don Demesio sale a las calles a vender pan en su bicicleta. Con 67 años de vida y 30 dedicándose a este negocio, se le puede ver en las colonias El Carmen, Shanká, Adonahí, Potinaspak y otros asentamientos vecinos, en Tuxtla Gutiérrez.

Ha estado a punto de caer empujando su bicicleta, porque las calles están accidentadas. La vez pasada le llegó un ventarrón que le llenó de polvo la cara; se detuvo y alcanzó a taparse con el antebrazo izquierdo.

Don Demesio vive en la colonia Satélite, al otro lado de la ciudad; sin embargo, por las tardes llega a la panadería, en la colonia Potinaspak, carga su pan en la bicicleta, la cual deja encargada ahí, y sale a vender.

Doña Hortensia le compra desde hace muchos años, porque don Demesio vende barato: 7 teleras por 10 pesos.

La gente sabe cuando se aproxima porque se escucha a lo lejos la voz aún fuerte y prolongada.

—¡Telera! ¡Telera!

Es padre de siete hijos, todos casados. Dice que hace muchos años compraba pan en la extinta tienda Aras Bazar, no obstante, desde hace un par de décadas conoció la panadería que actualmente le entrega.

A su edad no sufre enfermedad alguna, aunque a veces se queda en casa por algún padecimiento pasajero.

Al día vende unos 350 pesos; aunque la ganancia es mínima, le alcanza para que coma con su esposa.

Don Demesio seguirá vendiendo en las calles de esta ciudad, hasta que Dios le preste vida, puntualiza.

Nota: Si lo ven por ahí, cómprenle; quedan pocos hombres “de roble” con ganas de seguir adelante.

Más de dos décadas afilando cuchillos




Rafael Espinosa / Don René hubiera querido ser arquitecto o ingeniero, sin embargo, por razones de carestía familiar ha trabajado de pintor, peón, albañil, zapatero, entre otros dignos oficios que se le cruzaron en el camino durante sus 58 años de vida.

Es posible que don René conozca la ciudad como un taxista, pues a diario se le ve caminar en las colonias de Tuxtla Gutiérrez, jalando su máquina hechiza con el cual afila cuchillos, machetes y herramientas que se han arromado con el uso.

El miércoles afilaba cuchillos en el estacionamiento de un restaurante. Se sentó sobre su máquina y comenzó a pedalear con calma hasta que sus dedos familiarizados con el trabajo, comprobaron el filo incisivo de la hoja de metal.

—Con este trabajo he sacado adelante a mis tres hijos —dice.

En Tuxtla Gutiérrez existen unos 20 afiladores itinerantes. A diferencia de los demás, don René Escobar Domínguez, carga su mochila con herramientas para reparar calzado.

—Por si no cae de una chamba cae de otra —. Sonríe.

Don René, oriundo del municipio de Simojovel, llegó a la capital desde que era un mozuelo. Después de incursionar en varios empleos, aprendió a costurar zapatos y cinco años más tarde a afilar cuchillos a domicilio.

Aunque con los años ha bajado la demanda de su servicio, dice, siempre sale para comer. Mucha gente prefiere comprarse otro cuchillo de baja calidad que pagar 50 pesos por afilar el que ya tiene.

—Si ofrecen pagar más barato, lo valoro y lo hago, pues esto también es un negocio —reflexiona, al tiempo de decir que ocurre casi lo mismo con la reparación de calzado.

Sin saber leer ni escribir, dice que su escuela ha sido la vida. En últimas fechas llega a una escuela pública para adultos, añade un poco cohibido.

Si escuchan el sonido de su zampoña o el grito de zapatero en su colonia, es posible que se trate de don René, porque a sus 58 años seguirá trabajando de lo mismo hasta que Dios se acuerde de él, puntualiza.