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miércoles, 24 de abril de 2019

El deseo de salir adelante



Rafael Espinosa | Fue en la universidad cuando Arturo vio que las letras del pizarrón se le movían; cerró los ojos y volvió abrirlos y las letras seguían inestables. Tenía 19 años. Pensó que esa extraña sensación en sus ojos obedecía al cansancio o a algún malestar pasajero.

Sin embargo, a medida que pasaron los días, su debilidad visual aumentó, de tal modo que tuvo que abandonar su carrera de Contabilidad. Había viajado de una comunidad de su natal Jiquipilas a la capital, Tuxtla Gutiérrez, donde pretendía terminar la licenciatura para ayudar a sus padres.

Meses antes, había leído muchos libros, como si alguien le hubiera dicho: lee todos los libros que puedas porque ya no podrás hacerlo, recuerda.

Sus padres lo llevaron con los médicos más reconocidos de Tuxtla Gutiérrez y de la Ciudad de México, sin que nadie pudiera curarlo. El último que lo revisó determinó que Arturo había sufrido atrofia en el nervio óptico por causas desconocidas y que por tal motivo era incurable.

Desde esa vez se acostumbró a vivir en semitinieblas y aunque por dentro sufría, siempre demostró alegría a sus padres. Desarrolló su capacidad auditiva y táctil, de manera que le ayudaba en los trabajos del campo a su padre y jugaba fútbol con sus amigos del rancho.

Muchos años después, con el deseo de salir adelante, regresó a Tuxtla Gutiérrez y aprendió a leer en braille, se integró a una Asociación de ciegos y débiles visuales, en donde encontró a personas que también sobrevivían en ese mundo.

Comenzó a trabajar de maestro de braille en el Centro Cultural Jaime Sabines desde hace 14 años y en este lapso logró terminar la carrera en Educación Especial, mientras que en sus ratos libres practicaba atletismo.

Como débil visual, dice, le ocurre a uno accidentes como caminar en cemento fresco de una banqueta, chocar con cristales sumamente transparentes o como la vez pasada que trepé sobre un montón de escombro en una calle.

―Cuando me vine a dar cuenta estaba yo en la parte más alta del montículo y me imaginé que la gente se reía al ver a un adulto sobre el escombro como si fuese un niño ―. Ríe.

Se ha aprendido con mucha exactitud la ruta de su casa al trabajo y viceversa, que por las mañanas toma el colectivo y camina por el centro.

Sólo una ruta de colectivo pasa cerca de su casa y su oído sabe cuando la unidad va de ida o de vuelta. En el centro apenas ve las siluetas de coches detenidos para que pueda cruzar una calle. En las noches se guía por las lámparas de las avenidas y por las luces de los autos.

Cuando sus compañeros de trabajo ingresan a su cubículo, levanta el cuello y reconoce la voz inmediatamente. Sólo alcanza a ver las letras grandes de su teléfono celular a una distancia de 10 centímetros, aunque más utiliza la aplicación de voz para saber la hora, los mensajes y las llamadas.

Arturo Esquinca Zarate, de 50 años, vive felizmente con su esposa y su hija de año y medio de edad. Desconoce si su padecimiento se hereda, sin embargo, "si mi hija llega a padecer lo mismo, aquí tiene a su maestro", dice sonriente.

Sus padres ya no están en este mundo, pero si estuvieran les diría nuevamente cuanto los quiere y le agradecería lo mucho que lucharon por él, puntualiza don Arturo, el quinto de nueve hermanos.

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