Rafael Espinosa | Fue en la
universidad cuando Arturo vio que las letras del pizarrón se le movían; cerró
los ojos y volvió abrirlos y las letras seguían inestables. Tenía 19 años.
Pensó que esa extraña sensación en sus ojos obedecía al cansancio o a algún
malestar pasajero.
Sin embargo, a medida que pasaron los
días, su debilidad visual aumentó, de tal modo que tuvo que abandonar su
carrera de Contabilidad. Había viajado de una comunidad de su natal Jiquipilas
a la capital, Tuxtla Gutiérrez, donde pretendía terminar la licenciatura para
ayudar a sus padres.
Meses antes, había leído muchos
libros, como si alguien le hubiera dicho: lee todos los libros que puedas
porque ya no podrás hacerlo, recuerda.
Sus padres lo llevaron con los médicos
más reconocidos de Tuxtla Gutiérrez y de la Ciudad de México, sin que nadie
pudiera curarlo. El último que lo revisó determinó que Arturo había sufrido
atrofia en el nervio óptico por causas desconocidas y que por tal motivo era
incurable.
Desde esa vez se acostumbró a vivir en
semitinieblas y aunque por dentro sufría, siempre demostró alegría a sus
padres. Desarrolló su capacidad auditiva y táctil, de manera que le ayudaba en
los trabajos del campo a su padre y jugaba fútbol con sus amigos del rancho.
Muchos años después, con el deseo de
salir adelante, regresó a Tuxtla Gutiérrez y aprendió a leer en braille, se
integró a una Asociación de ciegos y débiles visuales, en donde encontró a
personas que también sobrevivían en ese mundo.
Comenzó a trabajar de maestro de
braille en el Centro Cultural Jaime Sabines desde hace 14 años y en este lapso
logró terminar la carrera en Educación Especial, mientras que en sus ratos
libres practicaba atletismo.
Como débil visual, dice, le ocurre a
uno accidentes como caminar en cemento fresco de una banqueta, chocar con
cristales sumamente transparentes o como la vez pasada que trepé sobre un
montón de escombro en una calle.
―Cuando me vine a dar cuenta estaba yo
en la parte más alta del montículo y me imaginé que la gente se reía al ver a
un adulto sobre el escombro como si fuese un niño ―. Ríe.
Se ha aprendido con mucha exactitud la
ruta de su casa al trabajo y viceversa, que por las mañanas toma el colectivo y
camina por el centro.
Sólo una ruta de colectivo pasa cerca
de su casa y su oído sabe cuando la unidad va de ida o de vuelta. En el centro
apenas ve las siluetas de coches detenidos para que pueda cruzar una calle. En
las noches se guía por las lámparas de las avenidas y por las luces de los
autos.
Cuando sus compañeros de trabajo
ingresan a su cubículo, levanta el cuello y reconoce la voz inmediatamente.
Sólo alcanza a ver las letras grandes de su teléfono celular a una distancia de
10 centímetros, aunque más utiliza la aplicación de voz para saber la hora, los
mensajes y las llamadas.
Arturo Esquinca Zarate, de 50 años,
vive felizmente con su esposa y su hija de año y medio de edad. Desconoce si su
padecimiento se hereda, sin embargo, "si mi hija llega a padecer lo mismo,
aquí tiene a su maestro", dice sonriente.
Sus padres ya no están en este mundo,
pero si estuvieran les diría nuevamente cuanto los quiere y le agradecería lo
mucho que lucharon por él, puntualiza don Arturo, el quinto de nueve hermanos.
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