Vistas de página en total

viernes, 25 de septiembre de 2020

Volver a nacer




Rafael Espinosa / ---¡hijita, levántate! Ya es tarde ---le dijo don Cleofas a su hija de 10 años. Eran las cinco y media de la mañana. 

 

Mientras tanto, preparó café y unas quesadillas, como de ordinario, para desayunar. Era una mañana fresca en Agua Dulce, una colonia dispersa de Berriozábal, donde la neblina amanece rozando los montes altos de los terrenos baldíos.

 

Don Cleofas se sentó al volante del taxi y pasó a dejar a su hija con una vecina que la cuida mientras él ruletea en la capital, Tuxtla Gutiérrez. 

 

---¡Cuídate mucho, papá! ---lo despidió la niña desde aquella calle de terracería donde hay más corrales que casas.

 

Esa unidad familiar se ha mantenido. Ni don Cleofas ni su hija logran superar la muerte de mamá, a consecuencia de la leucemia, desde hace dos años. Sin embargo, conforme pasa el tiempo se han ido acostumbrando a vivir sin ella.

 

Ese martes 22 de julio, parecía pintar bien el día en el taxi, no obstante, alrededor de las cuatro de la tarde, la suerte cambió repentinamente.  

 

Concluyó un servicio en la colonia Mirador y había decidio irse a su casa. El cielo estaba nublado y empezaba a lloviznar. Descendía sobre una calle, a la atura de la 10ª Norte y 12ª Poniente, cuando una joven le hizo la parada. Lo pensó para detenerse aunque finalmente resolvió preguntarle hacia dónde iba.

 

---A la colonia Francisco I. Madero ---dijo la joven.

 

---Suba usté, para que no se vaya usté a mojar ---. Se subió en la parte posterior de lado del copiloto.

 

Iniciaron una charla amena cuando la lluvia arreció con granizo. Le dijo a la joven que tomaría la 11ª Poniente, rumbo al Sur, para evitar posibles inundaciones en la 5ª Norte.

 

Recuerda que antes de llegar a la Avenida Central iba un coche rojo cuando de repente escuchó un estruendo seguido de un golpe que le hizo perder la conciencia durante unos segundos.

 

---¡Don, don! ¡Despierte, despierte!... ¿Está usté bien? ---le preguntó la muchacha sacudiéndolo del brazo.

 

Don Cleofas despertó atolondrado con un fuerte dolor de cabeza. Empujó la puerta y solo entonces vio aquel gigantesco árbol que prácticamente había partido en dos el taxi. La joven de quien jamás supo su nombre y tampoco la ha vuelto a ver, salió por el otro extremo. Seguía lloviendo a cántaros. Cuando se tocó la cabeza para saber si estaba herido, encontró restos de cristal en su frente.

 

Un doctor y una enfermera que revisaban un inmueble para posiblemente rentarlo, los apoyaron.

 

Minutos más tarde, don Cleofas se hincó, oró y lloró conmocionado. Pensó en su hija con quien había hablado por teléfono, media hora antes, al dejar en su destino al penúltimo pasajero.

 

---Gracias Dios mío ---agradeció con el fervor de sus 18 años de adventista del Séptimo Día.

 

Más tarde llegó el dueño del taxi, la lluvia estaba menguando. Rascábase la cabeza, viendo con increíble sorpresa el estado de su vehículo. Lo rodeaba mirándolo con un dolor más profundo del que quizá sentía su chofer.

 

---Mira cómo quedó el taxi ---le dijo al dolorido Cleofas.  

 

Las autoridades destrozaron el árbol, el taxi fue llevado en una grúa, don Cleofas y la joven trasladados a un sanatorio de donde horas después les dieron de alta. El concesionario ya no le dio trabajo, a pesar de que, dice, tiene otras unidades.

 

---Hay vas a encontrar otro taxi ---le animó.

 

A sus 60 años, a don Cleofas jamás le había pasado algo semejante. Apenas tenía cuatro meses en el taxi tras ser despedido, a causa del recorte de personal por la pandemia, de una empresa donde trabajó como camionero durante 15 años.

 

Casi siempre pasa por su hija entre las cinco y las seis de la tarde, para después irse a casa. Esa vez llegó pasado de las ocho de la noche.

 

---¿Por qué llegaste tan tarde, papá? ---le preguntó su niña.

 

---Mañana te cuento, hija; tengo mucho dolor de cabeza.

 

La jaqueca lo sintió durante una semana. Durante el mes que estuvo sin trabajo, vivió de las hortalizas que tiene en su patio. Hoy, ha conseguido otro taxi para trabajar, y siempre que pone en marcha la unidad, aprieta el volante y dice en soliloquio: ¡En el nombre de Dios!

Hasta siempre, comandante



Rafael Espinosa / El fallecimiento de Juan Carlos Toledo Cruz tomó por sorpresa a todos. El viernes se había comunicado con sus compañeros bomberos, paramédicos y agentes de Protección Civil, a través de mensajes de WhatsApp; sin embargo, el sábado por la mañana murió repentinamente.

 

Eliezer Cruz, agente de Protección Civil y amigo de años, descansaba en casa después de su jornada laboral, cuando le llamaron que Juan Carlos había muerto. Aún con el teléfono en el oído, no daba crédito a lo que acababa de escuchar.

 

---¿Cómo? Si apenas ayer nos dijo que estaba recuperándose ---repuso sorprendido, aunque después de unos minutos, no aguantó más y se puso a llorar en silencio. 

 

La pasión al trabajo de paramédico se lo debía a él desde aquella vez que lo invitó a integrarse a las clases de Técnico en Urgencias Médicas.

 

Ese sábado, Julián Velázquez, comandante de la Cruz Roja por más de tres décadas y compañero entrañable de Juan Carlos, se le hizo un nudo en la garganta cuando se enteró de la mala noticia. Hubiera querido estar cerca, no obstante, Julián se encuentra aislado en su domicilio desde que se declaró la cuarentena social, por ser altamente susceptible a la enfermedad. 

 

La vez que lo vio fue en la Calzada de Los Hombres Ilustres. Juan Carlos caminaba con su esposa y sus dos hijos. Platicaron ligeramente de lo que se pudo, en el pasillo.

 

---A ver cuando nos reunimos, gordito ---le dijo al despedirse y jamás los volvió a ver.

 

Jesús Mijangos, paramédico de la Cruz Roja desde hace más de una década, todavía recuerda con claridad las madrugadas en que veía a Juan Carlos haciendo guardia en la estación central de bomberos.

 

---¿Qué hay, gordito? ---le decía.

 

---Hasta ahorita todo tranquilo, gracias a Dios ---contestaba con aquella media sonrisa que le caracterizaba.

 

Juan Carlos, oriundo de Cintalapa, había presentado síntomas de coronavirus, por eso estuvo hospitalizado durante una semana. Todo parece indicar que sufrió una complicación con la diabetes e hipertensión que mantenía controladas desde hace algunos años.

 

El domingo 31 de mayo, los compañeros montaron guardia de honor, con aplausos, flores y sirenas encendidas, donde pasaron lista.

 

---¡Juan Carlos Toledo Cruz!

 

¡¡¡Presente!!!

 

¡¡¡Presente!!!

 

¡¡¡Presente!!!

 

---¡Hasta siempre, comandante!

 

Después lo llevaron a su pueblo natal de donde salió caminando un día que decidió en definitiva ayudar al prójimo en situación de emergencia. 

 

A sus 40 años, había dedicado la mitad de su vida al oficio de paramédico de la Cruz Roja, bombero y últimamente trabajaba como camillero en el Hospital de Especialidades Pediátricas, en Tuxtla Gutiérrez. 

 

Era buen esposo y padre ejemplar de dos menores de edad. 

 

Su muerte ha dejado una huella imborrable en los corazones de quienes lo conocieron. Sus mensajes eran de recuperación paulatina y esperanza de vida, aunque todo cambió de la noche a la mañana.

Sebastián

Rafael Espinosa / Espero no ser tan aburrido. Los maestros del colegio han de creer que paso el tiempo sólo pensando en la tarea; si supieran que realmente es lo que menos me importa. Sinceramente lo es mío es jugar y pintar, o jugar que pinto, o pintar jugando. El martes pasado, cuando mamá lavaba la ropa y papá se había ido a trabajar, me encerré en el cuarto y pinté las paredes. Dibujé un gran mar con olas azules y un barco grande de madera, con su gavia extendida, salvavidas a los lados y un grumete parado en la proa. Parecía una imagen simple, así que tracé unas líneas perpendiculares alrededor de un círculo y dije: esto es el sol. Sentí que a la gráfica le hacía falta un poco de arena, así que puse varios puntitos hasta abajo de la pared y marqué unos cangrejos en el piso. Ah, una palmera por aquí, casi pegado al ángulo de la siguiente pared, no queda nada mal. Estaba haciendo unas garzas y pelícanos volando, cuando escuché una frase prolongada:

 

--Sebastiaaán, qué haces? 

 

Era mamá. Mi madre sabe que me porto muy bien, salvo cuando me lleva a la peluquería. Odio que me corten el cabello.

 

--Dibujando, mamá!

 

Supongo que mamá pensó que dibujaba en mi cuaderno escolar...

La cadena

Rafael Espinosa / Se abrió paso a tropel en medio de la gente y se escurrió en los vericuetos del mercado. Había corrido tres cuadras sin descanso, librando puestos de verduras y empujando a vendedores itinerantes de productos de fantasía, cuando sintió las manos violentas de los guardias en el intento por detenerlo. En ningún momento de la persecución soltó la cadena de oro florentino que minutos antes le había arrebatado del cuello a una dama. El joven de 18 años sintió que este no era su día. Apenas pudo esconderse detrás de una pared, con la respiración agitada mientras el sudor le rezumaba por la frente. Escuchaba las botas de los policías que subían y bajaban las escaleras, como sabuesos buscando a su presa. Fue en ese preciso momento que resolvió tragarse la cadena de oro y entregarse a manos de los oficiales. Eso hizo. Le colocaron las esposas con las manos retorcidas hacia atrás y le pasaron revista ante la mirada desconcertada de marchantes y peatones.

 

--No trae la cadena, comandante --espetó el agente.

 

--Llévenselo! --ordenó el comandante. 

 

Días después, el adolescente ladrón se topó con un ganapán conocido suyo que descargaba rejas de manzanas de una carretilla en el mercado.

 

--Cómo te fue --le preguntó el carretillero.

 

El joven ladrón le contó, como muchas veces le había contado otras historias, que estuvo unas horas en la comandancia y que había sido liberado tras cumplir con el aseo de las celdas. Dijo que luego regresó a su casa con la intención de tomarse algún laxante que no encontró, así que decidió disolver medio bote de leche de su hijo más pequeño para evacuar el botín de horas antes. Recordó también que permaneció despernancado más de 45 minutos en el baño hasta que al fin sonó como piedra en un charco: era la cadena.

 

--Pero sabes qué, brother --continuó decepcionado-- no era de oro.

El estudiante

Rafael Espinosa / De pronto un ligero viento arrastró a su paso hojas secas, pedazos de periódicos y bolsas vacías de plástico, hasta la esquina más solitaria del zócalo, donde Alfonso estaba tirado desde hacía unos minutos. Su pelo se movió con los restos de basura que llegaron a su cara transida de dolor. Sus compañeros manifestantes estaban dispersos en cualquier parte de la zona, después de aquella balacera venida de quién sabe dónde. 

Con un balazo en la pierna derecha, Alfonso Luján, estudiante de medicina, se había arrastrado con la fuerza de su alma ocultándose detrás del contrafuerte de un edificio, castigado por la fatiga y el dolor, y finalmente doblegado su cuerpo sobre el piso. Poco a poco la fuerza de sus brazos, con los que pretendía restañar la hemorragia como un torniquete, fue cediendo de la pierna y las gotas intermitentes fueron formando un charco de sangre coagulada. Tenía puesta la bata de laboratorio, mocasines charolados y unos jeans blancos agujerado por la ojiva. Apenas escuchaba el tropel de la gente que corría despavorida hacia todos lados del zócalo y la bocina desesperada de los automóviles, después de aquel silencio que dejaron las balas. Sólo entonces comprendió lo maravilloso que es contemplar la amabilidad de un perro callejero que se acercó para husmearlo y luego echarse a su lado, mientras observaba el sufrimiento ajeno.

En medio de su desgracia, Alfonso se rio ligeramente y cerró los ojos...

El hallazgo

Rafael Espinosa / Era medio día y la mujer estaba envuelta en tres sábanas, tendida en su cama con un sufrimiento feroz de hacía tres días y dos noches. Tenía sudoraciones nocturnas y alucinaciones continuas, sin que el único médico del pueblo tuviera un diagnóstico resuelto, de tal modo que también llegó un hombre con aguas curativas y soplos de aguardiente con ramas de alhábega, por si acaso se tratara de un mal espíritu. Aunque pareciera mucho, su familia había llamado al cura de la ermita más cercana para despedirla a tiempo y evitar que la acuario de veinticinco primaveras les diera una sorpresa en aquel cuarto oscuro con piso de tierra y tejas de barro. La tragedia comenzó un viernes inolvidable, cuando la joven se dispuso a sembrar un rosal en el patio de su casa. Sacaba la tierra suelta del pequeño agujero cuando sus manos se hundieron en un vacío hasta tocar algo parecido a unas monedas. Efectivamente, eran 20 monedas de oro metidas en un cántaro de arcilla. Su padre había contado que del patio emanaban fuegos fatuos, pues dicen que donde hay una luz hay dinero enterrado, sin embargo, nadie de la familia le había dado importancia. La muchacha recogió las monedas y se las entregó a su padre quien luego las invertiría en la compra de rumiantes, mientras que su madre se quedó con la vasija que usaría como surtidor de agua para la familia. Apenas había pasado un mes del hallazgo, cuando la muchacha comenzó a sentir dolores corporales sin explicación y la familia aseguraba que por las noches se escuchaban ruidos extraños procedentes de la sala donde estaba el cántaro lleno de agua. Sus dos hermanos comenzaron una vida licenciosa con la bebida y el ganado estaba muriendo a consecuencia de la escasez de alimento. Sólo entonces comprendieron que el hallazgo estaba encantado.

--Lo único que podemos devolver --dijo arrepentido el padre-- es el cántaro.

Nada le quedaba en absoluto. Se había gastado hasta la última moneda en revivir a las vacas, reanimar a su hija y recobrar la tranquilidad de su hogar...

Desventuras

Rafael Espinosa / Recuerdas que cuando niño ya comenzabas a andar en malos pasos. Cómo olvidar la vez que tomaste la cabeza de cerdo del taquero del barrio y la vendiste para seguir jugando "maquinitas". Tenías sólo diez años. No se justifica que fue un descuido del pobre hombre por dejar la cabeza de puerco sobre la taquera, mientras se metía a su casa a lavar las verduras. Eras un cabrón, José Inés. La bicicleta que con tanto trabajo te compró tu padre terminaste por cambiarla por una bujía automotriz que hacía explosiones con un cerillo y un clavo contra la pared. Eso de amarrarle latas de refresco en la cola a un burro para que no dejara de correr por el susto del ruido que llevaba atrás; por eso me dio tanto gusto aquella vez cuando saliste disparado de la llanta de tractor que tus amigos rodaban. Creo que lo único bueno que hiciste fue haberle arrancado los dientes a aquel niño, cuando le jalaste de su boca la paleta que le había quitado a tu hermanito. Recuerdo que la mamá del niño vino a reclamarme y le contesté: Lárguese de aquí, si mi hijo le tiró los dientes a su hijo yo a usted le voy a tirar las muelas a patadas!

También tengo bien presente el reporte de que casi le sacabas el ojo a un compañero de tu escuela por jugar a las cerbatanas con bolitas de papel en el salón de clases, pues tu lanzabas balines de acero en lugar de papel. Por algo te decían Cabrito. Siempre te advertí que no fumaras, que no probaras el alcohol, que no me vacilaras, pero eres igual que tu padre, todo el tiempo negó que andaba con otra. Ni modos, así es la vida. Quién te viera ahora, a tus dieciocho, sentado en esta silla de ruedas, casi sin poder hablar y dándote de comer en la boca. Saber cómo venías, ciego de borracho, cuando te arrolló el carro. Fíjate que esa noche del accidente no podía dormir, sentía exactamente igual que cuando ibas a nacer, dolores en el vientre y de estómago, pero no sé si era un presentimiento o la comida me había hecho mal.

Algo inesperado

Rafael Espinosa / El niño de 12 años observaba hacia la calle a través de la ventana de la puerta de su casa. Sabía que algo raro estaba pasando, pues era la una y media de la tarde y el cielo estaba oscuro, de tal modo que se produjo una desorientación general en la rutina cotidiana, pues los gallos comenzaron a cantar como si estuviera amaneciendo y las gallinas alborotadas treparon al árbol del patio preparándose para dormir. En la calle terrosa, la manada de perros ladraba a la defensiva ante un posible ataque que vendría de alguna parte. 

En una colonia como esta, alejada de la ciudad, podría ocurrir cualquier cosa sin que nadie se enterara, sin embargo, esta vez la oscuridad alcanzaba hasta el sitio más recóndito de la región.

Algo estaba saliéndose de control, pues no parecía normal la actitud inquieta de los caballos en el corral como tampoco aquel balido apocalíptico del borrego amarrado de la tranca entre la oscuridad.

La madre del pequeño Felipe había recomendado a Felicia, su vecina, que por nada del mundo saliera a la calle con esa panza gigante, porque había el riesgo de que la criatura naciera deforme, por lo que la muchacha se pasó sentada en una silla abatible de madera, con un rosario en la mano recitando preces a El Todopoderoso.

Felipe continuaba viendo hacia la calle, tomado de la ventana, obediente a la advertencia de su madre de no mirar al cielo para evitar quedarse ciego, aunque se muriera de ganas por alzar la vista.

--Luego para qué te quiero mudo y ciego --le dijo su madre con su voz atronadora, mientras lavaba la ropa.

Felipe se dirigió a la sala, dando gemidos y señalando desesperadamente hacia la calle, en un estado de incertidumbre por la rareza de la atmósfera que su madre, sin paciencia, no tuvo tiempo de explicarle. Era algo raro, pensaba, como la historia de cuando los habitantes se encerraron en sus casas por una caída interminable de ceniza que sobrevino después de una serie de temblores de la tierra, hacía nueve años. Había escuchado decir de su madre que esa vez tuvieron que acostumbrarse a la ceniza que se veía caer como si fuesen copos de nieve. Eso recordaba Felipe cuando, tomado nuevamente de la ventana, el cielo comenzó aclararse hasta quedar completamente iluminado por los rayos del sol.

--Ahora ya puedes ver hacia arriba –le dijo su madre.

Había pasado seis minutos en el reloj. Fue la única vez que Felipe vio el sol tan cerca de la luna al tiempo en que ambos astros se alejaban perennemente hasta que la luna se perdió en el horizonte. Era un eclipse solar.

El Picador

Rafael Espinosa / Quién iba a pensar que aquel jovencito delgado, de cabello lacio, terminaría con un balazo en la frente. Cuando se fundó la colonia, se le veía con una Bilbia en la mano, acompañado de sus padres y hermanos, rumbo al salón de culto. Iba bien vestido, dando saltos, buscando la mejor parte de la calle accidentada para evitar que sus zapatos se hundieran en el caliche. Al igual que sus padres, saludaba a quienes estaban en la puerta de las casas. Regresaba al anochecer, entre la penumbra, pues en ese tiempo no había luz eléctrica en la periferia, y sólo se le reconocía por la voz, en la oscuridad. Así pasaron varios años con esta rutina desde que era pequeño, hasta decían que era una bonita familia, ejemplo de los pocos hogares que aún empezaban a poblar el lugar, en donde los vecinos tenían que ir al pozo del parque provisional para llevar agua a sus casas. De pronto, algo raro comenzó a suceder en las esquinas de las manzanas, de manera que comenzaron a juntarse jóvenes vecinos que con el tiempo se mezclaron con algunos centroamericanos que iban de paso por la colonia. En las noches se escuchaban risas estruendosas, se sentía el olor a tabaco y se escuchaba el choque de botellas de cristal. Algunos padres prohibieron la salida de sus hijos a la calle, sin embargo, algunos muchachos escapaban por las ventanas y regresaban furtivamente a media noche. Entre ellos estaba Manuel quien más tarde, entre la cuadrilla, le apodarían “El Picador”. Se ausentó de los cultos, cambió su forma de vestir y comenzó a juntarse con muchachos de actitudes extrañas. Reprobó el tercer grado de secundaria por inasistencias que sus padres desconocían. Cuando el sol rayaba el cielo se le veía caminar en banda, con los cabellos desaliñados y haciendo algazara en la calle. Una ocasión estaban en corro, bajo la sombra de una ceiba que había en el parque, en el que alegaban el nombre de la pandilla, mientras se pasaban la cerveza de mano en mano. Desde el círculo alguien dijo: “Los Muñecos”. Sólo entonces el grupo dejó de ser un simple hermanamiento de camaradas que consumía bebidas y cigarros en las noches, para convertirse en uno violento y con excesos que atacaba a pandillas enemigas surgidas de colonias vecinas que también iniciaban su población con chabolas por doquier. Habían pactado que los pleitos, agresiones y ataques, serían en contra de adversarios, dejando a salvo a la ciudadanía, especialmente a la que habita en el territorio. No obstante, los enemigos tenían otros métodos. Fue así que la colonia comenzó a vivir uno de los peores desórdenes públicos, de tal manera que por las noches se escuchaba el estruendo de la lluvia de piedras que caían sobre las azoteas de calamina, los gritos de dolor durante el enfrentamiento de pandillas invasoras, el tropel de un lado para otro y las patrullas huían por las pedradas en el toldo. Fue en esos tiempos que Manuel perdió la brújula y se mantuvo en el limbo por muchos meses, a consecuencia del abuso de sustancias nocivas. De este modo, Manuel atacaba a navajazos a todos los que se negaban a darle una moneda. Se ubicaba fuera de las escuelas para acechar a los estudiantes, robaba los domicilios, y muchas veces se escondió en los matorrales para doparse con un bote de solvente. El picador, mote logrado por las estocadas sin piedad que le daba a sus víctimas, se había convertido en uno de los jóvenes más temidos de la colonia, pues cuando lo veían venir, los vecinos se metían en sus hogares y cerraban sus puertas con doble llave. En ese entonces, se le acusaba de una veintena de agresiones, con tres muertos a cuestas y varios aún convalecientes. En varias ocasiones, su madre, con un gran pesar en el corazón, lo jalaba del brazo para que entrara a dormir a su casa, pero los esfuerzos eran vanos.

--Hijo, te van a matar –-le decía su madre piadosa.

Faltaba poco para que llegara su fin, pues un día antes de su muerte, como un presagio maligno, llegó un remolino descomunal que arrancó techos y retorció la ceiba grande del parque hasta tirarla. Esa misma noche, con el relente manso, El Picador era perseguido por una turba entre la penumbra. Se escuchó un disparo y el resto de la noche fue silencio absoluto. Al día siguiente, Manuel amaneció reclinado al tronco de la ceiba tirada, como si estuviera sentado, rodeado de curiosos y con un balazo en la frente.

El altercado

Rafael Espinosa / Era común que los rapaces de la cuadra salieran a jugar bajo el sol del mediodía, con short, sin playera y descalzos, a pesar de que la tierra estuviera caliente. Después se iban al río cercano a refrescarse un poco. Eran ocho, frisaban en los diez años, capaces de nadar como charales y batirse a golpes entre ellos, aunque al rato se les veía abrazados nuevamente, a través de un pacto de caballeros que respetaban de mutuo acuerdo. Casi todos se habían probado, menos Miguel Morquecho, un chavito lánguido, moreno, tímido y sin aparentes indicios de fortaleza. Pedro, otro de los compañeros, se sentía líder de la cuadrilla, con su cuerpo robusto y una altura superior al resto, alardeando de vez en cuando contra los menos fuertes. Un día que Miguel estaba castigado lo mandaron a la tienda de la esquina, mientras que sus colegas jugaban canicas a media calle. Desde que salió de su casa, comenzaron hacerle guasa pero iba tan furioso que cuando estuvo cerca lanzó una patada y algunas canicas que estaban en la rayuela salieron volando y se perdieron en el monte. Naturalmente se interrumpió el juego y todos se quedaron asombrados.

--¿Te crees muy gallito, Morquecho? –le dijo Pedro, airado, con el afán de imponer autoridad.

Morquecho siguió caminando, con el cabello desaliñado, tratando de contener su ira. Sin embargo, Pedro corrió tras él y le dio un empujón por la espalda enviándolo al suelo. Miguel se incorporó despacio, se sacudió la tierra y con mucho temple soltó la frase que pondría final a la discordia ocasional.

--¡No me creo; soy un gallo! –precisó Morquecho, levantando el cuello.

Sin más plabras, Pedro embistió como un toro a Miguel y ambos se revolcaron sobre la tierra, cuando el sol estaba en el centro del cielo y ni el sonido de los pájaros se escuchaba a esa hora, sólo los resoplidos de los mozuelos trenzados por esa tirria pasajera. Miguel logró zafarse e impulsó con sus pies a Pedro que trastabilló hacia atrás. Se levantó de inmediato en el momento que Pedro lo sometió nuevamente de la nuca al tiempo que caían dando catatumbas, mientras que los camaradas hacían círculo en un ambiente de éxtasis como si se tratara de romper una piñata. En medio de aquel griterío infantil se desconocía hacia quién iban dirigidas las porras o para quién eran las apuestas de mentira, en tanto que las niñas comenzaron a gritar a mamá desde sus ventanas. Morquecho había resistido los embates de Pedro a pesar de su esmirriado cuerpo. Y en un santiamén, los duelistas estuvieron parados y se logró ver un hilo de sangre que escurría de la nariz de Pedro. Sin embargo, lejos de tranquilizarse, iniciaron una revuelta a puño limpio, una especialidad exquisita de Morquecho que los camaradas de la cuadra desconocían. Con pericia, Morquecho manipuló la revuelta a su antojo de modo que Pedro se sintió acorralado y decidió ponerle fin a la gresca. En ese momento, los amigos intervinieron, unos apoyando a Pedro y otros felicitando a Miguel, justo cuando sus madres venían corriendo con un cinturón en la mano. Cada uno salió despavorido como alma que lleva el diablo. Aunque parecía incólume, Miguel comenzó a sentir dolor en el ojo derecho, el mismo ojo que más tarde se le oscureció como si fuera un lemur. 

Después de aquella pelea, en el trascurso de los días volvió todo a la paz y continuaron jugando como siempre hasta que se mudaron a la ciudad para continuar estudiando.

El gallero

Rafael Espinosa / Le dio la última calada al cigarrillo y lo arrojó con violencia al suelo. En el acto, su gallo que se mantenía sobre una pata interrumpió su chirrido prolongado. Era domingo y los cohetes en honor a Santa Candelaria producían en el cielo un fragor interminable. Tomó su giro de pelea y salió del patio de su casa rumbo a la gallera. Cuando llegó, había una centena de concurrentes, con sombreros y botas, algunos sentados en una mesa con botellas de licor, otros fumando cigarrillos y unos cuantos a la espera de su turno con sus gallos abrazados. Aquella galera de horcones y vigas cobijaba las peleas dominicales. Desde fuera se escuchaba la euforia y los corridos en los altavoces, de modo que Agustín tuvo que tocar fuerte con una piedra para que le abrieran la puerta.

--Ya no esperaba verte por aquí –-le dijo el mesero.

--Esta es la última pelea –-contestó Agustín.

Había pasado la mayor parte de su vida apostando, ganando y a veces perdiendo, sin embargo, el último año de mala racha perdió casi todo lo que tenía. Aún le quedaba la esperanza de recuperarse con el giro que entrenó durante más de ciento cincuenta días, haciendo uso de sus más elementales métodos de entrenamiento. Le cortó la cresta, la papada y le dejó implume las piernas. Todas las mañanas lo preparaba en el patio de su casa, mientras que su esposa lo observaba desde la cocina con un gesto de negación y continuaba con sus quehaceres.

--¡Entonces, bienvenido! –-se alegró el mesero.

Agustín caminó en el callejón repleto de jaulas hasta llegar en aquel ambiente intenso, pasó a las  espaldas de los parroquianos embelesados en el ruedo y se dirigió a la mesa de registro. Luego, con el gallo en sus brazos, se levantó un poco el sombrero y se dispuso a observar los espuelazos del momento, como el resto. Pasaron tres tiempos para después escucharse a través de los altoparlantes el anuncio oficial de la pelea del giro contra el colorado, cotejando el pesaje, espuelas y amarradores. Mientras tanto, los criadores y aficionados comenzaron hacer las apuestas en medio de aquel bullicio de cantina y de uno que otro balazo concomitante con los cohetes del pueblo. Casi todos jugaron a favor del colorado a sabiendas de que el giro de Agustín era un buen gallo argentino y había sido entrenado con esmero y dedicación; sin embargo, Agustín había perdido la fama de campeón palmario de los últimos tiempos. Antes de que los jueces sonaran el silbato, Agustín besó el pico de su gallo con una gran confianza que le supo a gloria. Al instante de  soltarlos, los gallos se encontraron en el aire a pico y espuela, sobre la arena con olor a sangre viva de los encuentros previos, aguzados por la algarabía y los gritos alentadores de sus dueños. Agustín pidió dos tragos y fumó un cigarro tras otro, acomodándose el sombrero, tocándose los bigotes y zapateando el piso en los momentos álgidos de la pelea. Habían quitado la música y sólo se escuchaba en los altoparlantes la voz ronca del moderador que era opacada por el bullicio. Cuando parecía que el giro ganaba, tuvieron que parar la pelea por haberse trabado la espuela en su propio cuerpo, sin embargo, no fue motivo de suspensión y volvieron a echarlos al redondel. Después de diez minutos, el giro cacareó de un navajazo en la nuca y trastabilló hacia la orilla del ruedo, dejando gotas de sangre en su camino y escondiendo la cabeza, mientras que el colorado lo seguió con la poca fuerza que le quedaba. Finalmente, el giro se echó con el pico sobre la arena, en tanto que el colorado se mantuvo parado, victorioso, jadeante y con las alas semiabiertas por el calor y el cansancio.

Agustín entró al ruedo y levantó a su gallo moribundo. Minutos más tarde, caminaba rumbo a su casa con una tristeza profunda que ni en los peores momentos de su vida había sentido. Eran las dos de la tarde. Había un sol tremendo. Cuando llegó a la casa, su esposa lo vio acabado sin que Agustín le contestara el motivo de su tristeza. Sin decir nada, Agustín retorció el gañote del gallo que murió al instante y lo aventó sobre el lavadero.

--Prepáralo para la comida –le dijo.

Mientras comía en la mesa con su esposa y sus dos hijos, Agustín continuaba sin hablar hasta que al fin soltó el exabrupto.

--Es la última vez que comemos aquí; la casa ya no es nuestra.

Conato de suicidio

Rafael Espinosa / Después de buscar trabajosamente a su hijo en las recámaras y la sala, la madre de edad avanzada observó la puerta entornada del traspatio. Era casi la media noche y el cielo estaba estrellado. Se dirigió hacia aquella puerta y se paró bajo el dintel con los ojos clavados en su hijo que estaba erguido sobre una cubeta embrocada y una soga a la altura del cuello. Sin decir palabras, la señora le lanzó una mirada serena y profunda que no era de ternura pero tampoco de cólera, suficiente para que su hijo se sintiera dominado y se viera obligado a bajar despacio de la cubeta. Su hijo tenía 35 años y llevaba una vida entregada a los vicios que lo mantenía separado de su familia, de tal modo que vivía arrimado en la casa de su madre desde hacía varios meses. La noche anterior, la señora aseguró todas las puertas para evitar que su hijo ebrio saliera a la calle. Se metió a su cama con el sueño ligero de toda madre que se acuesta con el pendiente de un hijo. De pronto, escuchó ruidos extraños en la sala. Se levantó, encendió la luz y caminó hacia la recámara de su hijo. La cama estaba vacía. Fue entonces cuando salió al traspatio y halló a su hijo a punto de colgarse.

—¡Ven acá, hijo! —le dijo sin immutarse. Y lo tomó de la mano para llevarlo hacia la puerta de la calle.

La señora salió y se paró en la banqueta.

—Cuélgate de aquella ceiba —le sugirió señalándole un árbol, a media cuadra de ahí—; mi galera se puede romper.

Y se metió a la casa, sin cerrar la puerta.

Su hijo, con un hipo de los mil demonios, se alborotó el cabello con las manos y se detuvo de la pared, observando la ceiba que se mecía por un viento ligero. Se resbaló de espaldas sobre la pared y se quedó dormido. Más tarde, la madre salió nuevamente y lo metió arrastrando a la sala.

—Si este no es pendejo —dijo en silencio haciendo el último esfuerzo para acomodar al armatoste.

Juvenal

Rafael Espinosa / Hace dos décadas Jardines del Norte comenzó a poblarse de gente de todo tipo y de todos lados. Las casas, en su mayoría, eran de paredes de nailon y techos de cartón. Era una invasión con calles pedregosas, promontorios de tierra, maleza y sin servicios básicos. Los habitantes poco a poco se iban conociendo unos con otros, sin embargo, hubo algunos que con sólo verse demostraban discordia. De este modo fue que surgió una tragedia. Un día, Juvenal, velador de oficio, encontró su choza sin techo y algunos muebles que tenía en ella tampoco estaban. Se rascó la cabeza y observó hacia los lados tratando de encontrar alguna pista. Trabajaba de noche y al amanecer se le veía llegar uniformado, con botas, mochila y gorra. A esa hora pudo más el sueño que su coraje de modo que resolvió instalar pedazos de cartón sobre su camastro y durmió placenteramente. El calor mortificante de las dos de la tarde lo despertó. Se levantó y fue a la cocina sin encontrar rastros de la despensa. Se dirigió a la tienda de la esquina, cuyos estantes estaban semivacíos, pidió galletas y café a través del postigo. Pagó con un billete y al recibir el vuelto, sin perder la calma, le informó a la tendera que le habían robado.

—Ay, Dios, aquí en un descuido le roban a uno —soltó, penosamente, la señora regordeta.

Juvenal sabía que desde el primer momento en que llegó a este cerro hizo malas migas con los vecinos de la cuadra siguiente. No obstante, viniendo de un lugar lejano, sin parientes en la ciudad y sin dinero, no tenía otra opción que aguantarse. Sabía también que muchas familias estaban abandonando los terrenos, porque perdían más de lo ganaban en la semana.

De vuelta a su choza se topó a un niño que a juzgar por su uniforme y mochila parecía que iba a la escuela ubicada en la colonia próxima.

—¿Le robaron? —le preguntó el niño, inocentemente, con los pulgares en las asas de la mochila que llevaba en la espalda.

Juvenal se detuvo sin demostrar asombro.

—Así es, amigo —contestó con serenidad—; pero nadie vio nada.

Acomodándose la mochila a cada instante, posiblemente por el peso de los libros, el niño le contó que al amanecer, cuando acompañaba a su madre a vender arroz con leche en el mercado, vio a unos hombres que sacaban de su choza las láminas y los muebles. Después los metían en la casa de la cuadra siguiente, pero su madre le había ordenado que se mantuviera callado.

—No has visto nada, hijo —le dijo su madre que llevaba una cubeta en la cabeza—; no quiero problemas.

Juvenal escuchó al menor demostrando desinterés y resignación para luego decirle que continuara su camino antes de que se le hiciera tarde. El pequeño continuó su ruta empolvándose los zapatos al patear las piedras sueltas de la calle. Juvenal, por su parte, entró a su choza, se preparó café y comió las galletas con tranquilidad, pensando el tratamiento que le daría al problema. Terminó de comer, dio un suspiro profundo y se dirigió a la chabola donde vivían los responsables del robo. Atravesó la maleza y al entrar al patio sin corral, vio sus láminas amontonadas y algunos de sus muebles arrinconados. Dentro se escuchaba música a todo volumen y un bullicio de cantina. Se paró y decidió saludar con un buenas tardes desde el patio. Después de tres intentos al fin salió un joven con los ojos brillosos y el cuerpo lleno de tatuajes desdibujados.

—¿Qué quieres, guarro? —soltó con signos evidentes de ebriedad.

—¿Está tu papá? —inquirió Juvenal, vacilante de su empresa y al mismo tiempo empinándose un poco, buscando con la vista al padre de familia.

De pronto, se apagó el reproductor de baterías y salió un hombre de bigotes, sin camisa y ebrio igual que el primero. Juvenal desconocía si este era el padre de familia, sin embargo, no le quedó de otra que decir lo que había planeado cuando tomaba el café y comía las galletas.

—Señor, estas son mis cosas —dijo con cierto temor y respeto, señalando sus muebles y las láminas tiradas en el patio.

—Están en mi casa y por lo tanto son mías —respondió enérgicamente—; así que vete a chingar a tu madre.

Al momento salieron tres hombres más. Fue entonces cuando Juvenal comenzó a caminar hacia atrás, luego se dio la vuelta para echarse a correr y meterse a su galera. Los cinco sujetos se detuvieron a cierta distancia entre la maleza de la brecha y lanzando improperios comenzaron a tirarle piedras, mientras que Juvenal se escondió debajo de su camastro. Tras unos minutos volvió la calma. Juvenal salió del escondite, vio a través de las rendijas que los malhechores se habían retirado. Nunca había sentido el corazón tan aterrorizado y temblaba de coraje. Abrió su mochila y sacó una hermosa pistola niquelada que le había regalado su padre. Se echó la mochila al hombro y pistola en mano salió decidido rumbo a sus enemigos. Entró a la chabola sin decir palabra y descargó el revólver cuyos truenos retumbaron en el cerro. A uno le dio un balazo en el pecho, a otro la bala le entró por la nariz, el tercero lo recibió en la clavícula, el cuarto en el abdomen y uno más salió corriendo incólume. El sonido de la música se mezcló con los gritos de dolor. Nadie de los que habitaban las pocas casas salió a investigar; al contrario, cerraron las improvisadas puertas y ventanas. Juvenal, impaciente por lo que había hecho, metió la pistola en la mochila y corrió despavorido hacia la montaña sin que hasta hoy se conozca su paradero. De los otros, el que recibió el disparo en el corazón murió instantáneamente; el segundo aún tiene alojada la bala entre el tabique nasal y el pómulo; el tercero y el cuarto escaparon del hospital una vez curados.

Semanas después de la tragedia, los sobrevivientes compraron pistolas y cegados por la venganza, el coraje y las drogas, mataron a varios inocentes e hirieron a muchos más, en la loca búsqueda de Juvenal. Durante días estuvieron cazándolo frente a su trabajo, sin embargo, Juvenal jamás volvió a presentarse.

Una mañana, a la hora del desayuno, la mujer espetó a su hijo:

—¿Le dijiste a don Juvenal, verdad? —.

El niño nomás esbozó una sonrisita maliciosa.

De mentira

Rafael Espinosa / Parecían confeti las octavillas que arrojaba una avioneta anunciando la llegada del circo. Serafín cogió una del suelo y entró corriendo emocionado a su casa.

—¡Papá, llévame al circo!

El padre acababa de regresar del campo y estaba bastante molido.

—Dile a tu madre —le ordenó acomodando el apero en una galera.

El pequeño, de cinco años, con la mitad de emoción que llevaba al principio, se dirigió a su madre.

—Mamá, llévame al circo.

La madre, organizando en el baúl la ropa que había levantado del tendedero, pareció no haberlo escuchado.

—Mamá, llévame al circo —reiteró tratando de convencer a su madre.

Después de unos minutos, la señora terminó de ordenar la ropa y se paró frente a su hijo que lo esperaba detrás.

—Hijo, quisiéramos llevarte pero no tenemos dinero —le dijo haciéndole entender la situación del hogar. Mejor ve con tus hermanos al patio y juega con ellos.

—Bueno, mamá —asintió el niño, se dio la vuelta y comenzó a caminar arrastrando los pies.

Más tarde, a través de la ventana, Serafín vio que varias mamás iban jalando a sus hijos rumbo al circo. Fue entonces cuando se le asomó una lágrima que rodó sobre su mejilla.

Limpiándose la cara con el brazo, se bajó de la silla que utilizó para ver hacia la calle y se fue al patio a jugar carritos de madera.

—Mejor juguemos a las luchitas —le retó su hermano Gilberto, dos años mayor, parándose frente a Serafín que estaba agachado con sus carritos.

—Sí, pero de mentiras! —dijo Serafín, olvidándose del circo.

Otras ocasiones habían jugado a pelear y naturalmente ganaba el mayor, por lo que de antemano esta vez se sabía el resultado. Ambos caminaron a unos metros del extenso patio, hacia una macha de césped que siempre se mantenía lozana por la fuga del tanque de agua.

Los menudos retadores brincaban sobre el césped y ninguno de los dos se animaba a dar el primer paso hasta que llegó Carmelo, el mayor de nueve años. Éste empujó a Serafín y sólo entonces se agarraron de los brazos y comenzaron a forcejear. A pesar de la diferencia de edad, Serafín sabía defenderse. Daban volteretas y se revolcataban despreocupadamente, sin darse cuenta de que sus playeras se enlodaban. Carmelo nomás se reía, porque sabía que Gilberto y Serafín no se acabarían la zurra que les daría su madre por ensuciar su ropa.

En una de esas catatumbas Serafín terminó bajo el cuerpo de Gilberto, mas no estaba rendido. Carmelo empujó el cuerpo de Gilberto, justo en el momento en que Serafín recuperó fuerza para darle la vuelta.

—¡Carmelo, no te metas! —farfulló Gilberto—; que tu también vas a llevar —bromeó.

—¡Dale, Serafín! —espoleaba Carmelo a su hermanito y se reía a carcajadas.

—¡Mamá! —gritó alarmada la niña, de tres años, que con su vestidito largo estaba sentada en el umbral de la puerta y que sospechaba que el juego se salía de control.

El rumor también había llegado hasta los oídos de don Pedro que descansaba en la sala.

—¡Ve a ver qué están haciendo estos hijos de la chingada! —ordenó don Pedro a su esposa que trajinaba en la cocina.

Doña Caridad apenas salió al patio cuando vio que los niños se ensarzaban y no esperó para amonestarlos.

—¡Hijos! ¿Qué están haciendo? —. Más que pregunta era un regaño dirigido a los tres. Y acercándose les dijo a los dos más pequeños: ustedes dos ahorita mismo se ponen a lavar su ropa y tú —dirigiéndose al mayor—, ¿por qué no les dices que no se peleen?

—Mamá, sólo están jugando —contestó sumiso, Carmelo, tratando de apaciaguar a su madre.

Serafín y Gilberto se dispusieron a lavar su ropa en el gran lavadero, mientras que Carmelo se aproximó a ellos.

—Les dije —soltó esbozando una sonrisa.

—Tú me empujaste —contestó molesto, Serafín, al tiempo en que sacaba jícaras de agua del tanque contiguo al lavadero.

—Y tú, hazte más allá; dame espacio para lavar —le dijo Serafín a Gilberto que parecía ocupar más de lo que necesitaba.

—La culpa la tiene Mechita —señaló Gilberto mirando con desafío a Mercedes, la niña de tres años que aún jugaba su pepona en la puerta.

—¡Mejor cállate! Casi me sacas el ojo con tu dedo —le dijo Serafín restregándose el ojo izquierdo.

—¿Y tú? —rebatió Gilberto—, me hiciste tronar el dedo de la mano.

—Ahí viene, papá —los alertó Carmelo con un susurro.

—¿Es que nunca van a poder comportarse como la gente? —preguntó don Pedro en son de regaño.

Los tres se quedaron callados, pero sin dejar de lavar. Carmelo, que estaba como aparato sin hacer nada, se vio obligado a entrar al baño para evitar la mirada autoritaria de su padre.

—Quiero que sea la última vez —ordenó don Pedro levantando el índice de la mano derecha y enfatizando la palabra “última”.

Sin embargo, no fue la última, porque las peleas de mentira se siguieron dando mientras vivieron bajo el mismo techo.

El sismo

Rafael Espinosa / El día que la tierra tembló se sintió la muerte colectiva. La angustia general, el fervor espontáneo, la hermandad olvidada. Nadie tuvo la ligera sospecha, ni siquiera los científicos, de un movimiento telúrico de tal magnitud que habría de sacudir, de manera alarmante, a medio país. “Como si Dios sacudiese una cajita de regalos”, contaba después la gente espantada. No se tiene memoria de la cantidad de gente fuera de sus casas, ni siquiera en Navidad, apiñada en las calles, elevando plegarias. Hasta los más incrédulos exhibieron su miedo a flor de piel la noche en que hombres y mujeres se dieron un abrazo sin hipocresía. Algunos lloraban tristemente haciendo alusión al fin del mundo, a la llegada de El Redentor o simplemente por la incertidumbre fortuita. No faltó alguien que sin pena se hincara y, mirando al cielo oscuro, pidiera perdón por sus pecados. Otros perdieron la noción del tiempo, desconociendo si en ese momento era jueves o era viernes. Muchos salieron en pijama, en paños menores o arrebujados en una sábana. Los más intranquilos saturaron las líneas telefónicas, de tal modo que la comunicación por este medio no fue para nadie. Fue entonces cuando surgió la frase trillada por todos: ¿Todo bien? ¿Todo bien? Los vecinos afortunados contestaban afirmativamente. Aunque los bibelots, la colección de discos y las vajillas estuvieran en el piso. Una que otra botella de licor indemne, sirvió para amainar la excitación de la cuadra. “Comadrita, tómese un trago”, le decían a la mujer casi desmayada. “Vecino, un cigarrito”, decía otro por allá, “para calmar los nervios”. El terrible movimiento tardó segundos. Para muchos fue una eternidad. Las marquesinas parecían hojas de papel. Las cisternas chapaleaban las aguas contenidas. El fragor de las cadenas de hormigón se escuchaba hueco y profundo. El crujir de las paredes perturbaba los sentidos. La herrería de las ventanas vibraba al compás del movimiento de las sillas y la mesa. Se vieron gatos lanzarse desde las azoteas, mientras que los perros amarrados atirantaban la correa. Comenzó despacio, como para que todos se dieran tiempo de salir. Pero a la hora, agarraron lo que pudieron, principalmente a los niños. Los más desconfiados tardaron en quitarle llave a la puerta. Los que estaban en el segundo nivel, bajaron tomados de la barandilla con el miedo dibujado en el rostro. Dentro los televisores quedaron encendidos, haciendo ligeras interferencias. Fuera hasta el más engreído se mostró dócil...

Horas cortas

Rafael Espinosa / Llegaron las vacaciones escolares. Jaimito se levantó a las siete de la mañana, más antes que de costumbre. Se restregó los ojos con sus manos extendidas. Se sentó al borde de la cama y sonrió como si recordara un sueño empecatado. Tenía el presentimiento de algo bueno en este día. Aún con pijama, se lavó la cara y se sentó en el comedor.

—Mmmm…, ¡qué rico, cereal! —expresó relamiéndose los labios.

Mientras degustaba el refrigerio, movía las piernas colgadas de la silla como péndulos.

—Termina pronto, Jaimito. A las ocho tienes que ir al catecismo —le dijo su madre cariñosamente.

—Está bien, mamá —contestó obediente. ¿Y papá?

—A esta hora, seguramente entregando correos, hijo —repuso la madre, un poco agitada, limpiando los muebles con el plumero.

Jaimito brincó de la silla. Se quitó el pijama, se metió al baño y encendió la regadera. De pronto, salió de la recámara curiosamente con su mejor traje.

—¡Uy! ¡Qué guapo! —le dijo sorprendida su madre.

El niño, de cinco años, parpadeó sus ojos grandes y esbozó una sonrisa pícara.

—Ven —le tomó de la mano y lo llevó a su recámara—; te hace falta algo.

La madre le aliñó el cabello, le colocó los pequeños anteojos y lo perfumó.

—Ya eres todo un muchacho —le dijo, orgullosa, mirándole a los ojos. ¡Vámonos! Ya son las ocho.

La señora delgada, con el cabello recogido con una horquilla, tomó la sombrilla del pechero y cerró la puerta.

Mientras rodeaban el parque, Jaimito, a través de sus gafas de armazón negra, miraba con alegría sus zapatitos lustrados.

—Mamá, déjame aquí, ya estoy grande —dijo mirando a su madre en la puerta de la iglesia.

Bajo la sombra del paraguas, la madre lo vio con ternura y se agachó.

—Hijo, tengo que asegurarme de que quedas en buenas manos —.

El niño asintió con un movimiento de cabeza, sin borrar el júbilo de su pequeño rostro.

Se santiguaron con genuflexión frente a la gigantesca puerta, caminaron sobre el graderío desviándose hacia el atrio. Era un espacio desenfadado y rodeado de portales, donde había cientos de niños exultantes, corriendo de un lado a otro y gritando de felicidad.

Llegaron al grupo de niños de cinco y siete años de edad, quienes estaban sentados en sillas diminutas. No era la misma catequista de siempre.

—La hermana, Dolores, no vino por la viruela —se adelantó a decir la suplente.

—Pequeño, quédate con… —se detuvo la madre.

—Sandy —completó la frase la catequista—; es un placer conocerla.

—El gusto es mío —repuso la madre.

Jaimito tomó los dedos de la joven, mientras veía a su madre bajar las gradas con la sombrilla extendida. Sintió una nostalgia efímera que olvidó en un periquete con la belleza de Sandy.

Cuando estaba en corro, junto a sus diez compañeros, Jaimito sintió una atracción inocente. Veía algo hermoso en la señorita Sandy, su cara blanca, sus pestañas grandes, su boca chiquita. Dos rulos brillantes enmarcaban sus ojos tiernos. Su sonrisa era angelical.

—Dios es amor  —leía Sandy, dulcemente, en el cuaderno que tenía sobre su regazo.

Sandy se daba cuenta de que ella impresionaba al niño. Jaimito estaba patidifuso. Escuchaba difusamente la frase repetida por sus compañeros. Jaimito apenas movía los labios simulando seguir la lección.

Jaimito experimentó las dos horas más cortas de su vida.

Cuando todos los niños se levantaron de los asientos, su madre estaba parada junto a él. Sonrió atónito, como si despertara de un sueño.

Sandy se agachó para darle un beso en la mejilla. El beso más delicioso que haya sentido jamás. Sentía que el corazón iba estallarle de emoción, no sabía qué hacer. Cuando caminaba junto su madre, volteó varias veces para ver a Sandy.

Al salir a la calle, Jaimito se soltó de las manos de su madre y corrió como loco en el parque. Saltando las jardineras, rodeando los pilares del quiosco.

—Jaimito, ten cuidado —le aconsejó su madre.

—Sí, mamá —contestó emocionado.

Al entrar a casa, corrió hacia su recámara y continuaba brincando como cabra sobre la cama.

—Esto no es normal —se dijo su madre sonriendo—; está más feliz que nunca. Cierto es que las vacaciones escolares y los domingos dan alegría, pero no es para tanto. ¿Acaso se va a morir?, se preguntó. No, no, Dios no lo quiera, se dijo moviendo la cabeza negativamente. Se levantó del sofá y se dirigió a la recámara.

—Jaimito, dime, ¿por qué tanta alegría, eh? —le preguntó en un tono amistoso, sentándose a la vez en la orilla de la cama.

—No sé —repuso el niño, interrumpiendo su voz con los brincos.

En este estado de conmoción pasó los días de la semana. Su padre también estaba asombrado.

—Le enviaré un correo a tu abuela para que sepa de tu locura

 —le dijo su padre sonriendo—; eres un loquillo.

—También dile que me traiga chocolates —contestó Jaimito, agitado y contento.

El próximo domingo, Jaimito se vistió más pulcro que el fin de semana anterior. Antes de ir a catecismo, tomó una rosa fresca del florero y la escondió debajo de su traje. Iba encantado y nervioso a la vez. Caminaba a pasos firmes y muy erguido como para sentirse mayor.

Al llegar al atrio buscó con la mirada el grupo que le correspondía, deslizó la vista sobre los niños que retozaban en el patio y no vio a Sandy. Trató de tranquilizarse para que su madre no se diera cuenta de su aspaviento.

De pronto, salió Dolores de la puerta lateral de la iglesia y se acercó al grupo. Se le veía secuelas de la enfermedad que había padecido, pero dispuesta y animosa por evangelizar a las criaturas.

Jaimito, sintiendo desfallecer, agachó la mirada lentamente.

—Vamos, Jaimito, acércate al grupo —le dijo su madre.

Estas dos horas de catecismo le parecieron eternas, tenía la cara triste, y esta vez tampoco le puso atención a los pasajes bíblicos. Estrujaba la rosa con su mano debajo del traje y volteaba, con la mirada triste, hacia todos lados con la esperanza de ver a Sandy nuevamente, sin embargo, nunca la volvió a ver.

Los charlatanes

Rafael Espinosa / El temporal duró semanas. Las puertas y ventanas de la comunidad se mantuvieron cerradas. Después sobrevino una epidemia de catarro, de tal modo que había más campesinos en los jergones que en la pisca.

Alejados de la ciudad, sin dispensarios ni boticarios, convalecían a base de aguas medicinales y emplastos de eucalipto.

Haciéndose los fuertes, apenas salían a sus corrales y caían vencidos por la enfermedad.

El comisariado, con su pañuelo en la boca, partió hacia la ciudad para dar parte de la epidemia al gobierno. Caminó horas y horas sólo para traer la noticia de que enviarían brigadas médicas oficiales.

—Cierto es que no me dijeron cuándo llegarían —dijo el comisariado al pie de la choza de don Anselmo.

—Cuando vengan, sólo encontrarán tumbas —repuso don Anselmo, tomándose el pecho y haciendo esfuerzos para hablar—; si estamos retemal.

—Ni modo, a esperar —dijo resignado.

Se metió a su choza, mientras que el comisariado, agobiado por el cansancio, se dio la vuelta y caminó escuchando los estertores de los vecinos.

Al día siguiente, salió de entre los árboles una carreta con una yunta de bueyes. En ella venían tres hombres vestidos de guayabera blanca y sombreros de mimbre, agarrados de los adrales, zangoloteándose por el camino escabroso. Eran hombres que durante el viaje reían de sus aventuras.

Al oír las risotadas, don Anselmo salió al encuentro.

—¡Buenos días, patrones! ¿Ustedes son del gobierno? —preguntó, interrumpiéndose con espasmos involuntarios.

—No, señor, nosotros somos médicos naturistas; visitamos las comunidades para curar enfermedades —contestó amablemente uno de ellos.

—Esto sí que es un milagro —dijo don Anselmo haciendo pausas obligadas por los golpes de tos y continuó—, fíjese usté que aquí vino a caer una epidemia de tos que todos estamos encamados.

—No se preocupe, doncito, aquí su servidor y mis compañeros le traemos la receta que les va a curar todo mal que tengan —advirtió al tiempo que parecía preguntar con la mirada a sus compañeros por la medicina infalible.

Se bajaron de la carreta, abrieron una valija vieja de cuero y desordenaron los frascos, cápsulas, jarabes, y al fin uno de ellos sacó un estetoscopio desgastado por el uso cotidiano.

—Sí, está usté muy mal, le ronronea el pecho —le dijo al ponerle el aparato en la espalda a la altura del pulmón.

Los otros continuaron buscando el medicamento adecuado.

—Espérenme aquí, patrón, voy a llamar a los demás —sugirió don Anselmo después de la revisión, y se fue a tocar la puerta de las chozas vecinas.

En menos de media hora, el tumulto tosigoso rodeaba la carreta, de manera que los médicos naturistas tuvieron que subirse en ella para que informaran a todos y de una sola vez sobre la dosis, recomendaciones y consejos clínicos.

Esa mañana los naturistas vendieron 80 pomos con grageas que los pacientes tomarían por las mañanas durante 20 días. Los campesinos gastaron hasta el último centavo y hubo quienes pagaron con el adelanto de las cosechas venideras.

Los parlanchines se perdieron entre el bosque con los adioses del tumulto.

En las veredas, uno de ellos iba preocupado, el otro se moría de risa y el tercero contrariaba sus emociones, pues no sabía si reírse o angustiarse. Los tres sabían de su mala voluntad.

—Lo bueno es que el año que viene habrá el doble de habitantes —dijo uno desternillándose de risa.

—¿Y si se mueren? —secundó el otro, preocupado.

—Nadie se muere de tos —se consoló el tercero.

Los charlatanes, sin tomar criterios ni consideraciones, les habían surtido pastillas para la fertilidad en lugar de remedio para la tos. Eran naturistas empíricos y embusteros que curaban a la gente pero también la engañaban como en esta ocasión. 

Al año siguiente, durante la visita de rutina a las comunidades, los naturistas vacilaron de pasar al poblado de don Anselmo.

El más atrevido espoleaba a los otros para conocer el fin que tuvo la primera visita, mientras que los demás se negaban por el miedo de que los recibiesen a balazos. Sin embargo, movidos por la curiosidad se dirigieron al lugar.

En la colonia se encontraron a 80 mujeres con niños recién nacidos, aunque la noticia sobresaliente era que algunas de ellas habían alumbrado gemelos y trillizos. No sufrían de tos y ninguno estaba muerto. Tomaron las grageas con tanta fe y devoción que se libraron de la enfermedad.

Ese día, los recibieron con abrazos de agradecimiento y mataron gallinas para el caldo como recompensa. Los naturistas y los campesinos desayunaron alegres en una mesa larga de madera, en el patio de don Anselmo.

Las brigadas médicas nunca llegaron.

Durante el jolgorio, don Anselmo les dijo en tono suplicante:

—Hay nos dejan más pastillas de esas, por favorcito —.