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viernes, 25 de septiembre de 2020

El Picador

Rafael Espinosa / Quién iba a pensar que aquel jovencito delgado, de cabello lacio, terminaría con un balazo en la frente. Cuando se fundó la colonia, se le veía con una Bilbia en la mano, acompañado de sus padres y hermanos, rumbo al salón de culto. Iba bien vestido, dando saltos, buscando la mejor parte de la calle accidentada para evitar que sus zapatos se hundieran en el caliche. Al igual que sus padres, saludaba a quienes estaban en la puerta de las casas. Regresaba al anochecer, entre la penumbra, pues en ese tiempo no había luz eléctrica en la periferia, y sólo se le reconocía por la voz, en la oscuridad. Así pasaron varios años con esta rutina desde que era pequeño, hasta decían que era una bonita familia, ejemplo de los pocos hogares que aún empezaban a poblar el lugar, en donde los vecinos tenían que ir al pozo del parque provisional para llevar agua a sus casas. De pronto, algo raro comenzó a suceder en las esquinas de las manzanas, de manera que comenzaron a juntarse jóvenes vecinos que con el tiempo se mezclaron con algunos centroamericanos que iban de paso por la colonia. En las noches se escuchaban risas estruendosas, se sentía el olor a tabaco y se escuchaba el choque de botellas de cristal. Algunos padres prohibieron la salida de sus hijos a la calle, sin embargo, algunos muchachos escapaban por las ventanas y regresaban furtivamente a media noche. Entre ellos estaba Manuel quien más tarde, entre la cuadrilla, le apodarían “El Picador”. Se ausentó de los cultos, cambió su forma de vestir y comenzó a juntarse con muchachos de actitudes extrañas. Reprobó el tercer grado de secundaria por inasistencias que sus padres desconocían. Cuando el sol rayaba el cielo se le veía caminar en banda, con los cabellos desaliñados y haciendo algazara en la calle. Una ocasión estaban en corro, bajo la sombra de una ceiba que había en el parque, en el que alegaban el nombre de la pandilla, mientras se pasaban la cerveza de mano en mano. Desde el círculo alguien dijo: “Los Muñecos”. Sólo entonces el grupo dejó de ser un simple hermanamiento de camaradas que consumía bebidas y cigarros en las noches, para convertirse en uno violento y con excesos que atacaba a pandillas enemigas surgidas de colonias vecinas que también iniciaban su población con chabolas por doquier. Habían pactado que los pleitos, agresiones y ataques, serían en contra de adversarios, dejando a salvo a la ciudadanía, especialmente a la que habita en el territorio. No obstante, los enemigos tenían otros métodos. Fue así que la colonia comenzó a vivir uno de los peores desórdenes públicos, de tal manera que por las noches se escuchaba el estruendo de la lluvia de piedras que caían sobre las azoteas de calamina, los gritos de dolor durante el enfrentamiento de pandillas invasoras, el tropel de un lado para otro y las patrullas huían por las pedradas en el toldo. Fue en esos tiempos que Manuel perdió la brújula y se mantuvo en el limbo por muchos meses, a consecuencia del abuso de sustancias nocivas. De este modo, Manuel atacaba a navajazos a todos los que se negaban a darle una moneda. Se ubicaba fuera de las escuelas para acechar a los estudiantes, robaba los domicilios, y muchas veces se escondió en los matorrales para doparse con un bote de solvente. El picador, mote logrado por las estocadas sin piedad que le daba a sus víctimas, se había convertido en uno de los jóvenes más temidos de la colonia, pues cuando lo veían venir, los vecinos se metían en sus hogares y cerraban sus puertas con doble llave. En ese entonces, se le acusaba de una veintena de agresiones, con tres muertos a cuestas y varios aún convalecientes. En varias ocasiones, su madre, con un gran pesar en el corazón, lo jalaba del brazo para que entrara a dormir a su casa, pero los esfuerzos eran vanos.

--Hijo, te van a matar –-le decía su madre piadosa.

Faltaba poco para que llegara su fin, pues un día antes de su muerte, como un presagio maligno, llegó un remolino descomunal que arrancó techos y retorció la ceiba grande del parque hasta tirarla. Esa misma noche, con el relente manso, El Picador era perseguido por una turba entre la penumbra. Se escuchó un disparo y el resto de la noche fue silencio absoluto. Al día siguiente, Manuel amaneció reclinado al tronco de la ceiba tirada, como si estuviera sentado, rodeado de curiosos y con un balazo en la frente.

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