Rafael Espinosa / El temporal duró semanas. Las puertas y ventanas de la comunidad se mantuvieron cerradas. Después sobrevino una epidemia de catarro, de tal modo que había más campesinos en los jergones que en la pisca.
Alejados
de la ciudad, sin dispensarios ni boticarios, convalecían a base de aguas
medicinales y emplastos de eucalipto.
Haciéndose
los fuertes, apenas salían a sus corrales y caían vencidos por la enfermedad.
El
comisariado, con su pañuelo en la boca, partió hacia la ciudad para dar parte
de la epidemia al gobierno. Caminó horas y horas sólo para traer la noticia de
que enviarían brigadas médicas oficiales.
—Cierto
es que no me dijeron cuándo llegarían —dijo el comisariado al pie de la choza
de don Anselmo.
—Cuando
vengan, sólo encontrarán tumbas —repuso don Anselmo, tomándose el pecho y
haciendo esfuerzos para hablar—; si estamos retemal.
—Ni
modo, a esperar —dijo resignado.
Se
metió a su choza, mientras que el comisariado, agobiado por el cansancio, se
dio la vuelta y caminó escuchando los estertores de los vecinos.
Al
día siguiente, salió de entre los árboles una carreta con una yunta de bueyes.
En ella venían tres hombres vestidos de guayabera blanca y sombreros de mimbre,
agarrados de los adrales, zangoloteándose por el camino escabroso. Eran hombres
que durante el viaje reían de sus aventuras.
Al
oír las risotadas, don Anselmo salió al encuentro.
—¡Buenos
días, patrones! ¿Ustedes son del gobierno? —preguntó, interrumpiéndose con
espasmos involuntarios.
—No,
señor, nosotros somos médicos naturistas; visitamos las comunidades para curar
enfermedades —contestó amablemente uno de ellos.
—Esto
sí que es un milagro —dijo don Anselmo haciendo pausas obligadas por los golpes
de tos y continuó—, fíjese usté que aquí vino a caer una epidemia de tos que
todos estamos encamados.
—No
se preocupe, doncito, aquí su servidor y mis compañeros le traemos la receta
que les va a curar todo mal que tengan —advirtió al tiempo que parecía
preguntar con la mirada a sus compañeros por la medicina infalible.
Se
bajaron de la carreta, abrieron una valija vieja de cuero y desordenaron los
frascos, cápsulas, jarabes, y al fin uno de ellos sacó un estetoscopio
desgastado por el uso cotidiano.
—Sí,
está usté muy mal, le ronronea el pecho —le dijo al ponerle el aparato en la
espalda a la altura del pulmón.
Los
otros continuaron buscando el medicamento adecuado.
—Espérenme
aquí, patrón, voy a llamar a los demás —sugirió don Anselmo después de la
revisión, y se fue a tocar la puerta de las chozas vecinas.
En
menos de media hora, el tumulto tosigoso rodeaba la carreta, de manera que los
médicos naturistas tuvieron que subirse en ella para que informaran a todos y
de una sola vez sobre la dosis, recomendaciones y consejos clínicos.
Esa
mañana los naturistas vendieron 80 pomos con grageas que los pacientes tomarían
por las mañanas durante 20 días. Los campesinos gastaron hasta el último
centavo y hubo quienes pagaron con el adelanto de las cosechas venideras.
Los
parlanchines se perdieron entre el bosque con los adioses del tumulto.
En
las veredas, uno de ellos iba preocupado, el otro se moría de risa y el tercero
contrariaba sus emociones, pues no sabía si reírse o angustiarse. Los tres
sabían de su mala voluntad.
—Lo
bueno es que el año que viene habrá el doble de habitantes —dijo uno
desternillándose de risa.
—¿Y
si se mueren? —secundó el otro, preocupado.
—Nadie
se muere de tos —se consoló el tercero.
Los
charlatanes, sin tomar criterios ni consideraciones, les habían surtido
pastillas para la fertilidad en lugar de remedio para la tos. Eran naturistas
empíricos y embusteros que curaban a la gente pero también la engañaban como en
esta ocasión.
Al
año siguiente, durante la visita de rutina a las comunidades, los naturistas
vacilaron de pasar al poblado de don Anselmo.
El
más atrevido espoleaba a los otros para conocer el fin que tuvo la primera
visita, mientras que los demás se negaban por el miedo de que los recibiesen a
balazos. Sin embargo, movidos por la curiosidad se dirigieron al lugar.
En
la colonia se encontraron a 80 mujeres con niños recién nacidos, aunque la
noticia sobresaliente era que algunas de ellas habían alumbrado gemelos y
trillizos. No sufrían de tos y ninguno estaba muerto. Tomaron las grageas con
tanta fe y devoción que se libraron de la enfermedad.
Ese
día, los recibieron con abrazos de agradecimiento y mataron gallinas para el
caldo como recompensa. Los naturistas y los campesinos desayunaron alegres en
una mesa larga de madera, en el patio de don Anselmo.
Las
brigadas médicas nunca llegaron.
Durante
el jolgorio, don Anselmo les dijo en tono suplicante:
—Hay
nos dejan más pastillas de esas, por favorcito —.
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