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viernes, 25 de septiembre de 2020

Los charlatanes

Rafael Espinosa / El temporal duró semanas. Las puertas y ventanas de la comunidad se mantuvieron cerradas. Después sobrevino una epidemia de catarro, de tal modo que había más campesinos en los jergones que en la pisca.

Alejados de la ciudad, sin dispensarios ni boticarios, convalecían a base de aguas medicinales y emplastos de eucalipto.

Haciéndose los fuertes, apenas salían a sus corrales y caían vencidos por la enfermedad.

El comisariado, con su pañuelo en la boca, partió hacia la ciudad para dar parte de la epidemia al gobierno. Caminó horas y horas sólo para traer la noticia de que enviarían brigadas médicas oficiales.

—Cierto es que no me dijeron cuándo llegarían —dijo el comisariado al pie de la choza de don Anselmo.

—Cuando vengan, sólo encontrarán tumbas —repuso don Anselmo, tomándose el pecho y haciendo esfuerzos para hablar—; si estamos retemal.

—Ni modo, a esperar —dijo resignado.

Se metió a su choza, mientras que el comisariado, agobiado por el cansancio, se dio la vuelta y caminó escuchando los estertores de los vecinos.

Al día siguiente, salió de entre los árboles una carreta con una yunta de bueyes. En ella venían tres hombres vestidos de guayabera blanca y sombreros de mimbre, agarrados de los adrales, zangoloteándose por el camino escabroso. Eran hombres que durante el viaje reían de sus aventuras.

Al oír las risotadas, don Anselmo salió al encuentro.

—¡Buenos días, patrones! ¿Ustedes son del gobierno? —preguntó, interrumpiéndose con espasmos involuntarios.

—No, señor, nosotros somos médicos naturistas; visitamos las comunidades para curar enfermedades —contestó amablemente uno de ellos.

—Esto sí que es un milagro —dijo don Anselmo haciendo pausas obligadas por los golpes de tos y continuó—, fíjese usté que aquí vino a caer una epidemia de tos que todos estamos encamados.

—No se preocupe, doncito, aquí su servidor y mis compañeros le traemos la receta que les va a curar todo mal que tengan —advirtió al tiempo que parecía preguntar con la mirada a sus compañeros por la medicina infalible.

Se bajaron de la carreta, abrieron una valija vieja de cuero y desordenaron los frascos, cápsulas, jarabes, y al fin uno de ellos sacó un estetoscopio desgastado por el uso cotidiano.

—Sí, está usté muy mal, le ronronea el pecho —le dijo al ponerle el aparato en la espalda a la altura del pulmón.

Los otros continuaron buscando el medicamento adecuado.

—Espérenme aquí, patrón, voy a llamar a los demás —sugirió don Anselmo después de la revisión, y se fue a tocar la puerta de las chozas vecinas.

En menos de media hora, el tumulto tosigoso rodeaba la carreta, de manera que los médicos naturistas tuvieron que subirse en ella para que informaran a todos y de una sola vez sobre la dosis, recomendaciones y consejos clínicos.

Esa mañana los naturistas vendieron 80 pomos con grageas que los pacientes tomarían por las mañanas durante 20 días. Los campesinos gastaron hasta el último centavo y hubo quienes pagaron con el adelanto de las cosechas venideras.

Los parlanchines se perdieron entre el bosque con los adioses del tumulto.

En las veredas, uno de ellos iba preocupado, el otro se moría de risa y el tercero contrariaba sus emociones, pues no sabía si reírse o angustiarse. Los tres sabían de su mala voluntad.

—Lo bueno es que el año que viene habrá el doble de habitantes —dijo uno desternillándose de risa.

—¿Y si se mueren? —secundó el otro, preocupado.

—Nadie se muere de tos —se consoló el tercero.

Los charlatanes, sin tomar criterios ni consideraciones, les habían surtido pastillas para la fertilidad en lugar de remedio para la tos. Eran naturistas empíricos y embusteros que curaban a la gente pero también la engañaban como en esta ocasión. 

Al año siguiente, durante la visita de rutina a las comunidades, los naturistas vacilaron de pasar al poblado de don Anselmo.

El más atrevido espoleaba a los otros para conocer el fin que tuvo la primera visita, mientras que los demás se negaban por el miedo de que los recibiesen a balazos. Sin embargo, movidos por la curiosidad se dirigieron al lugar.

En la colonia se encontraron a 80 mujeres con niños recién nacidos, aunque la noticia sobresaliente era que algunas de ellas habían alumbrado gemelos y trillizos. No sufrían de tos y ninguno estaba muerto. Tomaron las grageas con tanta fe y devoción que se libraron de la enfermedad.

Ese día, los recibieron con abrazos de agradecimiento y mataron gallinas para el caldo como recompensa. Los naturistas y los campesinos desayunaron alegres en una mesa larga de madera, en el patio de don Anselmo.

Las brigadas médicas nunca llegaron.

Durante el jolgorio, don Anselmo les dijo en tono suplicante:

—Hay nos dejan más pastillas de esas, por favorcito —.

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