Rafael Espinosa / El niño de 12 años observaba hacia la calle a través de la ventana de la puerta de su casa. Sabía que algo raro estaba pasando, pues era la una y media de la tarde y el cielo estaba oscuro, de tal modo que se produjo una desorientación general en la rutina cotidiana, pues los gallos comenzaron a cantar como si estuviera amaneciendo y las gallinas alborotadas treparon al árbol del patio preparándose para dormir. En la calle terrosa, la manada de perros ladraba a la defensiva ante un posible ataque que vendría de alguna parte.
En
una colonia como esta, alejada de la ciudad, podría ocurrir cualquier cosa sin
que nadie se enterara, sin embargo, esta vez la oscuridad alcanzaba hasta el
sitio más recóndito de la región.
Algo
estaba saliéndose de control, pues no parecía normal la actitud inquieta de los
caballos en el corral como tampoco aquel balido apocalíptico del borrego
amarrado de la tranca entre la oscuridad.
La
madre del pequeño Felipe había recomendado a Felicia, su vecina, que por nada
del mundo saliera a la calle con esa panza gigante, porque había el riesgo de
que la criatura naciera deforme, por lo que la muchacha se pasó sentada en una
silla abatible de madera, con un rosario en la mano recitando preces a El
Todopoderoso.
Felipe
continuaba viendo hacia la calle, tomado de la ventana, obediente a la
advertencia de su madre de no mirar al cielo para evitar quedarse ciego, aunque
se muriera de ganas por alzar la vista.
--Luego
para qué te quiero mudo y ciego --le dijo su madre con su voz atronadora, mientras
lavaba la ropa.
Felipe
se dirigió a la sala, dando gemidos y señalando desesperadamente hacia la
calle, en un estado de incertidumbre por la rareza de la atmósfera que su
madre, sin paciencia, no tuvo tiempo de explicarle. Era algo raro, pensaba,
como la historia de cuando los habitantes se encerraron en sus casas por una
caída interminable de ceniza que sobrevino después de una serie de temblores de
la tierra, hacía nueve años. Había escuchado decir de su madre que esa vez
tuvieron que acostumbrarse a la ceniza que se veía caer como si fuesen copos de
nieve. Eso recordaba Felipe cuando, tomado nuevamente de la ventana, el cielo
comenzó aclararse hasta quedar completamente iluminado por los rayos del sol.
--Ahora
ya puedes ver hacia arriba –le dijo su madre.
Había
pasado seis minutos en el reloj. Fue la única vez que Felipe vio el sol tan
cerca de la luna al tiempo en que ambos astros se alejaban perennemente hasta
que la luna se perdió en el horizonte. Era un eclipse solar.
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