Rafael Espinosa / Era común que los rapaces de la cuadra salieran a jugar bajo el sol del mediodía, con short, sin playera y descalzos, a pesar de que la tierra estuviera caliente. Después se iban al río cercano a refrescarse un poco. Eran ocho, frisaban en los diez años, capaces de nadar como charales y batirse a golpes entre ellos, aunque al rato se les veía abrazados nuevamente, a través de un pacto de caballeros que respetaban de mutuo acuerdo. Casi todos se habían probado, menos Miguel Morquecho, un chavito lánguido, moreno, tímido y sin aparentes indicios de fortaleza. Pedro, otro de los compañeros, se sentía líder de la cuadrilla, con su cuerpo robusto y una altura superior al resto, alardeando de vez en cuando contra los menos fuertes. Un día que Miguel estaba castigado lo mandaron a la tienda de la esquina, mientras que sus colegas jugaban canicas a media calle. Desde que salió de su casa, comenzaron hacerle guasa pero iba tan furioso que cuando estuvo cerca lanzó una patada y algunas canicas que estaban en la rayuela salieron volando y se perdieron en el monte. Naturalmente se interrumpió el juego y todos se quedaron asombrados.
--¿Te
crees muy gallito, Morquecho? –le dijo Pedro, airado, con el afán de imponer
autoridad.
Morquecho
siguió caminando, con el cabello desaliñado, tratando de contener su ira. Sin
embargo, Pedro corrió tras él y le dio un empujón por la espalda enviándolo al
suelo. Miguel se incorporó despacio, se sacudió la tierra y con mucho temple
soltó la frase que pondría final a la discordia ocasional.
--¡No
me creo; soy un gallo! –precisó Morquecho, levantando el cuello.
Sin
más plabras, Pedro embistió como un toro a Miguel y ambos se revolcaron sobre
la tierra, cuando el sol estaba en el centro del cielo y ni el sonido de los
pájaros se escuchaba a esa hora, sólo los resoplidos de los mozuelos trenzados
por esa tirria pasajera. Miguel logró zafarse e impulsó con sus pies a Pedro
que trastabilló hacia atrás. Se levantó de inmediato en el momento que Pedro lo
sometió nuevamente de la nuca al tiempo que caían dando catatumbas, mientras
que los camaradas hacían círculo en un ambiente de éxtasis como si se tratara
de romper una piñata. En medio de aquel griterío infantil se desconocía hacia
quién iban dirigidas las porras o para quién eran las apuestas de mentira, en
tanto que las niñas comenzaron a gritar a mamá desde sus ventanas. Morquecho
había resistido los embates de Pedro a pesar de su esmirriado cuerpo. Y en un
santiamén, los duelistas estuvieron parados y se logró ver un hilo de sangre
que escurría de la nariz de Pedro. Sin embargo, lejos de tranquilizarse,
iniciaron una revuelta a puño limpio, una especialidad exquisita de Morquecho
que los camaradas de la cuadra desconocían. Con pericia, Morquecho manipuló la
revuelta a su antojo de modo que Pedro se sintió acorralado y decidió ponerle
fin a la gresca. En ese momento, los amigos intervinieron, unos apoyando a
Pedro y otros felicitando a Miguel, justo cuando sus madres venían corriendo
con un cinturón en la mano. Cada uno salió despavorido como alma que lleva el
diablo. Aunque parecía incólume, Miguel comenzó a sentir dolor en el ojo
derecho, el mismo ojo que más tarde se le oscureció como si fuera un
lemur.
Después
de aquella pelea, en el trascurso de los días volvió todo a la paz y
continuaron jugando como siempre hasta que se mudaron a la ciudad para
continuar estudiando.
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