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viernes, 25 de septiembre de 2020

Horas cortas

Rafael Espinosa / Llegaron las vacaciones escolares. Jaimito se levantó a las siete de la mañana, más antes que de costumbre. Se restregó los ojos con sus manos extendidas. Se sentó al borde de la cama y sonrió como si recordara un sueño empecatado. Tenía el presentimiento de algo bueno en este día. Aún con pijama, se lavó la cara y se sentó en el comedor.

—Mmmm…, ¡qué rico, cereal! —expresó relamiéndose los labios.

Mientras degustaba el refrigerio, movía las piernas colgadas de la silla como péndulos.

—Termina pronto, Jaimito. A las ocho tienes que ir al catecismo —le dijo su madre cariñosamente.

—Está bien, mamá —contestó obediente. ¿Y papá?

—A esta hora, seguramente entregando correos, hijo —repuso la madre, un poco agitada, limpiando los muebles con el plumero.

Jaimito brincó de la silla. Se quitó el pijama, se metió al baño y encendió la regadera. De pronto, salió de la recámara curiosamente con su mejor traje.

—¡Uy! ¡Qué guapo! —le dijo sorprendida su madre.

El niño, de cinco años, parpadeó sus ojos grandes y esbozó una sonrisa pícara.

—Ven —le tomó de la mano y lo llevó a su recámara—; te hace falta algo.

La madre le aliñó el cabello, le colocó los pequeños anteojos y lo perfumó.

—Ya eres todo un muchacho —le dijo, orgullosa, mirándole a los ojos. ¡Vámonos! Ya son las ocho.

La señora delgada, con el cabello recogido con una horquilla, tomó la sombrilla del pechero y cerró la puerta.

Mientras rodeaban el parque, Jaimito, a través de sus gafas de armazón negra, miraba con alegría sus zapatitos lustrados.

—Mamá, déjame aquí, ya estoy grande —dijo mirando a su madre en la puerta de la iglesia.

Bajo la sombra del paraguas, la madre lo vio con ternura y se agachó.

—Hijo, tengo que asegurarme de que quedas en buenas manos —.

El niño asintió con un movimiento de cabeza, sin borrar el júbilo de su pequeño rostro.

Se santiguaron con genuflexión frente a la gigantesca puerta, caminaron sobre el graderío desviándose hacia el atrio. Era un espacio desenfadado y rodeado de portales, donde había cientos de niños exultantes, corriendo de un lado a otro y gritando de felicidad.

Llegaron al grupo de niños de cinco y siete años de edad, quienes estaban sentados en sillas diminutas. No era la misma catequista de siempre.

—La hermana, Dolores, no vino por la viruela —se adelantó a decir la suplente.

—Pequeño, quédate con… —se detuvo la madre.

—Sandy —completó la frase la catequista—; es un placer conocerla.

—El gusto es mío —repuso la madre.

Jaimito tomó los dedos de la joven, mientras veía a su madre bajar las gradas con la sombrilla extendida. Sintió una nostalgia efímera que olvidó en un periquete con la belleza de Sandy.

Cuando estaba en corro, junto a sus diez compañeros, Jaimito sintió una atracción inocente. Veía algo hermoso en la señorita Sandy, su cara blanca, sus pestañas grandes, su boca chiquita. Dos rulos brillantes enmarcaban sus ojos tiernos. Su sonrisa era angelical.

—Dios es amor  —leía Sandy, dulcemente, en el cuaderno que tenía sobre su regazo.

Sandy se daba cuenta de que ella impresionaba al niño. Jaimito estaba patidifuso. Escuchaba difusamente la frase repetida por sus compañeros. Jaimito apenas movía los labios simulando seguir la lección.

Jaimito experimentó las dos horas más cortas de su vida.

Cuando todos los niños se levantaron de los asientos, su madre estaba parada junto a él. Sonrió atónito, como si despertara de un sueño.

Sandy se agachó para darle un beso en la mejilla. El beso más delicioso que haya sentido jamás. Sentía que el corazón iba estallarle de emoción, no sabía qué hacer. Cuando caminaba junto su madre, volteó varias veces para ver a Sandy.

Al salir a la calle, Jaimito se soltó de las manos de su madre y corrió como loco en el parque. Saltando las jardineras, rodeando los pilares del quiosco.

—Jaimito, ten cuidado —le aconsejó su madre.

—Sí, mamá —contestó emocionado.

Al entrar a casa, corrió hacia su recámara y continuaba brincando como cabra sobre la cama.

—Esto no es normal —se dijo su madre sonriendo—; está más feliz que nunca. Cierto es que las vacaciones escolares y los domingos dan alegría, pero no es para tanto. ¿Acaso se va a morir?, se preguntó. No, no, Dios no lo quiera, se dijo moviendo la cabeza negativamente. Se levantó del sofá y se dirigió a la recámara.

—Jaimito, dime, ¿por qué tanta alegría, eh? —le preguntó en un tono amistoso, sentándose a la vez en la orilla de la cama.

—No sé —repuso el niño, interrumpiendo su voz con los brincos.

En este estado de conmoción pasó los días de la semana. Su padre también estaba asombrado.

—Le enviaré un correo a tu abuela para que sepa de tu locura

 —le dijo su padre sonriendo—; eres un loquillo.

—También dile que me traiga chocolates —contestó Jaimito, agitado y contento.

El próximo domingo, Jaimito se vistió más pulcro que el fin de semana anterior. Antes de ir a catecismo, tomó una rosa fresca del florero y la escondió debajo de su traje. Iba encantado y nervioso a la vez. Caminaba a pasos firmes y muy erguido como para sentirse mayor.

Al llegar al atrio buscó con la mirada el grupo que le correspondía, deslizó la vista sobre los niños que retozaban en el patio y no vio a Sandy. Trató de tranquilizarse para que su madre no se diera cuenta de su aspaviento.

De pronto, salió Dolores de la puerta lateral de la iglesia y se acercó al grupo. Se le veía secuelas de la enfermedad que había padecido, pero dispuesta y animosa por evangelizar a las criaturas.

Jaimito, sintiendo desfallecer, agachó la mirada lentamente.

—Vamos, Jaimito, acércate al grupo —le dijo su madre.

Estas dos horas de catecismo le parecieron eternas, tenía la cara triste, y esta vez tampoco le puso atención a los pasajes bíblicos. Estrujaba la rosa con su mano debajo del traje y volteaba, con la mirada triste, hacia todos lados con la esperanza de ver a Sandy nuevamente, sin embargo, nunca la volvió a ver.

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