Rafael Espinosa / Apenas había terminado de llover y se sentía el aroma a tierra mojada. Las gotas de lluvia rodaban aún sobre las tejas y las hojas de los árboles. En el pueblo no había más diversión vespertina que reunirse con los amigos y jugar a las escondidas. Mamá siempre había dicho que podíamos jugar en cualquier lugar menos en la casa abandonada de la calle Crisantemo. Persistía la creencia que en aquella casa había un monstruo, aunque nadie lo había visto. Éramos siete. Cuando lanzaron el bote con piedras lo más lejos posible, Samuel corrió tras él y yo vacilaba a media calle, frente a esa casa magnética que parecía llamarme. Sin tener más tiempo en pensar, empujé la puerta de madera cuyo ruido me hizo estremecer. La cerré y me recosté en ella, agitado. Me sentí en otro tiempo y en otro mundo, lejos de aquel juego infantil. Había un silencio sepulcral y afuera sólo se escuchaba el caminar de Samuel sacudiendo el bote con piedras, buscándonos. Dentro, observé un patio abandonado, con una silla de madera en medio que apenas se veía por la maleza crecida con las primeras lluvias de mayo. Atravesé un corredor con portales corroídos por el tiempo. Cada vez se escuchaba menos la voz de mis amigos.
―¡Uno,
dos, tres para Fidel! ¡Uno, dos, tres para Arturo! ―. Y así pasaron todos los
nombres, como un susurro, menos el mío.
La
curiosidad dominó mi miedo. De esta forma subí unas escaleras caracoleadas
hasta llegar a una claraboya que me permitía una visión más amplia del pequeño
pueblo de El Espinal. Esta vista panorámica era fenomenal, se veían yuntas de
bueyes con carretas en las trochas, caballos sueltos en el prado y un llano
cuyo final era una hilera de montañas verdes, como un paraíso. Después de ver
esta maravilla, resolví regresar a la calle; sin embargo, sentí que me habían
cambiado la ruta. Aquel edificio abandonado parecía un laberinto, todos los
caminos me conducían a la misma sala de techo alto como el cielo. En ella había
muebles antiquísimos, cuadros desnivelados, un piano ensombrecido por el polvo
y unas cortinas gigantes que llegaban hasta el piso. Lo pude ver con la poca
luz que penetraba a través de los ventanales. Juro que por primera vez comencé
a sentir miedo, un miedo que hasta frío me daba. Quise llorar. Estaba
arrepentido por haber desobedecido a mamá. De pronto, escuché el rugido
aterrador de alguna bestia. Caminé hacia atrás y tropecé con un candelabro
tirado en el piso. Me arrastré sobre la alfombra recostándome en la pared
inmediata; sólo entonces comprendí que había muchos roedores que caminaban junto
al rodapié. El rugido se escuchaba cada vez más cerca. El animal apareció al
fin; era una especie de dragón mefistofélico cuyos ojos de fuego me observaban
con una cercanía que sentía el calor de su aliento en mis mejillas. De sus
fauces escurría saliva pegajosa y sus pezuñas afiladas parecían de armadillo,
como los que cazaba papá cuando iba al monte. Era horrible.
―No
me hagas daño ―le supliqué, cerrando los ojos. Recogí las rodillas con mis
brazos y comencé a llorar.
Ya
no recuerdo más.
Desperté
en mi cama. Mamá se encontraba a mi lado.
̶̶ ¿Encontraron a mis amigos? ―pregunté
alarmado.
―
¿De qué hablas, hijo? Tranquilo ―.
―¡De
las escondidas, del juego, mamá! ―.
―Todo
este tiempo has tenido fiebre, hijo; descansa ―.
Cerré
los ojos y volví a ver al dragón; mi cabeza parecía una bola de fuego.
Muchos
años después, he regresado a la calle Crisantemo. Ya no están mis padres. Mis
amigos caminan apoyados con un bastón. Otros han muerto. La casa sigue
abandonada y yo me encuentro triste, atravesando paredes y casas sin ninguna
dificultad. No he vuelto a ver a la bestia, seguramente ese soy yo ahora, en
espera de la próxima víctima.
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