Rafael Espinosa / Desde niño Jacinto aprendió de las cosas de Dios. Asistía a las oraciones con sus padres, pero con el tiempo se quedó huérfano. Sin embargo, continuó en el evangelio, con la Biblia bajo el brazo. Sus hermanos, igual a él, formaron su propia familia, aunque Raquel desde la infancia renegaba a la Palabra de Dios.
Muchas
veces Jacinto intentó convencer a Raquel.
―Ya
sé a que vienes ―adivinó Raquel, sin dejar de cargar su camión de rejas de
jitomate―; mira, te voy a escuchar sólo si me enseñas tu cartera ―le dijo al
detener su faena.
Jacinto,
desconcertado, desconocía lo que tenía que ver una cosa con otra. Se puso
contento y le exhibió su cartera.
―Ya
ves, sólo tienes un billete de 20 pesos ―repuso al ver la cartera de Jacinto―;
en cambio yo ―añadió, mostrando la suya―, rebosante de dinero. Mira, mejor no
andes perdiendo tu tiempo y ponte a ganar dinero.
Jacinto
vivía en una casa modesta, con su esposa y dos hijos. Ese día, regresó con el
corazón oprimido y se hincó a orar por su hermano en la orilla de su cama.
―¿Qué
te pasa, Jacinto? ―le dijo su esposa cariñosamente, sentándose a su lado.
―Mi
hermano... ya sabes, tiene el corazón de piedra ―contestó con tristeza.
Raquel,
productor de jitomates y esposo de una mujer que le había dado un par de hijos,
comenzó a sufrir los estragos de su vida licenciosa. Había perdido propiedades
al separarse de ella, tomaba mucho y sus hijos caían enfermos con frecuencia.
Un
día, Jacinto, con su fe inquebrantable, volvió, como muchas veces, a casa de su
hermano. Había soñado que su hermano recibía a Cristo en su corazón, aunque
después de esta visita, se sintió culpable porque esta vez había sido una
necedad suya y no un mensaje de Dios, como otras veces.
Otra
ocasión, encontró a su hermano con una Biblia en las manos, lo cual lo llenó de
júbilo y sin querer importunarlo ni causarle molestia, le preguntó con
tranquilidad.
―¿Qué
lees, hermano? ―.
―Un
libro de vaqueros ―repuso Raquel con soberbia y volteó hacia otro lado―. Déjame
solo. Se veía demacrado, calvo y con la ropa pegada a los huesos.
Jacinto,
pobre pero con vestiduras formales, se retiró ocultando su alegría. Sabía que
su hermano había dado el primer paso, camino a la salvación. Y así pasaron 25
años.
Una
primavera, después de muchos meses de la última visita, cuando en el pueblo se
sabía que Raquel había perdido toda su fortuna, Jacinto entró de sorpresa y
halló a su hermano nuevamente con la Biblia sobre el regazo.
―¿Lees
un libro de vaqueros? ―le dijo en chanza.
No
obstante, Jacinto quedó perplejo por la respuesta de su hermano.
―¿Por
qué llamas así a la Biblia? ―espetó airado, Raquel.
Jacinto
no supo qué decir. Después de unos segundos lo felicitó con cierta serenidad.
Raquel, con recelo y ligera docilidad, le dio la mano a su hermano y luego un
abrazo afectivo.
A
sus 60 años, se sabe bien los capítulos y versículos de la Biblia, vive
tranquilo y siente una paz intensa en su corazón. Asiste periódicamente a las
reuniones de culto, acompañado de sus hijos y de la mano de sus nietos. En los
encuentros familiares, se cuenta esta anécdota y le dan gracias a Dios,
siempre.
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