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viernes, 25 de septiembre de 2020

Un libro de vaqueros

Rafael Espinosa / Desde niño Jacinto aprendió de las cosas de Dios. Asistía a las oraciones con sus padres, pero con el tiempo se quedó huérfano. Sin embargo, continuó en el evangelio, con la Biblia bajo el brazo. Sus hermanos, igual a él, formaron su propia familia, aunque Raquel desde la infancia renegaba a la Palabra de Dios.

Muchas veces Jacinto intentó convencer a Raquel.

―Ya sé a que vienes ―adivinó Raquel, sin dejar de cargar su camión de rejas de jitomate―; mira, te voy a escuchar sólo si me enseñas tu cartera ―le dijo al detener su faena.

Jacinto, desconcertado, desconocía lo que tenía que ver una cosa con otra. Se puso contento y le exhibió su cartera.

―Ya ves, sólo tienes un billete de 20 pesos ―repuso al ver la cartera de Jacinto―; en cambio yo ―añadió, mostrando la suya―, rebosante de dinero. Mira, mejor no andes perdiendo tu tiempo y ponte a ganar dinero.

Jacinto vivía en una casa modesta, con su esposa y dos hijos. Ese día, regresó con el corazón oprimido y se hincó a orar por su hermano en la orilla de su cama.

―¿Qué te pasa, Jacinto? ―le dijo su esposa cariñosamente, sentándose a su lado.

―Mi hermano... ya sabes, tiene el corazón de piedra ―contestó con tristeza.

Raquel, productor de jitomates y esposo de una mujer que le había dado un par de hijos, comenzó a sufrir los estragos de su vida licenciosa. Había perdido propiedades al separarse de ella, tomaba mucho y sus hijos caían enfermos con frecuencia.

Un día, Jacinto, con su fe inquebrantable, volvió, como muchas veces, a casa de su hermano. Había soñado que su hermano recibía a Cristo en su corazón, aunque después de esta visita, se sintió culpable porque esta vez había sido una necedad suya y no un mensaje de Dios, como otras veces.

Otra ocasión, encontró a su hermano con una Biblia en las manos, lo cual lo llenó de júbilo y sin querer importunarlo ni causarle molestia, le preguntó con tranquilidad.

―¿Qué lees, hermano? ―.

―Un libro de vaqueros ―repuso Raquel con soberbia y volteó hacia otro lado―. Déjame solo. Se veía demacrado, calvo y con la ropa pegada a los huesos.

Jacinto, pobre pero con vestiduras formales, se retiró ocultando su alegría. Sabía que su hermano había dado el primer paso, camino a la salvación. Y así pasaron 25 años.

Una primavera, después de muchos meses de la última visita, cuando en el pueblo se sabía que Raquel había perdido toda su fortuna, Jacinto entró de sorpresa y halló a su hermano nuevamente con la Biblia sobre el regazo.

―¿Lees un libro de vaqueros? ―le dijo en chanza.

No obstante, Jacinto quedó perplejo por la respuesta de su hermano.

―¿Por qué llamas así a la Biblia? ―espetó airado, Raquel.

Jacinto no supo qué decir. Después de unos segundos lo felicitó con cierta serenidad. Raquel, con recelo y ligera docilidad, le dio la mano a su hermano y luego un abrazo afectivo.

A sus 60 años, se sabe bien los capítulos y versículos de la Biblia, vive tranquilo y siente una paz intensa en su corazón. Asiste periódicamente a las reuniones de culto, acompañado de sus hijos y de la mano de sus nietos. En los encuentros familiares, se cuenta esta anécdota y le dan gracias a Dios, siempre.

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