Vistas de página en total

viernes, 25 de septiembre de 2020

A pesar de todo

Rafael Espinosa / Había una vez un hombre, padre de siete hijos. El tercero de ellos nació más morenito que los demás. Vivían en un pequeño pueblo donde el cotilleo se metía hasta debajo de las piedras. Así llegó a los oídos del hombre que el tercero de sus hijos no era suyo. Los primeros días se aguantó las amarguras que le ocasionaba aquel rumor. Sin embargo, el día en que no pudo más, agarró del brazo a su esposa y lo sentó en la sala.

---¿Es verdad lo que la gente anda diciendo?

Su esposa María, una mujer sumisa y temerosa, se sentó con las manos sobre las piernas, sorprendida por la pregunta intempestiva de su esposo.

---¿De qué me hablas, Jacinto? ---dijo, evidentemente asustada.

---De que Manuel no es mi hijo ---repuso furioso, sacudiéndola del brazo.

Esta escena ocurrió varias semanas, a todas horas. Algunas veces cuando sus hijos labraban la tierra y otras a la hora de la cena. Manuel tenía siete años. Desde entonces, Jacinto comenzó a tratarlo indiferente. Un día lo obligó a quedarse solo en el rancho. Al principio lloró de miedo, sin embargo, le sirvió de consuelo en su corazón inocente que su padre tenía razón. Podrían robarse la cosecha y sería culpa suya si los animales salvajes se comían las mazorcas. Dormía en una cama de palos, sin luz, en medio de un enjambre de zancudos. Su madre muchas veces trató de persuadir a Jacinto, aunque todo era en vano.

---¿Por qué lo tratas así?; que se quede en casa ---le suplicaba---, o manda a uno de sus hermanos que lo acompañen.

---¡Déjalo! Ya es un hombrecito.

A su corta edad, Manuel fue acostumbrándose a la soledad, al sonido de los grillos, a los aullidos del lobo y al cascabel de las culebras. Aprendió a ahuyentar a los zancudos con el humo del fogón, a sacar agua del pozo junto a su galera, con un balde de madera amarrado de un lazo, y a atrapar charales con un costal a la orilla del río.

Se ponía alegre todas las mañanas cuando veía a su padre y a sus hermanos que venían a caballo entre el cultivo, por donde sale el sol. Eran sus horas más felices. En cambio, en la tarde, se daba la vuelta antes de verlos partir.

---Hay cuidas bien la milpa ---escuchaba de su padre sin voltearlo a ver.

Un domingo, después de varios meses, Manuel resolvió darle una sorpresa a su familia. Llegó a su casa. Se bajó del burrito que tenía a su cargo y pasó la tranca a hurtadillas. Su padre descansaba en una perezosa, en el largo corredor con pérgolas.

---Buenas tardes, papá ---le dijo, agachando la cabeza con la reverencia acostumbrada en los pueblos.

---¡Y qué chingados haces aquí! ---soltó levantándose de la silla---, ¡Que no te dejé cuidando la milpa!

Manuel comenzó a chillar, con la mirada hacia el suelo.

---¡Déjalo a mi hijito, Jacinto! ---dijo María, con piedad.

Jacinto le disparó una mirada que significaba muchísimo más que unas simples palabras.

---¡Y tú! ---dirigiéndose nuevamente a Manuel--- ¡Lárgate al rancho!

Sus hermanos que se habían asomado a causa del escándalo en aquella tranquila tarde, se quedaron cerca de la cocina. José, el mayor, se armó de valor y salió.

---Acompaña a tu hermanito, hijo ---le dijo su madre con dolor en el alma, cuando lo vio salir.

---¡Tú, métete! ---dijo Jacinto a su hijo José quien con los puños cerrados se guardó su impotencia.

Manuel dio media vuelta, suspirando de llanto y pateando el suelo a cada paso. Se subió a su burrito y se perdió entre las calles arboladas, en el ocaso del día, rumbo al rancho, a once kilómetros de ahí.

---¡Arre, burrito! ---decía de vez en vez, como para olvidarse de lo ocurrido.

La familia se acostumbró a que la vida de Manuel era la soledad en el rancho. Y así vivió muchos años hasta que se hizo hombre. Todo le disgustaba, tenía mal genio, rechazaba las visitas y hablaba solo cuando acomodaba los aperos en su galera. Su padre ya era viejo, sin embargo, no le guardaba rencor en cambio sí mucho respeto.

---¡Buenas tardes, apa! ---le saludaba en el rancho.

---¡Buenas tardes, hijo! ---contestaba Jacinto, con su voz pastosa por la vejez.

El día que Jacinto murió, Manuel fue el que más lloró en su tumba, a pesar de todo. Al final de cuentas era su hijo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario