Rafael Espinosa / Alejado de la ciudad vivía un hombre solitario. Con esfuerzo había comprado muebles que acomodaba a su gusto. Un día encontró casi vacío su modesto hogar; le habían robado. Era un ermitaño capaz de superar cualquier adversidad con su paciencia inquebrantable.
Sin
lamentar la situación, trabajó para comprarse nuevamente sus enseres
colocándolos con tal pulcritud mejor que como estaba antes.
Una
tarde encontró abierta la puerta de su choza y al pasar por su patio arreglado
con plantas y flores de ornato, descubrió que otra vez le habían robado. Su
ropa regada por todos lados, los trastos en el suelo, sin la televisión, la
estufa ni el cilindro de combustible para cocinar. Decidió reponer lo robado y
antes de irse al trabajo resolvió dejar la puerta abierta con un mensaje en
papel sobre la mesa.
“No
sé quién seas. Te doy la oportunidad de que uses mis cosas pero no te las
lleves. Siempre me voy a las ocho de la mañana y regreso a las cuatro de la
tarde, por si acaso te disgusta encontrarnos”.
Esa
tarde, Ponciano cuando cruzó el patio con la tranquilidad de un rumiante hacia
su corral, se detuvo bajo el dintel de la puerta y observó todo en su sitio.
Hizo un gesto de alivio.
Sobre
la mesa había una respuesta en el papel que había dejado.
“Es
muy gentil de su parte”, respondió el desconcido procurando modales
morigerados.
Ponciano
caminó hacia la cocina y se encontró un omelet caliente en la sartén. Pensó en
comérselo, sin embargo, por desconfianza, lo tiró en el jardín. Las hormigas
hicieron un festín sin dejar rastros.
A
la mañana siguiente, Ponciano volvió a dejar abierta la puerta y escribió:
“Agradezco su amabilidad, pero no me gusta el omelet”.
“No
se preocupe, las hormigas seguramente descansan con el vientre abultado y
tendrán comida hasta el invierno”, respondió el desconocido en un papel sobre
la mesa.
Con
el tiempo, Ponciano se acostumbró a esta monotonía de compartir con libertad el
mismo techo con el desconocido. No obstante, un día, amaneció enfermo y no fue
a trabajar. Al advenedizo se le hizo extraño encontrar la puerta cerrada, se
paseaba por el patio hasta que decidió violar el picaporte.
El
suave sonido de sus pasos se detuvo en la sala y en medio de aquel silencio
sepulcral, el extraño miraba hacia todos lados.
Ambos
sentían el temor de que se hicieran daño en el encuentro, sin embargo, Ponciano
estaba indispuesto como para incorporarse de su lecho y defenderse de cualquier
ataque.
―¿Quién
anda ahí? ―sonó la voz de Ponciano, mezclada con estertores, detrás de la
cortina que dividía la sala de su cama.
El
desconocido sintió alivio al notar que se trataba de un hombre de edad. Se
animó a caminar y apartar con precaución la cortina. Inefable fue el asombro
que ambos experimentaron al verse cara a cara.
Eladio
sintió una descarga galvánica que estuvo a punto de caerse al tiempo que soltó
la cortina. Con el rostro contrito bajó la mirada, mientras que Ponciano
expresó con asombró.
―¡Hijo!
¿Eres tú, Eladio? ―.
Se
formó un silencio.
―Yo…
―titubeó―, no sabía que era tu casa ―dijo al fin.
―No
te apures hijo; pasa ―le invitó haciendo un esfuerzo por la tos que lo
agobiaba.
Eladio
corrió la cortina y se hincó ante el lecho de Ponciano.
―Perdóname
padre; yo… ―intentaba hablar mientras que le rodaban lágrimas sobre las
mejillas.
―No
me des explicaciones, hijo, tenías 15 años cuando te fuiste de casa y desde esa
vez no supe más de ti ―lo estrechó sobre su pecho con ternura y Eladio
correspondió con temblorosos suspiros.
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