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viernes, 25 de septiembre de 2020

De mentira

Rafael Espinosa / Parecían confeti las octavillas que arrojaba una avioneta anunciando la llegada del circo. Serafín cogió una del suelo y entró corriendo emocionado a su casa.

—¡Papá, llévame al circo!

El padre acababa de regresar del campo y estaba bastante molido.

—Dile a tu madre —le ordenó acomodando el apero en una galera.

El pequeño, de cinco años, con la mitad de emoción que llevaba al principio, se dirigió a su madre.

—Mamá, llévame al circo.

La madre, organizando en el baúl la ropa que había levantado del tendedero, pareció no haberlo escuchado.

—Mamá, llévame al circo —reiteró tratando de convencer a su madre.

Después de unos minutos, la señora terminó de ordenar la ropa y se paró frente a su hijo que lo esperaba detrás.

—Hijo, quisiéramos llevarte pero no tenemos dinero —le dijo haciéndole entender la situación del hogar. Mejor ve con tus hermanos al patio y juega con ellos.

—Bueno, mamá —asintió el niño, se dio la vuelta y comenzó a caminar arrastrando los pies.

Más tarde, a través de la ventana, Serafín vio que varias mamás iban jalando a sus hijos rumbo al circo. Fue entonces cuando se le asomó una lágrima que rodó sobre su mejilla.

Limpiándose la cara con el brazo, se bajó de la silla que utilizó para ver hacia la calle y se fue al patio a jugar carritos de madera.

—Mejor juguemos a las luchitas —le retó su hermano Gilberto, dos años mayor, parándose frente a Serafín que estaba agachado con sus carritos.

—Sí, pero de mentiras! —dijo Serafín, olvidándose del circo.

Otras ocasiones habían jugado a pelear y naturalmente ganaba el mayor, por lo que de antemano esta vez se sabía el resultado. Ambos caminaron a unos metros del extenso patio, hacia una macha de césped que siempre se mantenía lozana por la fuga del tanque de agua.

Los menudos retadores brincaban sobre el césped y ninguno de los dos se animaba a dar el primer paso hasta que llegó Carmelo, el mayor de nueve años. Éste empujó a Serafín y sólo entonces se agarraron de los brazos y comenzaron a forcejear. A pesar de la diferencia de edad, Serafín sabía defenderse. Daban volteretas y se revolcataban despreocupadamente, sin darse cuenta de que sus playeras se enlodaban. Carmelo nomás se reía, porque sabía que Gilberto y Serafín no se acabarían la zurra que les daría su madre por ensuciar su ropa.

En una de esas catatumbas Serafín terminó bajo el cuerpo de Gilberto, mas no estaba rendido. Carmelo empujó el cuerpo de Gilberto, justo en el momento en que Serafín recuperó fuerza para darle la vuelta.

—¡Carmelo, no te metas! —farfulló Gilberto—; que tu también vas a llevar —bromeó.

—¡Dale, Serafín! —espoleaba Carmelo a su hermanito y se reía a carcajadas.

—¡Mamá! —gritó alarmada la niña, de tres años, que con su vestidito largo estaba sentada en el umbral de la puerta y que sospechaba que el juego se salía de control.

El rumor también había llegado hasta los oídos de don Pedro que descansaba en la sala.

—¡Ve a ver qué están haciendo estos hijos de la chingada! —ordenó don Pedro a su esposa que trajinaba en la cocina.

Doña Caridad apenas salió al patio cuando vio que los niños se ensarzaban y no esperó para amonestarlos.

—¡Hijos! ¿Qué están haciendo? —. Más que pregunta era un regaño dirigido a los tres. Y acercándose les dijo a los dos más pequeños: ustedes dos ahorita mismo se ponen a lavar su ropa y tú —dirigiéndose al mayor—, ¿por qué no les dices que no se peleen?

—Mamá, sólo están jugando —contestó sumiso, Carmelo, tratando de apaciaguar a su madre.

Serafín y Gilberto se dispusieron a lavar su ropa en el gran lavadero, mientras que Carmelo se aproximó a ellos.

—Les dije —soltó esbozando una sonrisa.

—Tú me empujaste —contestó molesto, Serafín, al tiempo en que sacaba jícaras de agua del tanque contiguo al lavadero.

—Y tú, hazte más allá; dame espacio para lavar —le dijo Serafín a Gilberto que parecía ocupar más de lo que necesitaba.

—La culpa la tiene Mechita —señaló Gilberto mirando con desafío a Mercedes, la niña de tres años que aún jugaba su pepona en la puerta.

—¡Mejor cállate! Casi me sacas el ojo con tu dedo —le dijo Serafín restregándose el ojo izquierdo.

—¿Y tú? —rebatió Gilberto—, me hiciste tronar el dedo de la mano.

—Ahí viene, papá —los alertó Carmelo con un susurro.

—¿Es que nunca van a poder comportarse como la gente? —preguntó don Pedro en son de regaño.

Los tres se quedaron callados, pero sin dejar de lavar. Carmelo, que estaba como aparato sin hacer nada, se vio obligado a entrar al baño para evitar la mirada autoritaria de su padre.

—Quiero que sea la última vez —ordenó don Pedro levantando el índice de la mano derecha y enfatizando la palabra “última”.

Sin embargo, no fue la última, porque las peleas de mentira se siguieron dando mientras vivieron bajo el mismo techo.

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