Rafael Espinosa / Parecían confeti las octavillas que arrojaba una avioneta anunciando la llegada del circo. Serafín cogió una del suelo y entró corriendo emocionado a su casa.
—¡Papá,
llévame al circo!
El
padre acababa de regresar del campo y estaba bastante molido.
—Dile
a tu madre —le ordenó acomodando el apero en una galera.
El
pequeño, de cinco años, con la mitad de emoción que llevaba al principio, se
dirigió a su madre.
—Mamá,
llévame al circo.
La
madre, organizando en el baúl la ropa que había levantado del tendedero,
pareció no haberlo escuchado.
—Mamá,
llévame al circo —reiteró tratando de convencer a su madre.
Después
de unos minutos, la señora terminó de ordenar la ropa y se paró frente a su
hijo que lo esperaba detrás.
—Hijo,
quisiéramos llevarte pero no tenemos dinero —le dijo haciéndole entender la
situación del hogar. Mejor ve con tus hermanos al patio y juega con ellos.
—Bueno,
mamá —asintió el niño, se dio la vuelta y comenzó a caminar arrastrando los
pies.
Más
tarde, a través de la ventana, Serafín vio que varias mamás iban jalando a sus
hijos rumbo al circo. Fue entonces cuando se le asomó una lágrima que rodó
sobre su mejilla.
Limpiándose
la cara con el brazo, se bajó de la silla que utilizó para ver hacia la calle y
se fue al patio a jugar carritos de madera.
—Mejor
juguemos a las luchitas —le retó su hermano Gilberto, dos años mayor, parándose
frente a Serafín que estaba agachado con sus carritos.
—Sí,
pero de mentiras! —dijo Serafín, olvidándose del circo.
Otras
ocasiones habían jugado a pelear y naturalmente ganaba el mayor, por lo que de
antemano esta vez se sabía el resultado. Ambos caminaron a unos metros del
extenso patio, hacia una macha de césped que siempre se mantenía lozana por la
fuga del tanque de agua.
Los
menudos retadores brincaban sobre el césped y ninguno de los dos se animaba a
dar el primer paso hasta que llegó Carmelo, el mayor de nueve años. Éste empujó
a Serafín y sólo entonces se agarraron de los brazos y comenzaron a forcejear.
A pesar de la diferencia de edad, Serafín sabía defenderse. Daban volteretas y
se revolcataban despreocupadamente, sin darse cuenta de que sus playeras se
enlodaban. Carmelo nomás se reía, porque sabía que Gilberto y Serafín no se
acabarían la zurra que les daría su madre por ensuciar su ropa.
En
una de esas catatumbas Serafín terminó bajo el cuerpo de Gilberto, mas no
estaba rendido. Carmelo empujó el cuerpo de Gilberto, justo en el momento en
que Serafín recuperó fuerza para darle la vuelta.
—¡Carmelo,
no te metas! —farfulló Gilberto—; que tu también vas a llevar —bromeó.
—¡Dale,
Serafín! —espoleaba Carmelo a su hermanito y se reía a carcajadas.
—¡Mamá!
—gritó alarmada la niña, de tres años, que con su vestidito largo estaba
sentada en el umbral de la puerta y que sospechaba que el juego se salía de
control.
El
rumor también había llegado hasta los oídos de don Pedro que descansaba en la
sala.
—¡Ve
a ver qué están haciendo estos hijos de la chingada! —ordenó don Pedro a su
esposa que trajinaba en la cocina.
Doña
Caridad apenas salió al patio cuando vio que los niños se ensarzaban y no
esperó para amonestarlos.
—¡Hijos!
¿Qué están haciendo? —. Más que pregunta era un regaño dirigido a los tres. Y
acercándose les dijo a los dos más pequeños: ustedes dos ahorita mismo se ponen
a lavar su ropa y tú —dirigiéndose al mayor—, ¿por qué no les dices que no se
peleen?
—Mamá,
sólo están jugando —contestó sumiso, Carmelo, tratando de apaciaguar a su
madre.
Serafín
y Gilberto se dispusieron a lavar su ropa en el gran lavadero, mientras que
Carmelo se aproximó a ellos.
—Les
dije —soltó esbozando una sonrisa.
—Tú
me empujaste —contestó molesto, Serafín, al tiempo en que sacaba jícaras de
agua del tanque contiguo al lavadero.
—Y
tú, hazte más allá; dame espacio para lavar —le dijo Serafín a Gilberto que
parecía ocupar más de lo que necesitaba.
—La
culpa la tiene Mechita —señaló Gilberto mirando con desafío a Mercedes, la niña
de tres años que aún jugaba su pepona en la puerta.
—¡Mejor
cállate! Casi me sacas el ojo con tu dedo —le dijo Serafín restregándose el ojo
izquierdo.
—¿Y
tú? —rebatió Gilberto—, me hiciste tronar el dedo de la mano.
—Ahí
viene, papá —los alertó Carmelo con un susurro.
—¿Es
que nunca van a poder comportarse como la gente? —preguntó don Pedro en son de
regaño.
Los
tres se quedaron callados, pero sin dejar de lavar. Carmelo, que estaba como
aparato sin hacer nada, se vio obligado a entrar al baño para evitar la mirada
autoritaria de su padre.
—Quiero
que sea la última vez —ordenó don Pedro levantando el índice de la mano derecha
y enfatizando la palabra “última”.
Sin
embargo, no fue la última, porque las peleas de mentira se siguieron dando
mientras vivieron bajo el mismo techo.
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