Rafael Espinosa / Hace dos décadas Jardines del Norte comenzó a poblarse de gente de todo tipo y de todos lados. Las casas, en su mayoría, eran de paredes de nailon y techos de cartón. Era una invasión con calles pedregosas, promontorios de tierra, maleza y sin servicios básicos. Los habitantes poco a poco se iban conociendo unos con otros, sin embargo, hubo algunos que con sólo verse demostraban discordia. De este modo fue que surgió una tragedia. Un día, Juvenal, velador de oficio, encontró su choza sin techo y algunos muebles que tenía en ella tampoco estaban. Se rascó la cabeza y observó hacia los lados tratando de encontrar alguna pista. Trabajaba de noche y al amanecer se le veía llegar uniformado, con botas, mochila y gorra. A esa hora pudo más el sueño que su coraje de modo que resolvió instalar pedazos de cartón sobre su camastro y durmió placenteramente. El calor mortificante de las dos de la tarde lo despertó. Se levantó y fue a la cocina sin encontrar rastros de la despensa. Se dirigió a la tienda de la esquina, cuyos estantes estaban semivacíos, pidió galletas y café a través del postigo. Pagó con un billete y al recibir el vuelto, sin perder la calma, le informó a la tendera que le habían robado.
—Ay,
Dios, aquí en un descuido le roban a uno —soltó, penosamente, la señora
regordeta.
Juvenal
sabía que desde el primer momento en que llegó a este cerro hizo malas migas
con los vecinos de la cuadra siguiente. No obstante, viniendo de un lugar lejano,
sin parientes en la ciudad y sin dinero, no tenía otra opción que aguantarse.
Sabía también que muchas familias estaban abandonando los terrenos, porque
perdían más de lo ganaban en la semana.
De
vuelta a su choza se topó a un niño que a juzgar por su uniforme y mochila
parecía que iba a la escuela ubicada en la colonia próxima.
—¿Le
robaron? —le preguntó el niño, inocentemente, con los pulgares en las asas de
la mochila que llevaba en la espalda.
Juvenal
se detuvo sin demostrar asombro.
—Así
es, amigo —contestó con serenidad—; pero nadie vio nada.
Acomodándose
la mochila a cada instante, posiblemente por el peso de los libros, el niño le
contó que al amanecer, cuando acompañaba a su madre a vender arroz con leche en
el mercado, vio a unos hombres que sacaban de su choza las láminas y los
muebles. Después los metían en la casa de la cuadra siguiente, pero su madre le
había ordenado que se mantuviera callado.
—No
has visto nada, hijo —le dijo su madre que llevaba una cubeta en la cabeza—; no
quiero problemas.
Juvenal
escuchó al menor demostrando desinterés y resignación para luego decirle que
continuara su camino antes de que se le hiciera tarde. El pequeño continuó su
ruta empolvándose los zapatos al patear las piedras sueltas de la calle.
Juvenal, por su parte, entró a su choza, se preparó café y comió las galletas
con tranquilidad, pensando el tratamiento que le daría al problema. Terminó de
comer, dio un suspiro profundo y se dirigió a la chabola donde vivían los
responsables del robo. Atravesó la maleza y al entrar al patio sin corral, vio
sus láminas amontonadas y algunos de sus muebles arrinconados. Dentro se
escuchaba música a todo volumen y un bullicio de cantina. Se paró y decidió
saludar con un buenas tardes desde el patio. Después de tres intentos al fin
salió un joven con los ojos brillosos y el cuerpo lleno de tatuajes
desdibujados.
—¿Qué
quieres, guarro? —soltó con signos evidentes de ebriedad.
—¿Está
tu papá? —inquirió Juvenal, vacilante de su empresa y al mismo tiempo
empinándose un poco, buscando con la vista al padre de familia.
De
pronto, se apagó el reproductor de baterías y salió un hombre de bigotes, sin
camisa y ebrio igual que el primero. Juvenal desconocía si este era el padre de
familia, sin embargo, no le quedó de otra que decir lo que había planeado
cuando tomaba el café y comía las galletas.
—Señor,
estas son mis cosas —dijo con cierto temor y respeto, señalando sus muebles y
las láminas tiradas en el patio.
—Están
en mi casa y por lo tanto son mías —respondió enérgicamente—; así que vete a
chingar a tu madre.
Al
momento salieron tres hombres más. Fue entonces cuando Juvenal comenzó a
caminar hacia atrás, luego se dio la vuelta para echarse a correr y meterse a
su galera. Los cinco sujetos se detuvieron a cierta distancia entre la maleza
de la brecha y lanzando improperios comenzaron a tirarle piedras, mientras que
Juvenal se escondió debajo de su camastro. Tras unos minutos volvió la calma.
Juvenal salió del escondite, vio a través de las rendijas que los malhechores
se habían retirado. Nunca había sentido el corazón tan aterrorizado y temblaba
de coraje. Abrió su mochila y sacó una hermosa pistola niquelada que le había
regalado su padre. Se echó la mochila al hombro y pistola en mano salió
decidido rumbo a sus enemigos. Entró a la chabola sin decir palabra y descargó
el revólver cuyos truenos retumbaron en el cerro. A uno le dio un balazo en el
pecho, a otro la bala le entró por la nariz, el tercero lo recibió en la
clavícula, el cuarto en el abdomen y uno más salió corriendo incólume. El
sonido de la música se mezcló con los gritos de dolor. Nadie de los que
habitaban las pocas casas salió a investigar; al contrario, cerraron las
improvisadas puertas y ventanas. Juvenal, impaciente por lo que había hecho,
metió la pistola en la mochila y corrió despavorido hacia la montaña sin que
hasta hoy se conozca su paradero. De los otros, el que recibió el disparo en el
corazón murió instantáneamente; el segundo aún tiene alojada la bala entre el
tabique nasal y el pómulo; el tercero y el cuarto escaparon del hospital una vez
curados.
Semanas
después de la tragedia, los sobrevivientes compraron pistolas y cegados por la
venganza, el coraje y las drogas, mataron a varios inocentes e hirieron a
muchos más, en la loca búsqueda de Juvenal. Durante días estuvieron cazándolo
frente a su trabajo, sin embargo, Juvenal jamás volvió a presentarse.
Una
mañana, a la hora del desayuno, la mujer espetó a su hijo:
—¿Le
dijiste a don Juvenal, verdad? —.
El
niño nomás esbozó una sonrisita maliciosa.
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