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viernes, 25 de septiembre de 2020

Juvenal

Rafael Espinosa / Hace dos décadas Jardines del Norte comenzó a poblarse de gente de todo tipo y de todos lados. Las casas, en su mayoría, eran de paredes de nailon y techos de cartón. Era una invasión con calles pedregosas, promontorios de tierra, maleza y sin servicios básicos. Los habitantes poco a poco se iban conociendo unos con otros, sin embargo, hubo algunos que con sólo verse demostraban discordia. De este modo fue que surgió una tragedia. Un día, Juvenal, velador de oficio, encontró su choza sin techo y algunos muebles que tenía en ella tampoco estaban. Se rascó la cabeza y observó hacia los lados tratando de encontrar alguna pista. Trabajaba de noche y al amanecer se le veía llegar uniformado, con botas, mochila y gorra. A esa hora pudo más el sueño que su coraje de modo que resolvió instalar pedazos de cartón sobre su camastro y durmió placenteramente. El calor mortificante de las dos de la tarde lo despertó. Se levantó y fue a la cocina sin encontrar rastros de la despensa. Se dirigió a la tienda de la esquina, cuyos estantes estaban semivacíos, pidió galletas y café a través del postigo. Pagó con un billete y al recibir el vuelto, sin perder la calma, le informó a la tendera que le habían robado.

—Ay, Dios, aquí en un descuido le roban a uno —soltó, penosamente, la señora regordeta.

Juvenal sabía que desde el primer momento en que llegó a este cerro hizo malas migas con los vecinos de la cuadra siguiente. No obstante, viniendo de un lugar lejano, sin parientes en la ciudad y sin dinero, no tenía otra opción que aguantarse. Sabía también que muchas familias estaban abandonando los terrenos, porque perdían más de lo ganaban en la semana.

De vuelta a su choza se topó a un niño que a juzgar por su uniforme y mochila parecía que iba a la escuela ubicada en la colonia próxima.

—¿Le robaron? —le preguntó el niño, inocentemente, con los pulgares en las asas de la mochila que llevaba en la espalda.

Juvenal se detuvo sin demostrar asombro.

—Así es, amigo —contestó con serenidad—; pero nadie vio nada.

Acomodándose la mochila a cada instante, posiblemente por el peso de los libros, el niño le contó que al amanecer, cuando acompañaba a su madre a vender arroz con leche en el mercado, vio a unos hombres que sacaban de su choza las láminas y los muebles. Después los metían en la casa de la cuadra siguiente, pero su madre le había ordenado que se mantuviera callado.

—No has visto nada, hijo —le dijo su madre que llevaba una cubeta en la cabeza—; no quiero problemas.

Juvenal escuchó al menor demostrando desinterés y resignación para luego decirle que continuara su camino antes de que se le hiciera tarde. El pequeño continuó su ruta empolvándose los zapatos al patear las piedras sueltas de la calle. Juvenal, por su parte, entró a su choza, se preparó café y comió las galletas con tranquilidad, pensando el tratamiento que le daría al problema. Terminó de comer, dio un suspiro profundo y se dirigió a la chabola donde vivían los responsables del robo. Atravesó la maleza y al entrar al patio sin corral, vio sus láminas amontonadas y algunos de sus muebles arrinconados. Dentro se escuchaba música a todo volumen y un bullicio de cantina. Se paró y decidió saludar con un buenas tardes desde el patio. Después de tres intentos al fin salió un joven con los ojos brillosos y el cuerpo lleno de tatuajes desdibujados.

—¿Qué quieres, guarro? —soltó con signos evidentes de ebriedad.

—¿Está tu papá? —inquirió Juvenal, vacilante de su empresa y al mismo tiempo empinándose un poco, buscando con la vista al padre de familia.

De pronto, se apagó el reproductor de baterías y salió un hombre de bigotes, sin camisa y ebrio igual que el primero. Juvenal desconocía si este era el padre de familia, sin embargo, no le quedó de otra que decir lo que había planeado cuando tomaba el café y comía las galletas.

—Señor, estas son mis cosas —dijo con cierto temor y respeto, señalando sus muebles y las láminas tiradas en el patio.

—Están en mi casa y por lo tanto son mías —respondió enérgicamente—; así que vete a chingar a tu madre.

Al momento salieron tres hombres más. Fue entonces cuando Juvenal comenzó a caminar hacia atrás, luego se dio la vuelta para echarse a correr y meterse a su galera. Los cinco sujetos se detuvieron a cierta distancia entre la maleza de la brecha y lanzando improperios comenzaron a tirarle piedras, mientras que Juvenal se escondió debajo de su camastro. Tras unos minutos volvió la calma. Juvenal salió del escondite, vio a través de las rendijas que los malhechores se habían retirado. Nunca había sentido el corazón tan aterrorizado y temblaba de coraje. Abrió su mochila y sacó una hermosa pistola niquelada que le había regalado su padre. Se echó la mochila al hombro y pistola en mano salió decidido rumbo a sus enemigos. Entró a la chabola sin decir palabra y descargó el revólver cuyos truenos retumbaron en el cerro. A uno le dio un balazo en el pecho, a otro la bala le entró por la nariz, el tercero lo recibió en la clavícula, el cuarto en el abdomen y uno más salió corriendo incólume. El sonido de la música se mezcló con los gritos de dolor. Nadie de los que habitaban las pocas casas salió a investigar; al contrario, cerraron las improvisadas puertas y ventanas. Juvenal, impaciente por lo que había hecho, metió la pistola en la mochila y corrió despavorido hacia la montaña sin que hasta hoy se conozca su paradero. De los otros, el que recibió el disparo en el corazón murió instantáneamente; el segundo aún tiene alojada la bala entre el tabique nasal y el pómulo; el tercero y el cuarto escaparon del hospital una vez curados.

Semanas después de la tragedia, los sobrevivientes compraron pistolas y cegados por la venganza, el coraje y las drogas, mataron a varios inocentes e hirieron a muchos más, en la loca búsqueda de Juvenal. Durante días estuvieron cazándolo frente a su trabajo, sin embargo, Juvenal jamás volvió a presentarse.

Una mañana, a la hora del desayuno, la mujer espetó a su hijo:

—¿Le dijiste a don Juvenal, verdad? —.

El niño nomás esbozó una sonrisita maliciosa.

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