Rafael Espinosa | Sentados en corro sobre el pavimento, un grupo de alcohólicos empedernidos discutían acerca de la edad que vivirían al ritmo y estilo de vida que se prodigaban.
Los
rayos del sol arreciaban a esas horas de la mañana.
Uno
que había ido al árbol más cercano a descargar su vejiga, se aproximó
tambaleante, cerrándose la cremallera del pantalón.
―Están
todos bien pendejos ―soltó con su voz pastosa.
Perezosamente
todos voltearon para saber si alegaba con algún amigo imaginario como solía
ocurrirle. Sin embargo, a nadie más vieron, sólo a él.
―Yo
los voy a enterrar a todos ustedes ―amenazó.
―Y
tú ¿qué chingados tienes? ―rebatió uno, pasándose el antebrazo por los labios
después de darse un trago de aguardiente.
―Dicen
que uno vive hasta los 70 años, pero yo viviré hasta los 80 ―.
―¿Eres
Dios o qué, para que andes diciendo pendejadas ―. ¿Quién te dijo?
―Doña
Petrona, La Jucha. Me ha leído la mano por cinco pesos y me dijo que yo viviré
80 años. Así que yo los enterraré a todos ustedes ―advirtió con sus labios
blancos como los de un muerto.
―Esos
cinco pesos los necesitamos para comprar una botella ―lamentó uno.
De
pronto, se apartó del grupo, zigzagueante en medio de la calle´, hacia quién
sabe dónde.
Sus
compañeros se habían olvidado de él, cuando, de pronto, regresó.
―Ahora,
están dos veces más pendejos que antes ―gritó desde la media calle.
―Pero
¿qué tenés pueee? ―se escuchó una voz “aguardientosa”.
Los
quedó viendo con una mirada retadora. Apenas podía pararse.
―Yo
los voy a enterrar a todos ustedes ―apuntando a cada uno de ellos con el
índice.
―¿Otra
vez con la misma cantaleta? ―.
―Vengo
de la casa de La Jucha y por otros cinco pesos más que le di, dice que voy a
vivir 40 años más ―.
En
lugar de regañarlo nuevamente, todos comenzaron a reírse.
―Eres
pendejo ―dijo el más cuerdo―; ¡tómate esto! Y le dio la botella.
Al
poco tiempo, murieron tres en menos de un mes. Fue entonces que los cinco que
quedaban comenzaron a preocuparse.
―Puede
que ese loco tenga razón ―se susurraron entre ellos.
Después
de los funerales de los tres, el resto fue a casa de La Jucha.
Apenas
iban a tocar la puerta cuando escucharon un estruendo al interior de la choza.
Se abrió la puerta con violencia y de ella salió un hombre con pistola en mano.
Corrió y se perdió entre las callejuelas de la colonia. Los borrachos, excepto
Martín, se quedaron estupefactos sin saber qué hacer. Dominados por la
curiosidad, resolvieron entrar y se encontraron a doña Petra tendida el suelo
con un balazo en el pecho. En medio de la sala, había una mesa con naipes
extendidos y una bola de cristal intacta.
―Uy,
y ahora… ¿qué hacemos? ―dijo uno.
―¡Vámonos!
―alertó otro.
Estaban
por salirse cuando la policía los detuvo en la puerta.
―¿A
dónde van, amigos? ―espetó el oficial. Están todos detenidos.
―Jefecito,
si nosotros… ―.
―Jefecito,
nada. Todo díganselo al Ministerio Público ―.
Al
poco rato estaban detrás de las rejas, sin embargo, en menos de una semana fueron
exonerados al detener la policía al verdadero asesino. Sólo bastó unos días
para que regresaran a su vida dipsómana.
―¿Dónde
es que andaban? ―les preguntó Martín con seriedad. Seguramente desean un trago;
y les pasó la botella que tomaron con ansiedad. A doña Petra la mataron por
charlatana, dicen las malas lenguas, añadió.
―Entonces,
¿es mentira que vivirás 80 años? ―le preguntaron.
―Depende…
―. Dio un eructo.
―¡Depende
de qué cabrón! ―lo sometió Arturo, tomándolo de las solapas de la camisa
desvaída.
―Ahora voy a vivir 120 años. Iba a vivir 80
pero por cinco pesos más me dio 40 años más de vida, así me dijo antes de que
la mataran y depende del trato que hice con ella ―.
―Este
sí que está loco ―añadió otro recostado en la banqueta―; no le hagas caso.
Arturo
lo soltó, lento, temeroso, pensativo.
―¿Y
qué trato es ese? ―.
―Vendí
mi vida al diablo ―.
―¿Cómo
eres de estúpido? ―.
―¿Y
cuánto te dio por tu miserable vida? ―.
―Muchos
años más de vida. Ya me iba a morir la semana pasada ―.
―¿Y
cómo lo sabes? ―.
―La
Jucha me lo dijo ―.
―Y
según ella, ¿de qué ibas a morir? ―.
―De
cualquier cosa, menos de viejo ―.
―Ahora
moriré al cabo de mis 120 ―.
―¿De
qué te sirve? Si te vas a ir directito al infierno ―.
―El
único consuelo es que miraré a mis nietos, bisnietos y tataranietos ―.
―Ni
hijos tienes ―.
―Algún
día los voy tener ―.
Todos
escuchaban atónitos.
―¿Y
cómo podemos salvarte o recular el pacto?
―No
sé; doña Petra ya no está ―.
―Busquemos
a una espiritista, una bruja o que se yo ―.
―¡No!
Así está bien. Tendré la dicha de ver morir a don Enrique que me corrió a
patadas de su banqueta y a todos los de la colonia que se han portado mal
conmigo ―reflexionó sin parpadear.
―¡No
seas pendejo, Martín! ―.
Un
mutis se apoderó del escenario. Martín y Arturo se sentaron con los demás a
disfrutar de la botella.
Al
poco tiempo, Martín vio a uno de sus compañeros retorciéndose de dolor en la
banqueta donde siempre se reunían. Corrió hacia él y le preguntó el motivo de
su dolor.
―Me
muero, Martín ―repuso Benjamín, agonizante.
―No
te vas a morir, aguanta ―le susurró al oído al tiempo en que miraba a todos
lados en busca de auxilio hasta clavar su mirada en Arturo que se acercaba.
―¡Vete
de aquí, demonio! ―.
Martín
dejó a Benjamín cuyo cuerpo feneció en minutos, sin que nadie pudiera salvarlo.
Bastó
unos días para que los demás sobrevivientes corrieran con el cotilleo de que
Martín tenía pacto con el diablo y seguramente no había vendido su alma sino la
de sus camaradas.
―Miren,
ahí va, ―decía la gente desde su ventana―; parece más repuesto y la bebida
parece no hacerle daño. Se ve más lúcido y ya no anda desaliñado.
―Es
el mismísimo diablo ―aseguró una vecina.
Conforme
pasaron los años, la gente de la colonia se moría sin explicación. Uno se
golpeó la cabeza al resbalarse en el baño y jamás despertó, otro se atragantó
con una espina de pescado y una señora murió por la coz de una vaca cuando la
ordeñaba. Moría la gente por cuestiones insignificantes.
Un
día, una turba, entre ella sus compañeros, lo ató con sogas con la intención de
quemarlo. Martín, sin miedo y sin oponer resistencia, se dejó amarrar en un
árbol. Cuando estaban decididos a quemarlo sobrevino una lluvia pletórica que
parecía diluvio. Martín quedó sólo bajo el árbol, como perro mojado, mientras
que la caterva se disolvió, metiéndose cada quien a su casa.
Quisieron
matarlo dos veces más. Le pusieron un plato de comida envenenada en la banqueta
que otro compañero suyo comió y se murió. Le dispararon desde una esquina cuya
bala se impactó en los adrales de una carreta que espontáneamente se atravesó.
Martín,
el cincuentón blanco de cara dura, abandonó la colonia con sus bártulos, en
tanto que la gente seguía muriendo, de tal modo que de los mil habitantes solo
quedaron quinientos.
―Esto
ya no es vida ―dijo alguien del pueblo, mientras desayunaba con su familia.
Martín ya no está, pero dejó su maldición.
En
un pueblo lejano, Martín murió a los 120 años cumplidos, fresco, sin dolor ni
amargura, en su lecho, acompañado de su gran familia.
¿Su
alma?
Quién
sabe si pena o se revuelca en algún lugar, pues nadie ha regresado del más allá
para que traiga noticias de él.
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