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viernes, 25 de septiembre de 2020

El favor

Rafael Espinosa / Karlita dice que me quiere. La verdad no sé si sea cierto; a veces mira con ojos coquetos a Jorge, el compañero del otro grupo. Me da muchísimo coraje y quisiera correr y romperle el hocico, pero me aguanto como los hombres.

—Tienes ceelos, Romancito —dijo Eduardo graciosamente, dándole un empujoncito de cuates.

—Déjate de bufonadas —reparó Román, acomodándose el cabello con la mano—, es en serio.

Estaban sentados en una banca de la cancha de baloncesto, en la escuela.

Román prosiguió.

La verdad no sé porque me pongo así, si no somos nada. Creo que lo mejor es cantársela de una vez o alejarme para no hacerme ilusiones. A veces la siento indiferente, la saludo y apenas levanta la mano, como si acabara de levantarse de la cama. Esa actitud desdeñosa es la que me cala; llego a mi casa de mal humor, aviento la mochila y me tiro a la cama. Mi madre me pregunta: ¿Quieres comer? Es tu comida favorita. Le digo que no, porque siento las tripas retorcidas. ¿Quieres una pastilla? No, le repito, ya se me pasará. Al siguiente día, me levanto contento pensado en decirle algo que le agrade o que por lo menos me salude con un beso en la mejilla. Te voy a contar un secreto. El otro día me saludó en la mejilla, cerré los ojos y corrí el beso con mi mano hacia mis labios. ¡Ya despierta! me dijo Karlita con su sonrisa bonita y siguió caminando. Esa tarde que llegué a casa mi madre me dijo sorprendida: ¡Y ahora¡ ¿qué mosca te picó?  Es que saqué 10 en matemáticas, le mentí. Hasta la comida que menos me gusta la sentí deliciosa. A veces me saca de quicio la actitud voluble de Karlita, creo que todas las mujeres son así, porque a mi padre le pasa lo mismo con mi madre. ¿Quién sabe? El lunes se me acercó, me tomó de los cachetes y me dijo: Te quiero Román, eres muy simpático. Me quedé como piedra parado sin decirle nada. Si yo fuera otro, le hubiera robado un beso, pero la respeto. Con ella pasa algo extraño en mí, de ser extrovertido me convierto en un tierno cachorro que se escurre entre los pantalones de su dueño.

—¿Y por qué no le hablas claro? —lo interrumpió Eduardo un poco más serio, como si se estuviera cansando de la letanía.

—Creo que no tengo el valor —respondió Román, acontecido.

He estado pensando que tú que eres mi mejor amigo, podrías ayudarme. Haz amistad con ella y pregúntale que piensa de mí para lanzarme con seguridad. Sé tu respuesta; vas a decir que siempre he sido vaquiano y ahora qué me está pasando. A veces en el recreo, paso por su salón y la saludo desde la ventana cuando ella decide avanzar con sus tareas. Karlita me contesta amable con un adiós desde su pupitre, pero así queda todo; en un simple saludo. El jueves estuve a punto de tomarle la mano, a la hora de la salida, cuando sus trenzas rebotaban sobre su mochila, pero me contuve pensando que se molestaría. Ya estoy harto de vivir así. ¡Échame la mano, Guayo, por fa!

—Está bien —contestó Guayo, como le decían a Eduardo en la escuela, pero dame dos días para acercarme a ella.

—Ya estás —dijo Román emocionado, dándole la mano, como un pacto de caballeros—, yo siempre dije que eres mi mejor amigo.

Durante estos días, Román estuvo impaciente y alerta de los encuentros entre Eduardo y Karlita.

—¿Qué te dijo? Cuéntame —inquirió Román, nervioso, esperando la fatídica o dulce respuesta.

—En eso ando aún; no he encontrado el momento de hablarle acerca de ti —contestó Eduardo, tratando de calmarlo.

Al tercer día, Román vio con muchos celos a Eduardo que acompañaba Karlita a su casa. Eduardo le guiñó el ojo como señal de que el plan marchaba sobre ruedas. Pasó una semana sin que Guayo diera noticias, con el pretexto de siempre, de no hallar el momento adecuado para encajar las preguntas encomendadas. A los 15 días, Román se dio una vuelta por la parte trasera del salón de Karlita. No daba crédito a lo que veía; Eduardo y Karlita se besaban, pegados a la pared en la que Román, en su locura amorosa, había escrito furtivamente dentro de un corazón: Te amo, Karlita.

—Aguanta, Román —alcanzó a decir Eduardo, apenado, al tiempo en que sintió un moquete en el rostro.

Karlita, con su jersey amarrado a la cintura, gritaba y lloraba desesperadamente, tapándose la cara con las manos, ante aquel espectáculo. Eduardo, jadeante y en posición fetal, se cubría el cuerpo revolcado en la tierra. ¡Aguanta, Romy!, se escuchaba que decía Guayo, como si la abreviatura cariñosa del nombre, fuese a surtir efecto en aquel adolescente enloquecido. En un periquete, los compañeros de la secundaria hicieron rueda y se dividieron a favor de uno y del otro. ¡Dale Romy¡ ¡Dale Guayo! Karlita estaba fuera del círculo, sufriendo su pena.

En menos de cinco minutos, Román, con la mirada invicta, sació su coraje y se levantó del piso donde tenía sometido a Guayo con la nariz sangrante. Cuando el prefecto llegó todos salieron despavoridos.

Al poco tiempo se supo que Karlita abandonó la escuela al enterarse sus padres de que ella formaba parte del origen de la trifulca. Eduardo se cambió de escuela. Los tres jamás se volvieron a ver.

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