Rafael Espinosa / Karlita dice que me quiere. La verdad no sé si sea cierto; a veces mira con ojos coquetos a Jorge, el compañero del otro grupo. Me da muchísimo coraje y quisiera correr y romperle el hocico, pero me aguanto como los hombres.
—Tienes
ceelos, Romancito —dijo Eduardo graciosamente, dándole un empujoncito de
cuates.
—Déjate
de bufonadas —reparó Román, acomodándose el cabello con la mano—, es en serio.
Estaban
sentados en una banca de la cancha de baloncesto, en la escuela.
Román
prosiguió.
La
verdad no sé porque me pongo así, si no somos nada. Creo que lo mejor es
cantársela de una vez o alejarme para no hacerme ilusiones. A veces la siento
indiferente, la saludo y apenas levanta la mano, como si acabara de levantarse
de la cama. Esa actitud desdeñosa es la que me cala; llego a mi casa de mal
humor, aviento la mochila y me tiro a la cama. Mi madre me pregunta: ¿Quieres
comer? Es tu comida favorita. Le digo que no, porque siento las tripas
retorcidas. ¿Quieres una pastilla? No, le repito, ya se me pasará. Al siguiente
día, me levanto contento pensado en decirle algo que le agrade o que por lo
menos me salude con un beso en la mejilla. Te voy a contar un secreto. El otro
día me saludó en la mejilla, cerré los ojos y corrí el beso con mi mano hacia
mis labios. ¡Ya despierta! me dijo Karlita con su sonrisa bonita y siguió
caminando. Esa tarde que llegué a casa mi madre me dijo sorprendida: ¡Y ahora¡
¿qué mosca te picó? Es que saqué 10 en
matemáticas, le mentí. Hasta la comida que menos me gusta la sentí deliciosa. A
veces me saca de quicio la actitud voluble de Karlita, creo que todas las
mujeres son así, porque a mi padre le pasa lo mismo con mi madre. ¿Quién sabe?
El lunes se me acercó, me tomó de los cachetes y me dijo: Te quiero Román, eres
muy simpático. Me quedé como piedra parado sin decirle nada. Si yo fuera otro,
le hubiera robado un beso, pero la respeto. Con ella pasa algo extraño en mí,
de ser extrovertido me convierto en un tierno cachorro que se escurre entre los
pantalones de su dueño.
—¿Y
por qué no le hablas claro? —lo interrumpió Eduardo un poco más serio, como si
se estuviera cansando de la letanía.
—Creo
que no tengo el valor —respondió Román, acontecido.
He
estado pensando que tú que eres mi mejor amigo, podrías ayudarme. Haz amistad
con ella y pregúntale que piensa de mí para lanzarme con seguridad. Sé tu
respuesta; vas a decir que siempre he sido vaquiano y ahora qué me está
pasando. A veces en el recreo, paso por su salón y la saludo desde la ventana
cuando ella decide avanzar con sus tareas. Karlita me contesta amable con un
adiós desde su pupitre, pero así queda todo; en un simple saludo. El jueves
estuve a punto de tomarle la mano, a la hora de la salida, cuando sus trenzas
rebotaban sobre su mochila, pero me contuve pensando que se molestaría. Ya
estoy harto de vivir así. ¡Échame la mano, Guayo, por fa!
—Está
bien —contestó Guayo, como le decían a Eduardo en la escuela, pero dame dos
días para acercarme a ella.
—Ya
estás —dijo Román emocionado, dándole la mano, como un pacto de caballeros—, yo
siempre dije que eres mi mejor amigo.
Durante
estos días, Román estuvo impaciente y alerta de los encuentros entre Eduardo y
Karlita.
—¿Qué
te dijo? Cuéntame —inquirió Román, nervioso, esperando la fatídica o dulce
respuesta.
—En
eso ando aún; no he encontrado el momento de hablarle acerca de ti —contestó
Eduardo, tratando de calmarlo.
Al
tercer día, Román vio con muchos celos a Eduardo que acompañaba Karlita a su
casa. Eduardo le guiñó el ojo como señal de que el plan marchaba sobre ruedas.
Pasó una semana sin que Guayo diera noticias, con el pretexto de siempre, de no
hallar el momento adecuado para encajar las preguntas encomendadas. A los 15
días, Román se dio una vuelta por la parte trasera del salón de Karlita. No
daba crédito a lo que veía; Eduardo y Karlita se besaban, pegados a la pared en
la que Román, en su locura amorosa, había escrito furtivamente dentro de un
corazón: Te amo, Karlita.
—Aguanta,
Román —alcanzó a decir Eduardo, apenado, al tiempo en que sintió un moquete en
el rostro.
Karlita,
con su jersey amarrado a la cintura, gritaba y lloraba desesperadamente,
tapándose la cara con las manos, ante aquel espectáculo. Eduardo, jadeante y en
posición fetal, se cubría el cuerpo revolcado en la tierra. ¡Aguanta, Romy!, se
escuchaba que decía Guayo, como si la abreviatura cariñosa del nombre, fuese a
surtir efecto en aquel adolescente enloquecido. En un periquete, los compañeros
de la secundaria hicieron rueda y se dividieron a favor de uno y del otro.
¡Dale Romy¡ ¡Dale Guayo! Karlita estaba fuera del círculo, sufriendo su pena.
En
menos de cinco minutos, Román, con la mirada invicta, sació su coraje y se
levantó del piso donde tenía sometido a Guayo con la nariz sangrante. Cuando el
prefecto llegó todos salieron despavoridos.
Al
poco tiempo se supo que Karlita abandonó la escuela al enterarse sus padres de
que ella formaba parte del origen de la trifulca. Eduardo se cambió de escuela.
Los tres jamás se volvieron a ver.
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