Rafael Espinosa / En la Casa Blanca concurrían alcohólicos de diversa estofa. Era una cantina que amanecía copada de niebla ante los primeros rayos de sol. La atendía Margarita, una mujer de cabellos ondulados; su marido, un hombre ocioso que se perdía en las mesas, entre el convite de los clientes.
En
aquella jaula de locos, el bullicio se componía del ruido de los altoparlantes,
el brindis estridente, las abruptas caídas de los vasos al suelo y el grito
mexicano que sale desde el fondo del corazón.
Cuando
el sol se partía a la mitad por el horizonte, algunos babeaban sobre la mesa,
imposibilitados a estar de pie; otros dormían en el suelo. Su esposo, retorcido
en una silla, tenía el cuello colgado hacia un lado. El parroquiano asiduo que
siempre era el último en caer, se incorporó y caminó hacia la cocina sin que
Margarita se diera por enterada. De pronto, la abrazó por detrás
inmovilizándola por completo.
―¿Qué
haces, Agustín? ―le dijo tratando de zafarse.
En
cambio, Agustín la apretó más hacia su cuerpo.
―Tranquila,
Magui, no pasa nada ―le susurró al oído.
Mientras,
alguien tirado en el piso, más dormido que despierto, intentaba cantar una
canción, como disco rayado, interrumpiéndose por los estertores. La música
había terminado.
―Espérate
―reprimió su voz e insistió―; nos va a ver mi marido.
―!Uy!
Podríamos enterrarlo vivo y él ni lo siente ―.
―No
seas así ―.
Al
menor indicio de libertad, Margarita abandonó el cuchillo que tenía en las
manos, se dio la vuelta y comenzó a besarlo con locura.
Sin
soltarse, caminaron hacia el cuarto trasero. En el silencio y la tranquilidad
de la cantina, sólo se escuchaban los murmullos de la agitación.
Después
de un rato, Agustín se acomodó la camisa y Margarita se alisó el vestido. Él se
fue sacudiendo sus botas, como todos los sábados, y ella se quedó en la barra,
pensativa, cargando su rostro en la mano, como retrato.
Su
esposo despertó somnoliento, malhumorado por la resaca, ante aquel panorama de
holocausto.
―Voy
por los niños a casa de tu madre ―dijo él.
En
el dintel de la puerta, se detuvo… ¿Quieres algo?
―Una
pastilla para la jaqueca ―fingió ella, tocándose la sien y sin poder mirarlo a
los ojos.
Los
parroquianos, uno a uno, despertaron y partieron en la oscuridad de la noche.
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