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viernes, 25 de septiembre de 2020

Como todos los sábados

Rafael Espinosa / En la Casa Blanca concurrían alcohólicos de diversa estofa. Era una cantina que amanecía copada de niebla ante los primeros rayos de sol. La atendía Margarita, una mujer de cabellos ondulados; su marido, un hombre ocioso que se perdía en las mesas, entre el convite de los clientes.

En aquella jaula de locos, el bullicio se componía del ruido de los altoparlantes, el brindis estridente, las abruptas caídas de los vasos al suelo y el grito mexicano que sale desde el fondo del corazón.

Cuando el sol se partía a la mitad por el horizonte, algunos babeaban sobre la mesa, imposibilitados a estar de pie; otros dormían en el suelo. Su esposo, retorcido en una silla, tenía el cuello colgado hacia un lado. El parroquiano asiduo que siempre era el último en caer, se incorporó y caminó hacia la cocina sin que Margarita se diera por enterada. De pronto, la abrazó por detrás inmovilizándola por completo. 

―¿Qué haces, Agustín? ―le dijo tratando de zafarse.

En cambio, Agustín la apretó más hacia su cuerpo.

―Tranquila, Magui, no pasa nada ―le susurró al oído.

Mientras, alguien tirado en el piso, más dormido que despierto, intentaba cantar una canción, como disco rayado, interrumpiéndose por los estertores. La música había terminado.

―Espérate ―reprimió su voz e insistió―; nos va a ver mi marido.

―!Uy! Podríamos enterrarlo vivo y él ni lo siente ―.

―No seas así ―.

Al menor indicio de libertad, Margarita abandonó el cuchillo que tenía en las manos, se dio la vuelta y comenzó a besarlo con locura.

Sin soltarse, caminaron hacia el cuarto trasero. En el silencio y la tranquilidad de la cantina, sólo se escuchaban los murmullos de la agitación.

Después de un rato, Agustín se acomodó la camisa y Margarita se alisó el vestido. Él se fue sacudiendo sus botas, como todos los sábados, y ella se quedó en la barra, pensativa, cargando su rostro en la mano, como retrato.

Su esposo despertó somnoliento, malhumorado por la resaca, ante aquel panorama de holocausto.

―Voy por los niños a casa de tu madre ―dijo él.

En el dintel de la puerta, se detuvo… ¿Quieres algo?

―Una pastilla para la jaqueca ―fingió ella, tocándose la sien y sin poder mirarlo a los ojos.

Los parroquianos, uno a uno, despertaron y partieron en la oscuridad de la noche.

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