Rafael Espinosa / En alguna parte de esta gran urbe, Arturo vivía con su esposa y sus tres niños; era un burócrata que le había alcanzado para granjearse una casa modesta y un coche de modelo reciente cuyas letras le absorbían la mitad de su sueldo.
La
noticia de que su cuñada viajaría de un pueblo cercano a la capital para vivir
con ellos, le parecía un poco incómoda por la privacidad familiar y el gasto
agregado que significaba mientras ella conseguía un empleo.
Su
esposa moría de gusto por contarle a su hermana de las nuevas modas, de la
hermosa ciudad y la frescura nocturna que penetraba en el balcón por las
noches.
Un
domingo por la mañana Andrea tocó a la puerta.
―¡Hola,
Andrea, hermana mía, que gusto verte! ―dijo Sara dándole un abrazo fraterno―;
déjame ayudarte con tu maleta.
Caminaron
alegres por el pasillo al tiempo que charlaban de mil cosas hasta llegar a la
sala donde Arturo leía el periódico.
―¡Tía,
tía! ―corrieron los niños. Andrea abrió los brazos haciéndoles arrumacos.
Arturo,
aún en pijama, se incorporó trabajosamente y la saludó amable con un beso en la
mejilla.
―Bueno,
seguramente tendrán mucho de qué hablar, voy a cambiarme ―expresó con cortesía,
dirigiéndose a la recámara―. Niños, dejen platicar a mamá, miren la televisión.
―¡Sí,
papá!
Las
mujeres se sentaron en el sofá y platicaron largo rato.
La
vida doméstica marchaba con normalidad, incluso mejor de lo que Arturo se había
imaginado. Pasaron dos semanas y Andrea continuaba desempleada, sin embargo,
era servicial y respetuosa con las reglas del hogar.
Una
mañana, cuando el sol penetraba por las cortinas blancas, Andrea salió de su
recámara para dirigirse al lavabo. Caminó en camisón con naturalidad, sin
prisas ni aflicciones, como una criatura inocente y amodorrada. Había en sus
veinte años una belleza electrizante que Arturo descubrió sólo en ese instante.
Sentado
en el comedor, Arturo levantó la vista y detuvo la cucharada de sopa que se
llevaba a la boca cuando Andrea se doblaba para alcanzar algo del refrigerador,
y sólo entonces se despertó de su impavidez al escuchar el reloj que le
recordaba el horario de trabajo.
En
los días consecutivos, Arturo se mantuvo pensativo sin poder concentrarse en
leer el periódico, ver la televisión, podar el jardín, incluso en atender a los
niños.
Cierto
día, Arturo y Sara platicaban en la mesa del jardín cuyo césped era verde y
lozano. De pronto, Andrea regresaba de una entrevista de trabajo. Arturo
intentó eludir la mirada, sin embargo, se sintió dominado por la cadencia de
Andrea.
―Qué
bien se ve mi hermana, ¿verdad? ―dijo su esposa.
―Es
innegable que ya es toda una mujer… y hermosa además ―repuso con indolencia,
aprovechando la oportunidad de la mutua confianza.
Contoneándose
con su bolso en el brazo, Andrea se acercó a saludarlos. Su mirada reflejaba
una chispa de alegría. Tenía una forma tan dulce de platicar que Arturo,
fascinado, parecía incómodo al escucharla.
―Ya
conseguí trabajo ―dijo con una sonrisa maravillosa.
Arturo
se acostaba pensando en ella, en la piel tersa, ojos de diamante y cuerpo
exquisito. Fingía dormir cuando su esposa entraba a la habitación.
Andrea
sospechaba que Arturo la miraba con ojos diferentes.
Un
día se encontraron solos. Involuntariamente chocaron al entrar a la cocina.
Arturo cerró los ojos sintiendo su fresco olor a perfume, ella sonrío
suavemente sujetando el plato de leche con cereales que llevaba en las manos.
Ambos
hubieran querido que aquel momento se prolongara, pero se abrió de momento la
puerta principal que anunciaba la llegada de Sara.
―En
buen momento has llegado, Sara ―dijo Andrea.
Arturo
corrió ayudarla con las bolsas de alimentos. Los niños entraron a tropel tras
ella.
―¿Hay
alguna noticia?
―He
conseguido un departamento ―anunció Andrea.
Arturo
se paralizó al escuchar aquellas palabras. Disimuló su lividez, dejó las bolsas
en la cocina y se fue a su recámara.
―Continúen
con la charla ―se despidió con cierto nerviosismo.
Había
sentido angustia y ansiedad por la muerte de su padre, por la caída del menor
de sus hijos por las escaleras, pero jamás había experimentado una sensación
involuntaria como la partida de alguien que comenzaba a alborotarle las fibras
más sensibles de su alma.
―Tengo
que confesarle… ―pensaba, pero se veía imposibilitado de hacerlo bajo aquel
techo en el que vivían juntos.
Escribió
una carta sin saber cuándo, dónde ni la hora en que se la entregaría. Al fin
pudo controlarse, se sentó en la orilla de la cama. No tenía ánimos de salir a
la sala ni hablar con ellas, porque su nerviosismo lo delataría. Se conocía
suficiente y se sabía descubierto con el corazón apachurrado. Salió al balcón a
fumarse un cigarrillo, a contemplar el jardín y más tarde se durmió después de
dar tantas vueltas en la cama.
Al
día siguiente, salió de la recámara con la carta metida en el bolsillo, pero
Andrea ya había partido.
―¿Y
Andrea? ―preguntó a su esposa, tratando de guardar la calma.
―Ha
tomado un taxi muy temprano hacia su nuevo departamento ―repuso con cierta
sospecha―; no quiso despertarte para despedirse.
Arturo
no se atrevió a preguntarle más acerca de Andrea, se tragó sus palabras
mientras arrugaba la carta en la bolsa de su pantalón.
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