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viernes, 25 de septiembre de 2020

Conato de suicidio

Rafael Espinosa / Después de buscar trabajosamente a su hijo en las recámaras y la sala, la madre de edad avanzada observó la puerta entornada del traspatio. Era casi la media noche y el cielo estaba estrellado. Se dirigió hacia aquella puerta y se paró bajo el dintel con los ojos clavados en su hijo que estaba erguido sobre una cubeta embrocada y una soga a la altura del cuello. Sin decir palabras, la señora le lanzó una mirada serena y profunda que no era de ternura pero tampoco de cólera, suficiente para que su hijo se sintiera dominado y se viera obligado a bajar despacio de la cubeta. Su hijo tenía 35 años y llevaba una vida entregada a los vicios que lo mantenía separado de su familia, de tal modo que vivía arrimado en la casa de su madre desde hacía varios meses. La noche anterior, la señora aseguró todas las puertas para evitar que su hijo ebrio saliera a la calle. Se metió a su cama con el sueño ligero de toda madre que se acuesta con el pendiente de un hijo. De pronto, escuchó ruidos extraños en la sala. Se levantó, encendió la luz y caminó hacia la recámara de su hijo. La cama estaba vacía. Fue entonces cuando salió al traspatio y halló a su hijo a punto de colgarse.

—¡Ven acá, hijo! —le dijo sin immutarse. Y lo tomó de la mano para llevarlo hacia la puerta de la calle.

La señora salió y se paró en la banqueta.

—Cuélgate de aquella ceiba —le sugirió señalándole un árbol, a media cuadra de ahí—; mi galera se puede romper.

Y se metió a la casa, sin cerrar la puerta.

Su hijo, con un hipo de los mil demonios, se alborotó el cabello con las manos y se detuvo de la pared, observando la ceiba que se mecía por un viento ligero. Se resbaló de espaldas sobre la pared y se quedó dormido. Más tarde, la madre salió nuevamente y lo metió arrastrando a la sala.

—Si este no es pendejo —dijo en silencio haciendo el último esfuerzo para acomodar al armatoste.

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