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lunes, 26 de marzo de 2012

Arturo Aquino, El Piano de México




Por Rafael Espinosa: 

Parece una calle como cualquiera, salvo que aquí casi todos los días hay conciertos privados. La música queda atrapada en el cuarto de estudio, a dos cuadras del parque central de Ocozocoautla.
Desde la calle se escucha el murmullo de un piano alegre avivado por los dedos jóvenes del chiapaneco conocido como “El Piano de México”. Ensaya El Manicero, una rumba popular cubana.
Sus manos se ondean, cierra los ojos, disfruta de los sonidos y parece viajar en el pentagrama de la partitura. Se acompaña de músicos que tocan sendos instrumentos, dentro de esa recámara de luz tenue, paredes tapizadas de cartón, con pantallas planas y equipos electrónicos de afinación.
Rafael Arturo Aquino Rodríguez, pianista por convicción, apasionado y empírico por naturaleza, ha interpretado temas famosos en Europa, Centroamérica y Norteamérica.
Hace unos años, en la Ciudad de México, el cantautor yucateco Armando Manzanero resumió el talento de Arturo Aquino en cuatro palabras: “El Piano de México”.
La sala de espera, adyacente a la pieza de estudio, es acogedora, ajedrezada de reconocimientos, fotografías de aplausos "eternos", un cuadro de ángeles de miradas tristes, una lámpara colgada que alumbra el juego de sala azul y la mesa de centro de madera. 
Cristóbal, ayudante de staff, un señor sencillo que frisa los 38, cuenta que su tarea en cada concierto, entre otras, es subir y bajar el piano con mucho cuidado a la camioneta.
Sentado sobre el sillón mediano, mientras que la orquesta ensaya, Cristóbal dice que el piano también tiene su propio colchón. Ríe.
Se interrumpe la interpretación de El Manicero y “El Maestro”, como le llaman sus colegas de la sinfónica, estira su cuerpo espigado con la habilidad que sus 37 años le permiten. Está inquieto; quizá por la entrevista, aunque no es la primera vez que habla de su talento con un reportero.
Es posible que le haga falta el habano que fuma a veces en su casa de enfrente o está ansioso como acostumbra en las vísperas de cada concierto.
La pequeña sala se convierte en un pasadero de mercado. Algunos de sus compañeros permanecen en el estudio, otros entran y salen como él.
Abraham Coutiño, requintista de 34 años, de abdomen pronunciado, cara blanca y redonda, se preocupa por lo que opina acerca de “El Maestro”; está inseguro, desconfiado, y pregunta qué escribí. Le tiene respeto.

¾El Maestro lleva la música a niveles de excelencia ¾resumió.

Ahora está más tranquilo, se acomoda las gafas de graduación y se arrellana en el sillón de la sala.
Minutos después, cada uno alista las maletas de instrumentos y se van a bordo de un Caliber nuevo, manejado por Cristóbal.
Arturo Aquino cierra el portón, se acomoda sobre el sillón de tres plazas y comienza el recital de su vida. Está tenso, pero conforme pasan los minutos la soltura de sus palabras parecen más tranquilas.
Durante la entrevista se le antoja rascarse la parte baja de la espalda y de vez en cuando, por sus recuerdos chuscos, suelta una risotada que cimbra las paredes.
Recuerda, sin presumir, que gracias a Dios y a su talento ha dado conciertos en Perugia, Italia; Barcelona y Madrid, España; Frankfurt, Alemania; El Salvador, Honduras, Guatemala, y en Chicago, Estados Unidos, donde hizo un concierto a dueto con Alberto Cortéz.
Recientemente cumplió su mayor deseo de tocar junto a Raúl di Blasio, inclusive tuvo el honor de llevarlo a su estudio. Di Blasio lo escuchó tocar y le dijo que no necesitaba ensayos para compartir escenario con él. Hasta ahora se hablan por teléfono en fechas familiares importantes.
Es autor de una treintena de composiciones, sin embargo, sólo le complace presumir siete, entre ellas una que no incluyó en su último disco “por razones de desafinación”, ataja inmediatamente.
Rodrigo Díaz, chelista español y director de la “Orquesta Esperanza Azteca Chiapas”, llegó más tarde para ensayar con Arturo Aquino. Durante la charla de tres comenta que la exclusión del tema en la nueva producción es un pretexto incomprensible, porque “la obra de Arturo es una belleza”, dice con su acento madrileño.
Para desafiar el momento, Arturo esboza una sonrisa, en medio de la iluminación sobria del globo de luz, en la cálida sala.

¾Sentí que al tema le hacía falta algo ¾deduce apagando su risa.

Aunque tiene siete años de carrera discográfica, 17 de profesional y 29 de haber descubierto por vez primera su pasión por el piano, se considera artísticamente inmaduro.
Siempre ha sido admirador de los pianistas David Foster, ídolo canadiense; del francés Richard Clayderman, con quien anhela tocar a dueto a finales de este año. Del músico cubano Enrique Chía, del argentino cantante Carlos Gardel y desde niño de Raúl di Blasio. 
Hace días el maestro Armando Manzanero le habló por teléfono sólo para decirle que su nuevo disco es fenomenal… y colgó. Recuerda animado.  
Cuando niño era inquieto, acostumbraba a disfrazarse de artistas populares como “Chico Ché” o de luchador. Con una toalla a manera de capa atravesaba corriendo la calle hacia la casa de sus abuelos para mostrarles su atuendo.
Su madre, Rocío, tardaba más en peinarlo y mudarlo que él en desaliñarse.
Desde la infancia su padre, Aristóteles, le compró un teclado convencional con el que comenzó a ensayar; luego le regaló un piano.
A los seis años debutó con la interpretación del tema Amigo del brasileño Roberto Carlos, en una orden de nuevos sacerdotes católicos, en su pueblo natal, Ocozocoautla.
Siempre demostró disgusto por la escuela, particularmente con la materia de matemáticas, al contrario de manera natural resaltó su interés por la música y la educación física.
Después de terminar la preparatoria, intentó estudiar Relaciones Internacionales, Administración de Empresas y Diseño Gráfico, sin embargo, no duraba ni un semestre, pese a la insistencia de sus padres.
Un día, cuando sus padres llegaron a pagar la colegiatura, les dijeron que desde hacía días él no se había presentado a clases y sólo así descubrieron que las escuelas no eran malas, como él alegaba, sino que Arturo era el desinteresado.

¾Siempre fui malo para la escuela ¾acepta un poco resignado¾; mi padre dice que terminé la preparatoria porque Dios es muy grande. Otra carcajada. 

Tiene descendencia familiar de músicos por pasatiempo, pero sus padres tardaron en entender que él sería bueno en el piano. Cambiaron de opinión al notar que desarrollaba una habilidad tremenda, de modo que pretendieron matricularlo en la Escuela de Música de la capital chiapaneca, a media hora del pueblo, donde se llevaron una sorpresa.
Esa vez su padre le recomendó al maestro que lo escuchara tocar y éste se negó,  pero antes de que salieran del salón, aceptó. El maestro ordenó a Arturo que interpretara una canción, mientras que él salió del aula para escucharlo desde fuera .
Arturo estaba preocupado por la acción del profesor, incluso le hizo señas de interrogación a su padre.
Al terminar la melodía, el catedrático entró y concluyó que Arturo tenía su propio estilo, que si quedaba en la institución le cambiarían su virtud natural.
Don Aristóteles salió confundido, pues el maestro le había dicho también que su hijo sólo le faltaba aprender a leer las notas musicales.
Le explicó que las canciones son como una receta de comida, que cualquiera y en cualquier parte del mundo puede cocinarlas, pero que Arturo se salía de lo convencional y le ponía ingredientes extras que le daban una mejor sazón a las canciones.
Arturo contrajo nupcias a los 18. Se vio obligado a buscar trabajo y la propia necesidad lo condujo a desarrollar más su talento, por lo que comenzó a tocar en uno de los hoteles más lujosos de la capital chiapaneca.
Asimismo, vivió las peripecias de los principiantes, de cargar el piano e instalar el equipo para tocar baratamente en eventos sociales de su pueblo.
Su faena diaria en el hotel era de cuatro horas, más las que ensayaba en su domicilio, posiblemente éste sea el motivo por el cual hasta la fecha sufre de insomnio.
Cuando se acuesta temprano da vueltas en la cama, mira la televisión, platica con su esposa, checa sus correos electrónicos, hasta que cae nuevamente en el piano. Se levanta temprano para preparar el café o a tomar agua y después desayuna cereales.
En algunos fines de semana prepara el almuerzo. Dice que es hogareño y que otra de sus pasiones es atender siempre a su familia, salvo cuando sale de viaje. En las vísperas de cada concierto su esposa sabe que debe tratarlo con pincitas, pues es perfeccionista y es común que esté muy engolfado en la preparación de los temas.
Actualmente tiene tres hijos llamados Arturo Aquino, el mayor de 18 años, estudiante de cine y música; Diego de 13 y Bruno de 10, sin que tenga planeado uno más, pues ya "cerró la fábrica", dice, tirándose otra carcajada.

Ambidiestro
A cuadra y media vive su padre Aristóteles Aquino Gutiérrez, en una segunda planta rodeada de ventanales. Desayuna con su esposa Rocío Gutiérrez. Ambos se sienten orgullosos de él.
La sala es amplia, fresca, adornada con un piano brillante, un juego de sala mullido, fotografías de Arturo con Armando Manzanero; con la jalisciense pianista y compositora Consuelo Velázquez y Manuel Esperón, músico y actor de la época de oro del cine mexicano.
A sus 60 años, don Aristóteles es comerciante de motocarros ecológicos y Rocío, de 53, es catedrática sin el ejercicio de su profesión. Se ven conservados.
Sentado ahora sobre el sofá, don Aristóteles presume que Arturo ha tocado varias veces en el programa televisivo Animal Nocturno, pero le disgusta que su hijo sea sencillo, pues no hace alarde de sus viajes de trabajo fuera del país.
Doña Rocío, acompaña después a don Aristóteles en la plática y se sienta casi junto él.
Ella recuerda que cuando Arturo era niño contrataron al músico del pueblo, Efraín Garay, para que le enseñara a leer las notas en la casa. El maestro sólo llegó dos días y se declaró vencido por la desatención de Arturo.

¾Don Tito ya no voy a venir; su hijo no me hace caso, yo me siento aquí y él está mirando para otro lado --, dijo aquella ocasión don Efraín a don Aristóteles. Los tres reímos.

Un día, un “marimbista” profesional del pueblo, llamado Gabriel Sarmiento, le dijo a Arturo:

¾Tú eres un pianista que tiene dos manos derechas ¾tercia don Tito al rememorar la frase de don Gabriel.

Concierto
Frente al escaparate del teatro de la ciudad, en la capital de Chiapas, desfilan cabezas calvas, canosas, hombres barbados, damas de gafas. Siete de cada diez son mujeres. Es un público ordenado, ansioso de entrar al concierto de El Piano de México.
Las puertas se abrieron diez minutos antes de las ocho de la noche.
Los asistentes caen como gotas de agua en cada una de las butacas hasta colmar la sala. Aplauden de manera intermitente solicitando la aparición de Arturo y su orquesta.
Sobre el escenario, rodeado de veladoras encendidas, reposan instrumentos musicales entre luces suaves y columnas de humo de un incensario aromático o una máquina humeante.
Las tres primeras llamadas reglamentarias se hacen eternas.
Cinco minutos antes de las nueve, se apagan las luces y aparece Arturo, espigado, resuelto, carismático, catrín como en la fotografía de su nueva producción, con camisa blanca, chaleco y zapatos charolados.
Sus compañeros de la orquesta saltan hacia sendas tarimas.
Se presenta animadamente para después evocar momentos románticos, alegres, nostálgicos, bajo una atmósfera iluminada de estrellas escurridizas sobre las paredes.
Interpreta Balada para Adelina, El Manicero, Lágrimas Negras, Chiquitita, Latino, Corazón de Niño, entre otros sones combinados acertadamente con el requinto, la zampoña, el saxofón, la trompeta, la batería y las percusiones.
Concetta Constanzo, otra artista chiapaneca, hace retumbar la sala con su voz de soprano, acompañada del piano.
Luego, Arturo y Rodrigo Díaz, maestro del chelo, recrean la melancólica canción Caruso.
En un intermedio, Arturo presenta ante el público a su amada Clementina, una mujer de su pueblo, de unos 60 años, quien desde hace tiempo le lleva flores a su casa.
La sienta sobre el banquillo, junto a él tocando el piano, le canta al oído y la despide al final de la melodía con un abrazo cariñoso y un beso en la frente. Los espectadores festejan el acto.
Después de dos horas, una obra vernácula le pone punto final al espectáculo, el escenario se desborda de alegría, aparecen danzantes del carnaval zoque de su pueblo con atuendos extravagantes.
El público, de pie, contagiado por la emoción, rinde aplausos que parecen interminables.

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