Rafael
Espinosa:
El
abuelo de uno de los seis jóvenes asesinados en San Marcos, Berriozábal.
Días
antes de la tragedia don Reinaldo soñó que un hombre a caballo hacía disparos
en la calle, sin embargo, como muchas veces, no le tomó importancia al asunto y
se levantó de la cama a las seis de la mañana, resuelto a vender plantas de
ornato como lo ha hecho durante más de 25 años. Caminó hacia el vivero de la
orilla de la carretera para proveerse de girasoles, yerbabuena y otras especies
que buenamente le compran las señoras de la capital. Más tarde, subió la
pendiente rumbo a casa con su carga al hombro y desayunó al vuelo para tomar el
camión de Berriozábal y llegar en 20 minutos a la ciudad de Tuxtla Gutiérrez.
En la ciudad, ofreció su mercancía de puerta en puerta y hubiera
querido vender toda, no obstante, regresó seis de las 18 plantas que había llevado.
Cuando volvió a Berriozábal, el pueblo que lo vio nacer hace 58
años, ya era de noche. Caminó la cuesta rumbo a su casa con un hambre de
peregrino entre calles alumbradas y de lámparas fundidas. Se topó a conocidos a
quienes saludó amable y respetuoso como cualquier hombre chapado a la antigua,
en un pueblo de pequeñas dimensiones. En la banqueta de su casa estaban en un
ambiente de desparpajo juvenil sus nietos, sobrinos y amigos de estos.
Sin ninguna intención más que la de comer, arrinconó su reja de
plantas y subió las escaleras. Apenas trepaba sus pies cansados los primeros
peldaños cuando escuchó más 20 explosiones sordas, como de disparos de una
pistola. Se asomó al balcón y vio el tendal de jóvenes agonizantes y retorcidos
en su banqueta, y ni siquiera se dio tiempo de probar el bocado que su esposa
le había servido en la mesa. Bajó volándole el pelo hasta pararse frente
aquella imagen terrible que posiblemente no olvidará por el resto de sus días.
Vio a su nieto Marco Antonio con un balazo en la sien, un pie al aire y el otro
debajo de la motocicleta en la que momentos antes sus amigos le tomaban
fotografías de recuerdo. El otro adolescente herido intentaba decir algo
—recuerda— porque abría y cerraba la boca con lentitud, como que si se estuviera
ahogando. Los demás estaban amontonados con dos o tres balazos en la cabeza y
el cuerpo. ¡Santo Dios!, decían las señoras agarrándose el rostro con terror.
Don Reinaldo estaba contrariado, no sabía si llorar o abrazar a su
nieto y sobrinos tendidos, hasta que unas señoras rompieron el asombramiento
general: ¡llamen a la policía!, ¡llamen a la ambulancia!
En un santiamén la gente rodeó aquella escena espeluznante al
tiempo en que se preguntaban ¿quién fue?, ¿quién los mató?, refiriéndose al
asesino. Y no faltaron los advenedizos que abriéndose paso entre la multitud se
preguntaban: ¿Qué pasó aquí? Al mismo tiempo en que se tapaban el rostro
horrorizado al ver aquella calamidad.
La versión del sobreviviente coincidía con la de los vecinos en el
sentido de que dos hombres a bordo de una motocicleta rociaron a balazos a los
jóvenes y huyeron con la misma vehemencia con la que llegaron.
Más tarde la gente se replegó detrás del acordonamiento que había
puesto la policía para proteger la escena del crimen, y permaneció ahí sin más
interés que la de observar los cuerpos cubiertos con sábanas.
Al barrio de San Marcos, a unas cuadras del parque central de
Berriozábal, también se aproximó una flotilla de mototaxis cuyos conductores
eran compañeros de los difuntos, pues también éstos se dedicaban al transporte
de pasajeros en unidades como estas.
Esa noche el corazón de don Reinaldo no dio para más, de tal modo
que rompió sus 10 años de abstención y se puso a beber como en sus días de
plenitud.
Al siguiente día, la calle de don Reinaldo amaneció con toldos,
mesas y sillas plegables de madera en espera de los cuerpos de su nieto y sus
tres sobrinos. Con el dolor en el alma y la fatiga corporal, los familiares de
don Reinaldo, apoyados por los vecinos, hicieron grandes peroles de comida para
los asistentes que llegaban con ramos de flores.
El viernes don Reinaldo andaba somnoliento, pensativo, bajo los
toldos del funeral. Recibía las visitas, las condolencias, las flores, y se
agarraba el pelo con las manos como si estuviera fastidiado.
Mientras tanto, dentro de su pequeña casa, las mujeres frente a
los féretros lloraban amargamente, de tal modo que los asistentes hacían tan
propio el dolor ajeno que salían rendidos limpiándose las lágrimas.
A las cinco de la tarde, la procesión de más de tres mil personas
se dirigió rumbo al panteón con los cuatro parientes de don Reinaldo y en el
camino se juntaron las honras fúnebres de los dos jóvenes más. Los músicos de
marimba, mariachi y norteño, iban a bordo de camionetas que avanzaban a vuelta
de rueda, junto a una flotilla de mototaxis de bocinas estridentes.
El presunto asesino, apodado “El Hondureño” por razón de su
nacionalidad, fue detenido horas después del crimen. Los motivos del
multihomicidio quedaron guardados en la Fiscalía General de Estado.
Hoy, en el Barrio San Marcos parece que todos duermen a la misma
hora. Apenas se oculta el sol cierran puertas y ventanas y sólo quedan algunas
luces tenues bajo los tejados de barro y marquesinas de losa. La charla de las
familias y el retozo de los niños sólo se escuchan detrás de las paredes.
Aunque acostumbran a dormir temprano, las medidas de seguridad de
cada hogar se agravaron.
La banqueta de don Reinaldo era punto de reunión y alegría de
nietos, sobrinos y amigos; ahora la calle ha quedado silenciosa y triste.
Con los años don Reinaldo ha aprendido a vivir con las penalidades
de la vida cotidiana, pues hace seis meses falleció su madre a causa de
diabetes. Cinco meses atrás murió su hermana, madre de Enrique, uno de los
adolescentes asesinados. En años recientes su suegra se partió la cabeza al
caer de la segunda planta de la casa de él. Su primo pereció de cáncer hace un
par de meses.
Don Reinaldo, un poco más repuesto después de estas tragedias,
seguirá conviviendo con su treintena de nietos restantes y un número menor de
bisnietos “hasta que Dios disponga”, reflexiona en tono religioso, sentado en
una silla de plástico en el garaje de su casa.