Vistas de página en total

lunes, 11 de diciembre de 2017

Mal presentimiento

#berriozabal #chiapas

Rafael Espinosa: 

El abuelo de uno de los seis jóvenes asesinados en San Marcos, Berriozábal.

Días antes de la tragedia don Reinaldo soñó que un hombre a caballo hacía disparos en la calle, sin embargo, como muchas veces, no le tomó importancia al asunto y se levantó de la cama a las seis de la mañana, resuelto a vender plantas de ornato como lo ha hecho durante más de 25 años. Caminó hacia el vivero de la orilla de la carretera para proveerse de girasoles, yerbabuena y otras especies que buenamente le compran las señoras de la capital. Más tarde, subió la pendiente rumbo a casa con su carga al hombro y desayunó al vuelo para tomar el camión de Berriozábal y llegar en 20 minutos a la ciudad de Tuxtla Gutiérrez.
En la ciudad, ofreció su mercancía de puerta en puerta y hubiera querido vender toda, no obstante, regresó seis de las 18 plantas que había llevado.
Cuando volvió a Berriozábal, el pueblo que lo vio nacer hace 58 años, ya era de noche. Caminó la cuesta rumbo a su casa con un hambre de peregrino entre calles alumbradas y de lámparas fundidas. Se topó a conocidos a quienes saludó amable y respetuoso como cualquier hombre chapado a la antigua, en un pueblo de pequeñas dimensiones. En la banqueta de su casa estaban en un ambiente de desparpajo juvenil sus nietos, sobrinos y amigos de estos.
Sin ninguna intención más que la de comer, arrinconó su reja de plantas y subió las escaleras. Apenas trepaba sus pies cansados los primeros peldaños cuando escuchó más 20 explosiones sordas, como de disparos de una pistola. Se asomó al balcón y vio el tendal de jóvenes agonizantes y retorcidos en su banqueta, y ni siquiera se dio tiempo de probar el bocado que su esposa le había servido en la mesa. Bajó volándole el pelo hasta pararse frente aquella imagen terrible que posiblemente no olvidará por el resto de sus días. Vio a su nieto Marco Antonio con un balazo en la sien, un pie al aire y el otro debajo de la motocicleta en la que momentos antes sus amigos le tomaban fotografías de recuerdo. El otro adolescente herido intentaba decir algo —recuerda— porque abría y cerraba la boca con lentitud, como que si se estuviera ahogando. Los demás estaban amontonados con dos o tres balazos en la cabeza y el cuerpo. ¡Santo Dios!, decían las señoras agarrándose el rostro con terror.
Don Reinaldo estaba contrariado, no sabía si llorar o abrazar a su nieto y sobrinos tendidos, hasta que unas señoras rompieron el asombramiento general: ¡llamen a la policía!, ¡llamen a la ambulancia!
En un santiamén la gente rodeó aquella escena espeluznante al tiempo en que se preguntaban ¿quién fue?, ¿quién los mató?, refiriéndose al asesino. Y no faltaron los advenedizos que abriéndose paso entre la multitud se preguntaban: ¿Qué pasó aquí? Al mismo tiempo en que se tapaban el rostro horrorizado al ver aquella calamidad.
La versión del sobreviviente coincidía con la de los vecinos en el sentido de que dos hombres a bordo de una motocicleta rociaron a balazos a los jóvenes y huyeron con la misma vehemencia con la que llegaron.
Más tarde la gente se replegó detrás del acordonamiento que había puesto la policía para proteger la escena del crimen, y permaneció ahí sin más interés que la de observar los cuerpos cubiertos con sábanas.
Al barrio de San Marcos, a unas cuadras del parque central de Berriozábal, también se aproximó una flotilla de mototaxis cuyos conductores eran compañeros de los difuntos, pues también éstos se dedicaban al transporte de pasajeros en unidades como estas.
Esa noche el corazón de don Reinaldo no dio para más, de tal modo que rompió sus 10 años de abstención y se puso a beber como en sus días de plenitud.
Al siguiente día, la calle de don Reinaldo amaneció con toldos, mesas y sillas plegables de madera en espera de los cuerpos de su nieto y sus tres sobrinos. Con el dolor en el alma y la fatiga corporal, los familiares de don Reinaldo, apoyados por los vecinos, hicieron grandes peroles de comida para los asistentes que llegaban con ramos de flores.
El viernes don Reinaldo andaba somnoliento, pensativo, bajo los toldos del funeral. Recibía las visitas, las condolencias, las flores, y se agarraba el pelo con las manos como si estuviera fastidiado.
Mientras tanto, dentro de su pequeña casa, las mujeres frente a los féretros lloraban amargamente, de tal modo que los asistentes hacían tan propio el dolor ajeno que salían rendidos limpiándose las lágrimas.
A las cinco de la tarde, la procesión de más de tres mil personas se dirigió rumbo al panteón con los cuatro parientes de don Reinaldo y en el camino se juntaron las honras fúnebres de los dos jóvenes más. Los músicos de marimba, mariachi y norteño, iban a bordo de camionetas que avanzaban a vuelta de rueda, junto a una flotilla de mototaxis de bocinas estridentes.
El presunto asesino, apodado “El Hondureño” por razón de su nacionalidad, fue detenido horas después del crimen. Los motivos del multihomicidio quedaron guardados en la Fiscalía General de Estado.
Hoy, en el Barrio San Marcos parece que todos duermen a la misma hora. Apenas se oculta el sol cierran puertas y ventanas y sólo quedan algunas luces tenues bajo los tejados de barro y marquesinas de losa. La charla de las familias y el retozo de los niños sólo se escuchan detrás de las paredes.
Aunque acostumbran a dormir temprano, las medidas de seguridad de cada hogar se agravaron.
La banqueta de don Reinaldo era punto de reunión y alegría de nietos, sobrinos y amigos; ahora la calle ha quedado silenciosa y triste.
Con los años don Reinaldo ha aprendido a vivir con las penalidades de la vida cotidiana, pues hace seis meses falleció su madre a causa de diabetes. Cinco meses atrás murió su hermana, madre de Enrique, uno de los adolescentes asesinados. En años recientes su suegra se partió la cabeza al caer de la segunda planta de la casa de él. Su primo pereció de cáncer hace un par de meses.
Don Reinaldo, un poco más repuesto después de estas tragedias, seguirá conviviendo con su treintena de nietos restantes y un número menor de bisnietos “hasta que Dios disponga”, reflexiona en tono religioso, sentado en una silla de plástico en el garaje de su casa.


El adiós de un amigo

#SUCHIAPA #CHIAPAS


·       El paisano en las honras fúnebres de su amigo que trabajaba en Cometra.

Rafael Espinosa: 

En medio de aquel silencio fúnebre que guardaba la multitud, sobresalía la habladuría incesante del beodo de sombrero de explorador y guaraches de cuero curtido. A pasos vacilantes caminaba en la calle, a lado del féretro azul marino y molduras plateadas. De su boca surgía una letanía que pocos le daban importancia.

—¡Idiay, vos, Pulga! —recuerda que le decía el difunto cuando se lo topaba.

—¡Idiay, vos, Cabeza Blanca! —le contestaba él.

Así farfullaba en su monólogo, como si no fuera acompañado de las 200 mujeres de rebozo y hombres de camisola, rumbo al panteón. El vientecillo glacial de las nueve de la mañana aún dominaba los primeros rayos del sol.

—¿Le ayudo, compa? —le preguntó a uno de los hombres que cargaban el ataúd. Aquél nomás hizo una mueca de risa, aunque luego cuadras después, quizá por el cansancio, le sugirió:

—Búscate a uno de tu tamaño para mantener el nivel de la caja —.

En realidad había varios que compartían la misma estatura baja que él, pero en ese momento nadie de la muchedumbre se animó por su estado etílico. No le quedó más que desviar el tránsito de algunos vehículos durante la procesión.

Al llegar el ataúd a casa de la madre del difunto, una casa fresca de horcones y tejas de barro, el servicial dipsómano, abriéndose paso entre la multitud, preguntó desesperado por el pedestal.

—¡La base!, ¡la base!... ¡La base de la caja! —.

Camino de la iglesia San Esteban Mártir, la cual está improvisada en la cancha del parque después de sufrir fracturas en la españada, la Pulga cargó el féretro, vigilado por el resto, pues durante los primeros pasos campaneaba los ojos, como que si la carga le pesara más de lo que él creía.

—¡Ah, jijos! Sí que estás pesadito —dijo de manera graciosa.

A unas cuadras lanzaba una mirada cómplice en busca de ayuda.

—¡Uff! —resopló al cederle la caja a otro.

Después de la misa de cuerpo presente, donde había un ventarrón que amenazó con tirar el catafalco, la Pulga cargó nuevamente el féretro unas cuadras y continuó con su monólogo incomprensible. Sólo guardó silencio cuando al entrar al camposanto una rezadora de voz aguda comenzó el responsorio repetido por las mujeres de rebozo. El hombrecillo hacía como que coreaba el rezo, brincando tumbas, lápidas y sepulcros, como entremetido que busca ser protagonista de una escena.

Mientras los sepultureros jalaban la cuerda para ingresar el ataúd a la bóveda, la Pulga metía las manos y en cada esfuerzo resollaba quizá para demostrar a los asistentes su apoyo. También se puso a cantar al difunto fragmentos de las canciones Cruz de Olvido y Ese hombre de las canas, cuando alguien de la multitud en voz alta las cantó completas. Al terminar de rellenar la fosa, con ayuda de otros, lanzó un puño de tierra y movía los labios como si le dijera algo, a modo de despedida, a don Romeo Nanguelú, de 50 años, trabajador de Cometra en Tuxtla Gutiérrez, desaparecido el 25 de noviembre y hallado muerto 13 días después en el río grande de Chiapa de Corzo.