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sábado, 25 de abril de 2020

Yo, me quedo con el hombre lobo





Rafael Espinosa / Coita es un pueblo dividido entre los que creen en la existencia del hombre lobo y los que dicen es pura fantasía. Lo cierto es que las leyendas forman parte intrínseca de la idiosincrasia ancestral de Ocozocoautla.

Desde la Semana Santa reciente hay quienes duermen con las luces encendidas, tiran agua bendita en sus puertas para protegerse y echan doble pasador, contra aquel animal de más de dos metros de altura y de olor, dicen, a compuesto de lociones.

Aquella media noche de abril, muchos despertaron del sueño profundo al escuchar un aullido agudo entre las calles del pueblo. Era una aullido triste y estridente, cuenta doña Celerina, quien apenas se había acostado para descansar.

―¿Escuchaste eso, Ranulfo? ―le dijo a su esposo que ya estaba despernancado sobre la cama. Él solo pujó con indicios de no querer levantarse.

Doña Celerina volvió a acomodarse, sin embargo, minutos después, escuchó otro aullido más próximo, sólo entonces se levantó precavida y abrió la ventana de la calle. Vio que pasaron patrullas a toda velocidad.

Cuando varios vecinos salieron de sus casas, ella se atrevió a abandonar su casa, en pijama y acomodándose el cabello.

―¿Qué es, pué? ―preguntó a su vecina.

―No, sé… dicen que es un hombre lobo. ¿Escuchó usté que feo aulló?

Don Ranulfo, desde la puerta, le gritó a su esposa.

―¡Venite, ya, mañana tengo que trabajar!

Muchos, el resto de la madrugada, no pudieron conciliar el sueño. Los más valientes salieron con machetes, piedras y resorteras a la calle. Y no faltó alguien que sacó a relucir su escopeta con una bala orinada como secreto para causarle daño al malo.

―Don Artemio, guarde usté su escopeta, lo va a llevar la policía ―le sugirió un amigo.

―Ahorita los policías están temblando de miedo ―le contestó sonriendo.

No obstante, amaneció y no hubo rastros del hombre lobo, salvo horas después, dicen, encontraron una piel, parecida de lobo, cerca de la montaña.

―Bastante tenemos con eso del coronavirus, pa´ que ahora nos vengan con un hombre lobo ―se dijo doña Celerina en soliloquio antes de acostarse.

Al día siguiente, la noticia del hombre lobo había recorrido en las redes sociales hasta el lugar más apartado de la entidad. Hubo quienes subieron fotografías nocturnas del hombre lobo atravesando una calle o sobre la cúpula de la iglesia principal.

―Ese hombre lobo no nos dejó dormir toda la noche ―escuchó don Ranulfo en el camión, con su costal de cacahuates rumbo a la capital, a media hora de Coita. No lo había creído cuando sus dos hijos, con el teléfono en mano, le habían comentado horas antes de la noticia.

La nota fue tan legítima y oportuna en este tiempo moderno de pandemia que los reflectores de los medios nacionales se dirigieron al pueblo. Hubo quienes declararon que era un invento del gobierno para que la gente no saliera de sus hogares por el coronavirus que ha cobrado miles de vidas en el mundo.

Un policía local contó que apenas vio la silueta correr a toda velocidad calle abajo, escondiéndose detrás de un automóvil estacionado. Con mucho miedo, adelantó dos pasos, y el hombre lobo saltó hacia los matorrales de un terreno baldío.

Y así pasaron días, armando y desarmando las versiones licantrópicas, hasta que alguien dijo que un habitante había puesto una bocina de buen alcance para reproducir a media noche el aullido del lobo, sin que se supieran los motivos de tan descabellada idea.

La veracidad de la existencia del hombre lobo recobró fuerza cuando comenzó a correr el rumor de que alguien le había puesto polvorones de sal sobre la piel abandonada en la montaña, para que el brujo o nahual no regresara a su humanidad original, como secreto de los viejos de antes.

Fue entonces cuando muchos comenzaron a atemorizarse más, otros hacían bromas como doña Celerina que a partir de esa noche le dice a su nieto: “hay viene el lobo” para que se duerma, pero el niño de dos años se ríe en lugar de cerrar los ojos.

En casi todos los hogares de México, en la televisión y la radio, el hombre lobo es tema de conversación y desconcierto para quienes lo escuchan por primera vez, como don Tomás, del barrio El Bohío, en Coita, quien dice que también existe la leyenda del monumento del Mahoma que baja todas las noches de su pedestal para bailar en medio bulevar, en la entrada del pueblo.

―Eso del hombre lobo no es nada ―dice don Tomás, sentado en su banqueta. A mi casa todas las noches entra un hombre grande, me levanta de la cama hasta tener mi rostro frente al techo de lámina, en posición horizontal. No le hago caso, ya me acostumbré. Ríe.

Ayer yo estuve en Coita y la gente está desbarajustada. Ahora hay quienes dicen que por las noches se escuchan los aullidos cerca del panteón La Pitaya, otros en el barrio San Bernabé, en la Cruz Blanca. Unos dicen que el hombre lobo vino de la comunidad de Ocuilapa, otros que llegó del municipio de Berriozábal.

Trabajadores de los mototaxi se meten a descansar antes de que anochezca y otros laboran con el temor disimulado.

Betsaín, un agente de la policía local, está acostumbrado a que lo espanten. Una noche lo mandaron a cuidar en una caseta. Su compañero que estaba enfermo del estómago se fue a descansar a unos metros de ahí. Anduvo vigilando en derredor toda la madrugada cuando escuchó el grito de auxilio, fuerte y claro, de su compañero, llamándolo por su apellido. Corrió y le dio un escalofrío profundo al ver a su colega profundamente dormido.

Una noche, se le apareció un gato gigante, del tamaño de un perro de mediana estatura, en el panteón municipal que le tocó cuidar. Lo corrió a pedradas mismas que antes de lanzarlas les dibujaba una cruz imaginaria. Jamás el gato volvió a espantarlo, dice.

Don Ranulfo, un poco incrédulo, está de acuerdo con doña Celerina de dormirse temprano.

―Si es nahual ―dice― dentro de poco se sabrá qué brujo murió en el pueblo o en los pueblos vecinos. Así pasó con la cocha enfrenada que me contaba mi abuelo. Le dieron una zurra que al día siguiente el brujo amaneció muerto en su cama.

Para los crédulos e incrédulos, la respuesta es la misma.

―Yo, me quedó con el hombre lobo. Esa leyenda ya es nuestra.

La vida en vilo de un policía





Rafael Espinosa / Un día antes de que recibiera el balazo, Marco celebró en familia el cumpleaños número 11 del mayor de sus dos hijos. A la mañana siguiente, se puso el uniforme de policía, sin embargo, a diferencia de otros días, ese lunes aciago no tenía ganas de ir a trabajar. Incluso, le llamó por teléfono a su jefe.

—Deme chance —le dijo, cerca de las siete.

Pero Marco cambió de opinión al escuchar de su jefe que necesitaba apoyo, precisamente, el 24 de febrero, Día de la Bandera.

La jornada laboral parecía transcurrir sin novedad. Pero a las cinco de la tarde, cuando él y su compañero se disponían a comer en una fonda del centro de la ciudad, escucharon por la radio el llamado de un auxilio ciudadano. Dejaron los tacos intactos y salieron corriendo al apoyo.

Era un par de personas que discutían la posesión de un teléfono celular, en la 1a Sur y 2a Oriente. Lograron que las partes conciliaran y estaban pensando nuevamente dónde comer cuando se activó la alarma de un robo a comercio, a unas cuadras de ahí.

A decir verdad, Marco estaba desganado, quizá por la hora de la tarde o porque simplemente tenía un presentimiento que no quiso externar en el momento.

—Pos, ya vi que tú tienes ganas de ir —le dijo a su camarada—; pues… vamos!

José Luis tomó el mando de la motopatrulla y él se trepó en la parte posterior.

En la Avenida Central vio que otras motopatrullas de la Policía Fuerza Ciudadana también se habían activado e iban rumbo a la dirección del asalto. Creía que otros agentes llegarían primero, por eso se dio tiempo de hablar por teléfono con su esposa, a través del manos libres.

En la 2a Norte, entre 3a y 4a Poniente, vieron a un hombre con un maletín en la mano que al notar la presencia policiaca había comenzado a correr. Marco se apeó de la unidad casi en movimiento, mientras que su compañero decidió alcanzarlo en la motopatrulla.

Casi en la esquina de la 4a Poniente, el delincuente sacó una pistola apuntándole a José Luis.

—Ya te cargó la chingada —soltó el malandrín al tiempo en que comenzó a disparar.

José Luis no supo cómo bajó de la moto ocultándose en unos árboles, en tanto que Marco corría con pistola en ristre sobre la banqueta. Marco hizo algunos disparos sin que ninguno diera en el blanco. Su compañero que estaba más cerca tampoco pudo asestarle.

De pronto, Marco sintió algo caliente que le penetró el brazo derecho y al mismo tiempo perdió la fuerza del mismo. Se parapetó en unas escaleras en medio del fuego cruzado.

***

Su esposa que aún lo tenía en línea, apenas escuchó de Marco: ¡Me dieron, me dieron!

—¿Qué te dieron? —le preguntó asustada.

—Un balazo —alcanzó a decirle y colgó.

Casi muerta por la preocupación, su esposa intentó marcarle sin que nadie contestara. No sabía qué hacer desde su casa, no quiso decirle a su suegra y tampoco a sus niños para no afligirlos, sin embargo, por dentro se aguantaba sintiendo y pensando lo peor.

Minutos más tarde, cuando estaba alistándose para salir a quién sabe donde, porque aún no sabía donde estaba su esposo, recibió una llamada:

—¿Es usted esposa de don Marcos?

—¡¡Sí!! —repuso dominada por la angustia—; ¡¡Cómo está él!!

—Cálmese. Está bien, señora. Recibió un balazo en el brazo, pero está consciente, al parecer no es una herida de gravedad.

Cuando Marco se dio cuenta de que estuvo a unos centímetros de la muerte, en caso de que la bala le hubiera penetrado la cabeza o el corazón, sólo entonces, tirado en la banqueta, sintió un deseo inquebrantable de ver a su esposa y a sus dos hijos pequeños.

***

—¡Síguelo! —le dijo a su compañero, más con rabia que miedo. José Luis apenas dio unos pasos, titubeó, y al fin decidió regresar para ayudarlo. Minutos después llegó la ambulancia.

Dicen que el ladrón huyó con pistola en mano, de modo que otro motopatrullero que lo topó, dobló en la esquina más próxima para no arriesgarse. El compinche fue arrestado en la 7a Poniente y 3a Norte, a una cuadra de la clínica podológica que habían asaltado.

En los ocho años que estuvo en las filas del Ejército Mexicano, destacamentado en distintos estados del país, en medio de fragorosos tiroteos, Marco nunca fue herido de bala.

De los ocho años que lleva como policía en la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana, hace dos le fracturaron el tobillo izquierdo al ser atacado por unos malandrines que consumían marihuana.

Esa vez, varios compañeros se anotaron para cubrir el auxilio, sin embargo, esa noche, sólo él y otro compañero asistieron.

***

Estuvo ocho días internado. Ayer hizo un mes de andar con la bala en el brazo, este miércoles lo intervendrán para extraérsela.

—Gracias a Dios esa bala fue para mí, de lo contrario le hubiera atravesado el cráneo a mi compañero que había pasado corriendo ante mí un segundo antes —puntualiza.

Foto 1: El ladrón con la pistola.
Foto 2: Marco, en el hospital.


Cuidado, perros rabiosos en Copoya





Rafael Espinosa / Cada vez que doña Maricruz sale del trabajo lo primero que viene a su mente son los perros gregarios.

Siente escalofrío cuando recuerda al perro que la mordió aquella tarde de febrero del 2019.

Ese día había salido del domicilio donde trabaja de ayudar a una familia en los quehaceres del hogar, en el ejido Copoya.

Tenía que caminar varias cuadras solitarias hasta la orilla de la carretera para tomar el colectivo que la llevaría a su casa, en Tuxtla Gutiérrez, a 15 minutos de ahí.

Durante ocho años había hecho esa rutina, dos veces al día. A las nueve de la mañana a la hora que entra y a las cinco de la tarde a la hora que sale. Literalmente toreaba a la manada de perros sin más preocupaciones que las domésticas de su propio hogar.

Sin embargo, esa vez, desprevenidamente, un perro le clavó los colmillos en la pantorrilla izquierda. Intentó librarse con regaños y sacudiendo su pierna hasta quedar paralizada del susto, mientras los perros huyeron mirándola de reojo.

Contra las indicaciones médicas, no quiso reposar mucho tiempo porque le preocupaba más recuperar los casi mil pesos que había gastado en la consulta y medicinas.

Desde esa vez, cambió su ruta temporalmente, decidió evitar la calle 7ª Sur y 9ª Oriente, para que los perros no la atacaran nuevamente.

En el lapso de un año, escuchó que la manada había hecho otros ataques, entre ellos a un muchacho que había caído de su motocicleta cuando era perseguido por los caninos. El joven logró alejarlos incorporándose con la velocidad de un gato, con piedras en las manos. Escuchó también que había matado a varios borregos y gallinas del barrio.

Hubo paz durante un tiempo en la calle de los perros, de tal manera que doña Maricruz recobró la confianza y superó el miedo.

Regresó a su ruta habitual, no obstante, el jueves 13 de febrero de 2020, un año después, nuevamente fue atacada.

Eran las cinco de la tarde. Apenas vio de reojo al perro que se acercaba mostrando sus colmillos. Se dio la vuelta, aterrada, recogió unas piedras y gritó pidiendo ayuda a un joven que en ese momento entraba a su domicilio. Los perros retrocedieron y se dispersaron despavoridos.

Ese día, doña Maricruz, de 45 años, llegó asustadísima a su casa jurando haber sentido los colmillos en su pierna, sin embargo, su hijo tuvo que tranquilizarla para que no fuera al médico porque no había ninguna herida, salvo el pantalón que estaba rasgado.

Al siguiente día, corrió a quejarse con el comisariado ejidal quien le dijo que le enviara fotos de los perros y que pronto atendería el asunto, pero ya pasó casi un mes y los perros continúan acosando a los habitantes del ejido, en la zona alta del sur de la ciudad.

Nadie se dice ser dueño de los perros, los cuales también intentaron atacar a la hermana y a la cuñada de doña Maricruz quienes la apoyan en el trabajo un par de días a la semana.

Ahora, a veces doña Maricruz ajusta su dinero para pagarle a un mototaxi que la lleve y la traiga de su trabajo hasta la orilla de la carretera. Otras veces tiene que rodear a pie varias manzanas sin que ninguna autoridad haga algo.

—Ojalá que el Ayuntamiento tome cartas en el asunto —anhela preocupada—; porque por esa calle transitan muchos niños que van a una escuela cercana.

Dice que su mayor temor es que esos perros sigan reproduciéndose y aumente el riesgo de que ataquen a más personas, y lo peor, agrega, es que haya un brote de rabia.

El héroe que salvó a la abuela



Rafael Espinosa | Aquel mediodía del viernes, William se encontraba acostado en su cama viendo la televisión. Había planeado descansar un rato para después segar el monte de su patio. Era un día normal, sin embargo, se encontraba preocupado porque tenía una semana sin encontrar trabajo.

Su hermana cruzaba el amplio patio con la intención de ir a comprar a la tienda de enfrente. De pronto, a la mitad del terreno enmontado, se dio la vuelta y corrió hasta llegar a la recámara de William.

―Ve apoyar a doña Mary; lo están mordiendo los perros ―le dijo afligida.

William se incorporó de un salto y salió a la calle. Vio que en el patio vecino dos perros pitbull sacudían con sus mandíbulas a doña Mary, de 52 años.

Varios albañiles, detrás del corral, por miedo a ser atacados, intentaban con herramientas de trabajo desprender a los perros. No obstante, William, sin pensarlo tanto, le quitó la coa a uno de ellos, brincó el cerco y golpeó varias veces el cuerpo de Kika y Vikingo.

El escenario era aterrador. Doña Mary sangraba del muslo derecho, de los hombros y el rostro. Sus nietos, de 3 y 5 años, lloraban inconsolables en el patio. Los perros atolondrados por los golpes comenzaron a cejarse.

Más tarde, llegó la policía y la ambulancia, cuando William tenía encerrados en un cuarto a los perros y una multitud de vecinos se arremolinaban en la calle.

***

Ese día, doña Mary estaba con dos de sus nietos. El resto de la familia había salido por diversos motivos. Los perros, Kika y Vikingo, estaban nerviosos porque en la calle había un movimiento inusual de albañiles y de carros por unas casas que construye una promotora de viviendas.

Cuando Kika se escapó a través de una rendija, Don Ruma Periodistaa Mary la llamó desde la puerta hasta que entró nuevamente. Sin embargo, Vikingo estaba furioso, quería salir, de tal manera que de repente saltó sobre el cuerpo de ella.

―Ya no se sentía tan amigable ―dice―, Vikingo estaba como que si estuviera reprimiendo su rabia.

Doña Mary decidió retenerlo de las patas delanteras en su pecho, porque los niños estaban cerca, solo entonces el perro comenzó a atacarla; luego se sumó Kika contra su pierna.

Los perros siempre estuvieron sueltos en el patio para no estresarlos teniéndolos amarrados. Su hijo los había adoptado desde cachorros. Tanto ella como su hijo les daban de comer sin que hubiera antecedentes de ataques previos.

―No sé cómo ocurrió todo ―cuenta doña Mary en casa de un familiar, aún convaleciente de las heridas. Le doy gracias a Dios que estoy bien y al muchacho que me salvó.

Actualmente, Kika y Vikingo están amarrados en un terreno vecino en espera de que personal del Ayuntamiento capitalino llegue por ellos, como acordaron con la familia.

***

Este miércoles, seis días después del ataque, William, de 18 años, ya tiene trabajo. Es peón de albañil. Son las siete de la noche y aún no regresa a casa. Vive a una cuadra de donde termina la ciudad, de lado norte, en la colonia Las Granjas.

De repente, aparece acompañado de unos señores albañiles, trepando con dificultad una calle barrancosa, agobiado por la caminata y el trabajo.

Algunos vecinos lo llaman el héroe de la colonia.

―No, cómo cree, simplemente hice lo que pude ―dice, risueño.

Nota: Los hechos ocurrieron el viernes 17 de enero.

Breve historia de La Coqui





Rafael Espinosa | Antes de que cerrara los ojos para siempre, se le escurrieron las lágrimas al escuchar la voz de su madre por el teléfono. Jorge Hernández Jiménez estaba en el hospital sin poder hablar y sin moverse.

―Hijo, te vas a poner bien, primeramente Dios ―le decía su madre de 83 años, desde casa, a través del teléfono de una de sus hijas.

Jorge sentía lo que su madre le decía, porque las líneas y los sonidos de los aparatos médicos se reactivaban cada vez que ella le hablaba.

Todo fue tan rápido. El martes ingresó al hospital público y durante la madrugada del miércoles los doctores anunciaron su muerte.

Elizabeth, su hermana, había salido a conseguir dinero para comprar medicamentos, sin embargo, cuando regresó Jorge estaba muy grave y era innecesario suministrárselas, dijeron los doctores. Su hermana mayor, Mary, estuvo cuidándolo, mientras que la tercera hermana, Lupita, se encargó de mamá, en casa, porque se había sentido mal cuando la ambulancia llegó por Jorge.

Bastaron unas cuantas horas para que el fallecimiento de “La Coqui” corriera como reguero de pólvora en la colonia y las redes sociales.

―¡Cómo!... ¿La Coqui? Si apenas la vi ayer ―se contaban los vecinos en el barrio Niño de Atocha.

Aquel niño que cargaba las bolsas de las señoras en el mercado a cambio de una propina, había muerto a los 54 años. Desde niño apoyó a su mamá, porque su padre los abandonó. A los 18 dejó la escuela y se aventuró como mesero hasta los últimos días de su vida.

“La Colocha”, como también lo conocían, era un mesero de grueso rímel, cejas marcadas, un copete esponjado y un eterno delantal azul. En días inhábiles o de descanso, los vecinos lo veían entrar y salir de su casa con una “morraleta” llena de cervezas, casi siempre con el glamur vigente, dicen.

Trabajó más 30 años en “Las Laminitas”, un botanero a dos cuadras de su casa, donde después de un tiempo llegó a tener tanta fama que atendía un área exclusiva de clientes.

También estuvo cinco años más en “Coutiños”, otro restaurante familiar cercano, donde en últimas fechas le negaron su liquidación y tampoco le dieron su aguinaldo proporcional, dice su hermana, Mary.

Días antes de su muerte se le hincharon los pies y aunque no sentía dolores se fatigaba al caminar. No acostumbraba a quejarse y ocultaba sus malestares, principalmente, frente a su madre con quien vivió toda su vida y quien era su mayor preocupación.

―Era la alegría de la casa, preparaba botanas, tomaba y bailaba en la sala ―lo recuerda Elizabeth, su hermana.

―Quizá ese recuerdo tienen todos los tuxtlecos que lo conocieron, porque era dicharachero y amiguero; “era un regalado” ―asiente su hermana, Mary.

A veces decía: ¡ahorita vengo! Se iba al mercado y traía pescado, camarones, jaiba, patita de puerco, cervezas, y comenzaba a preparar botanas.

―Hijo, no malgastes tu dinero ―le decía su madre.

―¡Ay, mamá!, el dinero se hizo para gastar.

Comía las botanas con sus hermanas o las llevaba con los amigos.

Tenía unos 15 días desempleado porque habían cerrado el restaurante donde trabajaba.

El lunes, la última vez que salió a la calle a buscar trabajo, regresó más fatigado que de costumbre. Se acostó en la cama tratando de esconder sus dolores a su mamá.

Al día siguiente, con un esfuerzo supremo, se levantó para ir al baño y sólo entonces se percató que había hecho sangre. Llegaron sus hermanas a verlo y le dijeron que lo llevarían al hospital. No quería. Estuvieron insistiéndole hasta que llegó la ambulancia a la que se subió caminando sin que nadie se imaginara que al otro día regresaría muerto.

Cirrosis fue la causa de su muerte.

Es posible que toda la vida haya tomado, sin embargo, “como siempre andaba de aquí para allá, repartiendo botanas y cervezas, no se le notaba”, dice uno de sus familiares.

Cuando la noticia de su muerte circuló en las redes sociales, mucha gente confirmó el deceso con la familia. Muchos apoyaron en el velorio donde llegó gente de distintos puntos de la ciudad.

Hoy, con La Coqui o La Colocha, “no muere una persona, nace una leyenda” cuyas risas, bailes y botanas, quedarán en la memoria de quienes tuvieron la dicha de conocerlo.