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lunes, 19 de febrero de 2018

Sandra continúa desaparecida




Rafael Espinosa: 
Desde aquel noviembre caluroso, doña Cristina no ha dejado de llorar en los momentos en los que recuerda a su hija desaparecida. Cuando sale de casa mira hacia todos lados y en ocasiones imagina ver a su Sandra, la persigue, y vuelve a hundirse en su desgracia cuando se da cuenta de que no es hija suya. Por las noches se hinca a rezar pidiéndole a Dios que Sandra vuelva con bien a casa. El 26 de febrero se cumplen tres meses que la joven desapareció.
Aquel domingo por la mañana Sandra salió de su domicilio en la colonia Condesa, al norte poniente de la capital chiapaneca, con sólo la ropa que traía puesta y una mochilita de asas largas al hombro. Se despidió de su hermano que a esa hora estaba en casa y a la cuadra y media de sus padres que trabajaban en una vivienda particular; su mamá de empleada doméstica y su papá de albañil. La joven dijo que iba al Parque Central como en ocasiones lo hacía y seguramente se fue caminando porque tampoco llevaba para el pasaje.
—No vayas a dilatar, hijita —le dijo su padre al despedirse.
—No papi —.
Fueron las últimas palabras que escucharon sus padres.
Sandra había terminado la preparatoria tres años antes y actualmente trabajaba en una tienda del centro para contribuir con los gastos domésticos.

A los tres días de su desaparición, doña Cristina llegó llorando a la Fiscalía para Mujeres donde le dijeron que se despreocupara, que el caso tenía poco tiempo, “si supiera usted, aquí hay personas que llevan dos años desaparecidas; además, no tenemos unidades para movernos y mucho menos combustible, no se preocupe se va usted a enfermar”, le contestaron.
—¿Qué edad tiene su hija —le preguntaron.
—22 años —repuso desconsolada doña Cristina.
—Ah! —le respondieron con cierta indiferencia—; a esa edad ya saben lo que hacen.
Sandra cumplió los 23 el 4 de febrero, el primer cumpleaños que pasa fuera de casa.
La desaparición de Sandra quedó registrada —cuenta doña Cristina entre suspiros—, aunque su fotografía no aparece en la base de datos de Alerta Amber de la Fiscalía General de Justicia.
En sus ratos libres, doña Cristina alisa su vestido y sale desesperada a investigar por su cuenta. A veces se queda con las ganas y se sienta a llorar, porque no tiene para los pasajes. Ni las amigas ni los conocidos tampoco saben que rumbo haya tomado o quién se la haya llevado.
Durante los primeros días de la desaparición, los hermanos feligreses de doña Cristina instalaron provisionalmente la iglesia en su humilde casa e hicieron una jornada de oraciones rogándole a Dios que Sandra esté sana y salva.
Con el poco dinero que gana ella y su esposo, han impreso en hojas la búsqueda de Sandra y las han pegado en distintos puntos de la ciudad.
Cuando camina por la calle de la colonia Condesa, le preguntan por alguna noticia de su hija y ella nomás niega con la cabeza y se pone a llorar.
—Creo que se la tragó la tierra —contesta limpiándose las lágrimas.

martes, 13 de febrero de 2018

Maltrato en jardín de niños



Rafael Espinosa: 

Una madre de familia denunció a la directora del Jardín de Niños “Fernando Montes de Oca”, de la colonia Adonahí, en Tuxtla Gutiérrez, Eugenia Lilly Balbuena Sibaja, debido a que mantuvo por espacio de dos horas en el baño a un niño que se había hecho popó sin que le avisara a los padres.

Alrededor de las 10 de la mañana de este lunes 22 de enero, el niño —de cuatro años— pidió permiso para ir al baño; sin embargo, no alcanzó a llegar, motivo por el cual se hizo popó en su ropita y manchó la pared y el piso del baño.

Al notar que el niño no regresaba, su maestra fue a verlo y lo encontró en tales condiciones. Le avisó a la directora, Eugenia Lilly, para que le informaran a la mamá, debido a que las maestras tienen prohibido usar sus teléfonos celulares en horas de clases y el teléfono de la institución no tiene línea porque no han pagado.

Fue así que la directora le dijo a la maestra que saliera a la calle para buscar o pedir favor que localizaran a una madre de familia del salón y le dijeran a doña Elizabeth Zúñiga que su niño se había hecho popó.

Ya había pasado más de una hora y el niño seguía encerrado en el baño.

Cuando la madre llegó eran casi las doce del día. Encontró a su niño aún en el baño, mientras sus compañeritos estaban parados en la puerta y se reían de él.

Antes de que doña Elizabeth cambiara de ropa a su hijo, la directora Eugenia Lilly Balbuena le ordenó que lavara el piso y la pared del baño, incluso le dijo a la intendente que le diera una cubeta y jabón para que doña Elizabeth hiciera lo que le había ordenado.

No obstante, no había jabón, por lo que la señora Elizabeth tuvo que lavar con sus manos y con pura agua las paredes y el piso del baño.

La mamá lavó a su hijo, lo cambió de ropa y firmó un documento de autorización a la maestra para que lo pudiera llevar a casa.

En este momento, el niño se quejaba de hambre y dolor de cabeza, puesto que ya había pasado la hora del refrigerio y no le habían dado de comer, denunció la madre de familia quien añadió que su hijo ya tenía bastante rosadas sus pompitas.

Es importante recordar que hace unos meses un padre de familia se robó 80 mil pesos, más o menos, de la cuota de padres de familia, sin que nadie haya intervenido.

Recientemente, una madre de familia, presuntamente la presidenta del Comité de Padres de Familia, en contubernio con la directora Balbuena Sibaja, también desapareció una cantidad equivalente a la primera, producto de la cuota de padres de familia.

Ante esta situación, los papás y las mamás del Jardín de Niños “Fernando Montes de Oca”, indignados por lo que acaba de suceder y por los frecuentes saqueos de los recursos, piden a las autoridades educativas, particularmente a la Secretaría de Educación, que investiguen el caso y castiguen a los responsables.

Por unos tenis


Rafael Espinosa:

Ayer mi madre me dijo: ten 300 pesos y vete a comprar unos tenis. Ya se los venía pidiendo desde hace unas semanas. Salí de mi casa contento pensando en el "clon" de alguna marca famosa; Adidas, Nike o Pumas. Andaba todo frustrado en los escaparates de Plaza Cristal porque veía puros originales de 800 hasta mil 500. Me dije: Nel, no es por acá la cosa; mejor me voy al mercado Díaz Ordaz. Antes de subirme al colectivo se me acercó un guey y me ofreció un IPhone justo en la cantidad que me había dado mi madre. Desde cuando anhelaba un celular de esos. Pero, me dije, que tal no sirve o es robado y lo rastrean y ya valí grillo. No gracias, carnal, no traigo lana, le dije. Subí al colectivo que por cierto iba hasta el copete; en el asiento de siete iban seis bien apretados, por lo que tuve que asentar una nalga en un pedacito de asiento y la otra quedó al aire, empujándome hacia adentro con el pasamanos para no resbalar. El chofer llevaba una cumbia en el estéreo y en los semáforos se ponía a cotorrear con sus compas de otras rutas. Dije yo, este guey como no se apura, si viera como voy, haciendo presión con las puntas de los pies para no salir volando de este asiento. Al fin se bajaron algunos estudiantes y el espacio quedó más cómodo. De pronto, sentí que la chavita que estaba a mi lado (por cierto más tarde la vi bien y estaba muy muy guapa), se movía como si estuviera suspirando o queriéndose reír, no lo sabía porque su cabello tapaba su rostro. Luego luego vi al fin que estaba llorando y me sentí incómodo sin saber qué hacer. Cuando el colectivo fue quedándose semivacío me atreví a preguntarle qué le pasaba y si podía ayudarla en algo. Después de un momento de silencio me contestó: No, gracias. Uta, hay seguís de ofrecido, me dije, ya ni pedo que se la cargue el payaso. Antes de llegar a la terminal volví a insistirle, porque estos momentos son fundamentales, dijera mi maestro de química. En serio, puedo ayudarte en algo; me llamo Felipe, agregué sin voltear a verla, total sabía que me iba mandar al carajo. De repente escuché: me llamo Margot. Al mismo tiempo se limpiaba sus últimas lágrimas. Margot me contó que sus padres la había corrido de su casa, porque descubrieron que estaba embarazada. En qué pedo te veniste a meter, pensé mientras ella platicaba. La verdad yo siempre he tenido corazón de pollo, como que soy muy sensible. Le dije acompáñame a comprar unos zapatos mientras platicamos, ella accedió de buena manera, total no tenía a dónde ir. En las tiendas del mercado Díaz Ordaz había tenis clonados como arroz. Ven le dije a la Margot, en medio de aquel gentío, tomándole la mano al entrar a un local. Ella me ayudó a escoger unos tenis negros que estaban de perlas y que costaba justo lo que me había dado mi madre, pero al momento de meter la mano en la bolsa me di cuenta de que no tenía el dinero y sólo entonces me acordé del tipo que me ofreció el celular, quien seguramente me bajó la lana cuando me abrazó diciéndome que me conocía. Ya no señorita, le dije acontecido a la joven del mostrador. ¿Y ahora qué hago?, me dije, sin lana, sin tenis y con una vieja embarazada, pues ya le había ofrecido posada por unos días en mi casa, aunque tenía que convencer a mi madre, porque mi padre anda trabajando fuera. Lo bueno es que a Margot no se le notaba mucho la pancita. Ni para el pasaje me quedó, así que nos fuimos caminando y platicando hasta mi casa que se ubica en la Patria Nueva. Al llegar le dije a Margot espérame tantito aquí afuera. Apenas entré y mi mamá me preguntó por los tenis. Ya le expliqué lo que había sucedido, por lo que se enfureció un poco pero se enfureció más cuando le conté sobre Margot. ¿Cómo crees?, ¿estás loco o qué te pasa?. Le dije son unos días nada más, además te he escuchado decir que donde comen tres comen cuatro. Al fin después de media hora logré convencerla. Pero sólo tres días, he, me advirtió. Desde el primer día Margot se portó muy servicial que mi madre le dio chance de quedarse semanas y meses. Quién iba pensar que mi madre iba a convencer después a mi padre para que Margot se quedara más tiempo. A la semana que la conocí iniciamos una relación más que de amistad. Hasta hoy llevamos año y medio juntos, la nena tiene un año y gatea contenta en toda la sala; Margot está embarazada otra vez. Como podrán imaginar ya no seguí estudiando, le ayudo a mi padre en su taller de balconería. Les hice creer a mis padres que la nena es mía y están felices estrenándose como abuelos. Bien decía mi madre que los hijos de sus hijas sus nietos serán pero los hijos de sus hijos en duda estarán.

Juvenal



Rafael Espinosa:


Hace dos décadas Jardines del Norte comenzó a poblarse de gente de todo tipo y de todos lados. Las casas, en su mayoría, eran de paredes de nailon y techos de cartón. Era una invasión con calles pedregosas, promontorios de tierra, maleza y sin servicios básicos. Los habitantes poco a poco se iban conociendo unos con otros, sin embargo, hubo algunos que con sólo verse demostraban discordia. De este modo fue que surgió una tragedia. 

Un día, Juvenal, velador de oficio, encontró su choza sin techo y algunos muebles que tenía en ella tampoco estaban. Se rascó la cabeza y observó hacia los lados tratando de encontrar alguna pista. Trabajaba de noche y al amanecer se le veía llegar uniformado, con botas, mochila y gorra. A esa hora pudo más el sueño que su coraje de modo que resolvió instalar pedazos de cartón sobre su camastro y durmió placenteramente. El calor mortificante de las dos de la tarde lo despertó. Se levantó y fue a la cocina sin encontrar rastros de la despensa. Se dirigió a la tienda de la esquina, cuyos estantes estaban semivacíos, pidió galletas y café a través del postigo. Pagó con un billete y al recibir el vuelto, sin perder la calma, le informó a la tendera que le habían robado.

—Ay, Dios, aquí en un descuido le roban a uno —soltó, penosamente, la señora regordeta.

Juvenal sabía que desde el primer momento en que llegó a este cerro hizo malas migas con los vecinos de la cuadra siguiente. No obstante, viniendo de un lugar lejano, sin parientes en la ciudad y sin dinero, no tenía otra opción que aguantarse. Sabía también que muchas familias estaban abandonando los terrenos, porque perdían más de lo ganaban en la semana. 
De vuelta a su choza se topó a un niño que a juzgar por su uniforme y mochila parecía que iba a la escuela ubicada en la colonia próxima.

—¿Le robaron? —le preguntó el niño, inocentemente, con los pulgares en las asas de la mochila que llevaba en la espalda.

Juvenal se detuvo sin demostrar asombro.

—Así es, amigo —contestó con serenidad—; pero nadie vio nada.

Acomodándose la mochila a cada instante, posiblemente por el peso de los libros, el niño le contó que al amanecer, cuando acompañaba a su madre a vender arroz con leche en el mercado, vio a unos hombres que sacaban de su choza las láminas y los muebles. Después los metían en la casa de la cuadra siguiente, pero su madre le había ordenado que se mantuviera callado.

—No has visto nada, hijo —le dijo su madre que llevaba una cubeta en la cabeza—; no quiero problemas.

Juvenal escuchó al menor demostrando desinterés y resignación para luego decirle que continuara su camino antes de que se le hiciera tarde. El pequeño continuó su ruta empolvándose los zapatos al patear las piedras sueltas de la calle. Juvenal, por su parte, entró a su choza, se preparó café y comió las galletas con tranquilidad, pensando el tratamiento que le daría al problema. Terminó de comer, dio un suspiro profundo y se dirigió a la chabola donde vivían los responsables del robo. Atravesó la maleza y al entrar al patio sin corral, vio sus láminas amontonadas y algunos de sus muebles arrinconados. Dentro se escuchaba música a todo volumen y un bullicio de cantina. Se paró y decidió saludar con un buenas tardes desde el patio. Después de tres intentos al fin salió un joven con los ojos brillosos y el cuerpo lleno de tatuajes desdibujados.

—¿Qué quieres, guarro? —soltó con signos evidentes de ebriedad.

—¿Está tu papá? —inquirió Juvenal, vacilante de su empresa y al mismo tiempo empinándose un poco, buscando con la vista al padre de familia.

De pronto, se apagó el reproductor de baterías y salió un hombre de bigotes, sin camisa y ebrio igual que el primero. Juvenal desconocía si este era el padre de familia, sin embargo, no le quedó de otra que decir lo que había planeado cuando tomaba el café y comía las galletas.

—Señor, estas son mis cosas —dijo con cierto temor y respeto, señalando sus muebles y las láminas tiradas en el patio.

—Están en mi casa y por lo tanto son mías —respondió enérgicamente—; así que vete a chingar a tu madre.

Al momento salieron tres hombres más. Fue entonces cuando Juvenal comenzó a caminar hacia atrás, luego se dio la vuelta para echarse a correr y meterse a su galera. Los cinco sujetos se detuvieron a cierta distancia entre la maleza de la brecha y lanzando improperios comenzaron a tirarle piedras, mientras que Juvenal se escondió debajo de su camastro. Tras unos minutos volvió la calma. Juvenal salió del escondite, vio a través de las rendijas que los malhechores se habían retirado. Nunca había sentido el corazón tan aterrorizado y temblaba de coraje. Abrió su mochila y sacó una hermosa pistola niquelada que le había regalado su padre. Se echó la mochila al hombro y pistola en mano salió decidido rumbo a sus enemigos. Entró a la chabola sin decir palabra y descargó el revólver cuyos truenos retumbaron en el cerro. A uno le dio un balazo en el pecho, a otro la bala le entró por la nariz, el tercero lo recibió en la clavícula, el cuarto en el abdomen y uno más salió corriendo incólume. El sonido de la música se mezcló con los gritos de dolor. Nadie de los que habitaban las pocas casas salió a investigar; al contrario, cerraron las improvisadas puertas y ventanas. Juvenal, impaciente por lo que había hecho, metió la pistola en la mochila y corrió despavorido hacia la montaña sin que hasta hoy se conozca su paradero. De los otros, el que recibió el disparo en el corazón murió instantáneamente; el segundo aún tiene alojada la bala entre el tabique nasal y el pómulo; el tercero y el cuarto escaparon del hospital una vez curados.

Semanas después de la tragedia, los sobrevivientes compraron pistolas y cegados por la venganza, el coraje y las drogas, mataron a varios inocentes e hirieron a muchos más, en la loca búsqueda de Juvenal. Durante días estuvieron cazándolo frente a su trabajo, sin embargo, Juvenal jamás volvió a presentarse.

Una mañana, a la hora del desayuno, la mujer espetó a su hijo:

—¿Le dijiste a don Juvenal, verdad? —.

El niño nomás esbozó una sonrisita maliciosa.


El arte de embalsamar cuerpos


Rafael Espinosa: 

Sin temor ni repugnancia, Fernando desviste el cuerpo inerte y lo baña como si se tratara de un muñeco de plástico. Le da vueltas sobre la plancha fría hasta dejarlo quieto. Saca su caja de herramientas y, con la delicadeza más cercana a la de un cirujano, comienza a romper la piel del difunto. Escarba hasta encontrar la vena safena, a través de la cual, introduce el preinyector para lavar las arterias del hombre de 45 años que ha muerto de cirrosis hace unas horas. Después le aplica un conservador para que no despida olores fétidos mientras se realizan las honras fúnebres.
A sus 32 años, Fernando se ha dedicado a preparar cuerpos casi la mitad de su vida. Su hazaña más presente es cuando embalsamó 14 personas de un accidente entre dos autobuses en el municipio de Cintalapa.
Esa vez, recuerda, trabajó 24 horas sin descanso con pinzas, bisturí, separadores, agujas y demás material de curación, para entregar cuerpo tras cuerpo como si tratara de charolas de panes calientes. El trabajo que más le costó fue la articulación de la cabeza y un brazo al resto de un cuerpo, pues se lo habían llevado desbaratado dentro de una bolsa de plástico.
En esa ocasión también descubrió que la tarea que más le agrada es la de reconstruir cuerpos, dado a que aparte de acomodarle el brazo y la cabeza a la dama, le suturó la oreja, los cortes en el rostro, y la maquilló; la dejó tal como estaba en la fotografía que le llevaron. Es la única vez que ha recibido la mejor propina en toda su vida por parte de los familiares de una víctima: cinco mil pesos.
Los cadáveres que menos le gusta atender es el de los niños, con ellos siente el mismo sentimiento de dolor y tristeza que cuando abrió un cuerpo por primera vez, hace 14 años.
-Este oficio no es para cualquiera -dice esbozando una sonrisa, mientras trabaja.
Hace unos años un joven decidió ayudarlo pero se fue el mismo día en que empezó a trabajar.
—¡Detenme esto! —le dijo Fernando—, entregándole la cabeza suelta de un difunto.
El muchacho arrugó la cara conteniendo su repugnancia, luego le ordenó que fuera por un material al almacén y jamás lo volvió a ver. Pasaron las horas y tuvo que salir a buscarlo y decirle al patrón que el joven había desaparecido. El patrón le habló por teléfono y aquél le contestó: Ya no voy a volver patrón.
—¿Por qué? —.
—Porque no —.
El joven, quien anteriormente era vigilante, nunca había visto un decapitado y mucho menos había detenido una cabeza entre sus manos.
—¿Y tus cosas? —le cuestionó el patrón.
—Hay que le quede —repuso el efímero ayudante.
Fernando Sánchez se involucró en este oficio un día después de su boda, cuando su tío político supo que estaba desempleado. Inició en un mausoleo de la capital chiapaneca, donde cremaba cuerpos a más de dos mil grados centígrados, sin embargo, tres años después tuvo que retirarse porque el calor del horno lo estaba dejando sin cejas.
Ahora, como empleado de una funeraria, busca muertos en los hospitales, y en las calles a quienes murieron de forma violenta, ganándose la vida vendiendo ataúdes y preparando cuerpos, mediante una comisión.
Con guantes y equipos especiales, Fernando sutura la pierna derecha del cadáver después de la preparación que le llevó casi dos horas. Le pone los calcetines, el pantalón y la camisa, así como otros efectos personales para luego introducirlo al ataúd y llevarlo con los dolientes.
Este embalsamamiento estuvo fácil, dice, porque fue por muerte natural y no hay que abrir tanto el cuerpo, pues hay veces que me traen unos en estado de putrefacción cuyos gusanos salen hasta por los oídos.
Los que son por muerte violenta son abiertos y costurados desde la garganta hasta la parte baja del abdomen por parte del personal del Servicio Médico Forense para efectos de investigaciones criminalísticas, por lo que nosotros, explica, tenemos que abrirlo nuevamente para tapar las arterias que fueron abiertas durante la exploración y evitar que los líquidos balsámicos se derramen.
De este modo, Fernando —oriundo de la ribera Chiapa de Corzo—, se gana la vida para que nada le falte en su hogar donde vive con su esposa y sus tres hijos.
Todos los días come y duerme placenteramente; ya nada le quita el sueño.

Pasión por la espeleología



•El paramédico y espeleólogo que quizá le haya salvado la vida y no lo conocía

Rafael Espinosa:

Lo había conocido desde hace años como paramédico voluntario de la Cruz Roja, sin saber que era uno de los espeleólogos más destacados de Chiapas. Su nombre es Salvador Rodríguez Pola, mejor conocido por sus amigos como “Pola”.
Con 28 años de experiencia ha rescatado con vida a más de 60 personas y otro tanto igual de cuerpos en barrancos, simas, cuevas y profundidades en donde no cualquiera puede y debe entrar, salvo con equipos profesionales, condición física y conocimientos en espeleosocorro, espeleobuceo, tirolesa, escalada y rescate vertical.
Durante su vida de espeleólogo ha participado en importantes salvamentos y rescates, tal es el caso del mejor deportista australiano de Saltos Base, cuyo cuerpo terminó entre los acantilados más altos del Cañón del Sumidero, en septiembre del 2006.
Trabajó, junto a rescatistas nacionales y extranjeros, aunque sin éxito, en la búsqueda de los niños que desaparecieron en una cueva de Yoshib, municipio de Chilón, en 2004.
Aquella vez, cuenta, la cueva se llenó de agua, sin embargo, llegó Erwin Samayoa hasta donde se escuchaban las voces pero los niños ya no estaban; se los había llevado el agua.
También ha salvado a extranjeros que intentaron explorar cuevas de nuestra tierra, como el caso del delegado internacional de la Cruz Roja de Canadá, en la Cueva El Chorreadero.
Salvador Pola es oriundo de Tuxtla Gutiérrez; cuando tenía 18 años residía en la Ciudad de México donde por curiosidad se interesó en el tema y hacía actividades al aire libre al formar parte de los Boy Scout. Seis años después regresó a Chiapas e incursionó en el grupo “Búsqueda, Salvamento y Rescate Aéreo” que anteriormente existía en el estado, así como en la exploración de espacios subterráneos desde los tiempos en que se usaba el carburo para alumbrarse en la oscuridad.
Conoce las profundidades de tierras chiapanecas como El Chorreadero, La Cima de Las Cotorras, La Venta, Cerro Hueco, Las Grutas de San Cristóbal, La Cueva La Chepa, El Ramillete y la Cueva del Tigre, Cima Pericos, Cueva del Higo, Puerco Espín, entre otras muchas cavidades más, aunque hace falta mucho por explorar y aprender, advierte.
Anteriormente, antes de entrar a una caverna, pedía permiso a través de una oración, sin embargo, hoy, siendo simpatizante del Movimiento Gnóstico, no cree en las cuevas encantadas, más bien cree en los peligros de vida o muerte que consisten en las condiciones climáticas, la fauna rastrera, provisiones y cosas extraordinarias que uno se puede encontrar durante el viaje.
En los lugares vírgenes, dice, puedes encontrarte restos humanos y artesanías ancestrales, cristales de diversos tipos, maravillosos materiales arqueológicos, estalactitas asombrosas, ríos subterráneos, lagos y una diversidad de cosas que nunca antes en tu vida habías visto, enfatiza. Algunos de los hallazgos que ha hecho, añade, se entregaron al Museo Regional de Antropología e Historia de la capital chiapaneca.
Por excelencia, explica apasionado en el tema, la espeleología es una actividad de exploración por encontrar especies, mantos acuíferos, entre otros objetos para su estudio científico. También es un deporte extremo en beneficio de la sociedad, para rescatar vidas y cuerpos, como el caso del espeleosocorro.
Las herramientas y el equipo son costosos, pues uno puede gastarse, dice, hasta 50 mil pesos en utilería personal, como arneses, ascensores, descensores, cuerdas, cascos, botas, gafas, lámparas, traje especial, guantes, taladro, taquetes, entre muchas necesidades, ya que es la vida misma la que se expone, remarca.
Existe un riesgo poco conocido y de consecuencias letales denominado “síndrome del arnés”, causado por quedarse suspendido en la cuerda sin movilidad, ya sea consciente o inconsciente, lo que puede ocasionar una circulación deficiente de sangre en todo el cuerpo, incluso la muerte en pocos minutos, recalca.
Entre otros peligros, te puedo mencionar las caídas de piedras, el aumento intempestivo del nivel de un río subterráneo, hipotermia e histoplasmosis (hongo causado por el guano de murciélagos que puede respirarse accidentalmente y ocasionar una patología sistémica y la muerte).
Salvador Rodríguez Pola, quien ha recibido múltiples cursos, certificaciones y reconocimientos en la materia, revela que algunos espeleólogos han sufrido alucinaciones, que escuchan voces humanas o que miran personas dentro de una cueva, producto del cansancio, fatiga y la falta de condición.
Y es que en el interior de una cueva, cuenta, pierdes la noción del tiempo, los ríos subterráneos y el aire producen ruidos semejantes a voces humanas, dice, al tiempo de recordar que aquella vez fue tanta la alucinación de un espeleólogo que tuvo que recibir tratamiento psicológico.
Entre sus mayores logros está el haber explorado, junto a otros compañeros, El río La Venta, y El Chorreadero, una cueva de tres kilómetros de longitud durante ocho horas de camino oscuro y frío.
Salvador Pola ha realizado simulacros en San Luis Potosí, Ciudad de México, entre otros estados. Además, ha compartido exploraciones y experiencias con franceses, italianos y polacos.
Desde 1995, con la especialidad en espeleología, ahora Rescate Vertical, ha capacitado a varias generaciones de especialistas y hoy cuenta con 17 compañeros certificados como Técnicos en Rescate Vertical en Ambiente Urbano.
Actualmente, Pola, de 46 años de edad, es instructor de espeleosocorro y rescate vertical en la delegación de la Cruz Roja Chiapas y sigue siendo paramédico voluntario de la misma institución en Tuxtla Gutiérrez.
Por fortuna, a mi no me ha pasado ningún incidente grave y seguiré hasta que mis fuerzas me lo permitan, puntualiza esbozando una sonrisa.