Rafael Espinosa / Cada vez que
doña Maricruz sale del trabajo lo primero que viene a su mente son los perros
gregarios.
Siente escalofrío cuando
recuerda al perro que la mordió aquella tarde de febrero del 2019.
Ese día había salido del
domicilio donde trabaja de ayudar a una familia en los quehaceres del hogar, en
el ejido Copoya.
Tenía que caminar varias cuadras
solitarias hasta la orilla de la carretera para tomar el colectivo que la
llevaría a su casa, en Tuxtla Gutiérrez, a 15 minutos de ahí.
Durante ocho años había hecho
esa rutina, dos veces al día. A las nueve de la mañana a la hora que entra y a
las cinco de la tarde a la hora que sale. Literalmente toreaba a la manada de
perros sin más preocupaciones que las domésticas de su propio hogar.
Sin embargo, esa vez,
desprevenidamente, un perro le clavó los colmillos en la pantorrilla izquierda.
Intentó librarse con regaños y sacudiendo su pierna hasta quedar paralizada del
susto, mientras los perros huyeron mirándola de reojo.
Contra las indicaciones
médicas, no quiso reposar mucho tiempo porque le preocupaba más recuperar los
casi mil pesos que había gastado en la consulta y medicinas.
Desde esa vez, cambió su ruta
temporalmente, decidió evitar la calle 7ª Sur y 9ª Oriente, para que los perros
no la atacaran nuevamente.
En el lapso de un año, escuchó
que la manada había hecho otros ataques, entre ellos a un muchacho que había
caído de su motocicleta cuando era perseguido por los caninos. El joven logró
alejarlos incorporándose con la velocidad de un gato, con piedras en las manos.
Escuchó también que había matado a varios borregos y gallinas del barrio.
Hubo paz durante un tiempo en
la calle de los perros, de tal manera que doña Maricruz recobró la confianza y
superó el miedo.
Regresó a su ruta habitual, no
obstante, el jueves 13 de febrero de 2020, un año después, nuevamente fue
atacada.
Eran las cinco de la tarde.
Apenas vio de reojo al perro que se acercaba mostrando sus colmillos. Se dio la
vuelta, aterrada, recogió unas piedras y gritó pidiendo ayuda a un joven que en
ese momento entraba a su domicilio. Los perros retrocedieron y se dispersaron despavoridos.
Ese día, doña Maricruz, de 45
años, llegó asustadísima a su casa jurando haber sentido los colmillos en su
pierna, sin embargo, su hijo tuvo que tranquilizarla para que no fuera al
médico porque no había ninguna herida, salvo el pantalón que estaba rasgado.
Al siguiente día, corrió a
quejarse con el comisariado ejidal quien le dijo que le enviara fotos de los
perros y que pronto atendería el asunto, pero ya pasó casi un mes y los perros
continúan acosando a los habitantes del ejido, en la zona alta del sur de la
ciudad.
Nadie se dice ser dueño de los
perros, los cuales también intentaron atacar a la hermana y a la cuñada de doña
Maricruz quienes la apoyan en el trabajo un par de días a la semana.
Ahora, a veces doña Maricruz
ajusta su dinero para pagarle a un mototaxi que la lleve y la traiga de su
trabajo hasta la orilla de la carretera. Otras veces tiene que rodear a pie
varias manzanas sin que ninguna autoridad haga algo.
—Ojalá que el Ayuntamiento
tome cartas en el asunto —anhela preocupada—; porque por esa calle transitan
muchos niños que van a una escuela cercana.
Dice que su mayor temor es que
esos perros sigan reproduciéndose y aumente el riesgo de que ataquen a más
personas, y lo peor, agrega, es que haya un brote de rabia.
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