Rafael Espinosa / Le dio la última calada al cigarrillo y lo arrojó con violencia al suelo. En el acto, su gallo que se mantenía sobre una pata interrumpió su chirrido prolongado. Era domingo y los cohetes en honor a Santa Candelaria producían en el cielo un fragor interminable. Tomó su giro de pelea y salió del patio de su casa rumbo a la gallera. Cuando llegó, había una centena de concurrentes, con sombreros y botas, algunos sentados en una mesa con botellas de licor, otros fumando cigarrillos y unos cuantos a la espera de su turno con sus gallos abrazados. Aquella galera de horcones y vigas cobijaba las peleas dominicales. Desde fuera se escuchaba la euforia y los corridos en los altavoces, de modo que Agustín tuvo que tocar fuerte con una piedra para que le abrieran la puerta.
--Ya
no esperaba verte por aquí –-le dijo el mesero.
--Esta
es la última pelea –-contestó Agustín.
Había
pasado la mayor parte de su vida apostando, ganando y a veces perdiendo, sin
embargo, el último año de mala racha perdió casi todo lo que tenía. Aún le
quedaba la esperanza de recuperarse con el giro que entrenó durante más de
ciento cincuenta días, haciendo uso de sus más elementales métodos de
entrenamiento. Le cortó la cresta, la papada y le dejó implume las piernas.
Todas las mañanas lo preparaba en el patio de su casa, mientras que su esposa
lo observaba desde la cocina con un gesto de negación y continuaba con sus
quehaceres.
--¡Entonces,
bienvenido! –-se alegró el mesero.
Agustín
caminó en el callejón repleto de jaulas hasta llegar en aquel ambiente intenso,
pasó a las espaldas de los parroquianos
embelesados en el ruedo y se dirigió a la mesa de registro. Luego, con el gallo
en sus brazos, se levantó un poco el sombrero y se dispuso a observar los espuelazos
del momento, como el resto. Pasaron tres tiempos para después escucharse a
través de los altoparlantes el anuncio oficial de la pelea del giro contra el
colorado, cotejando el pesaje, espuelas y amarradores. Mientras tanto, los
criadores y aficionados comenzaron hacer las apuestas en medio de aquel
bullicio de cantina y de uno que otro balazo concomitante con los cohetes del
pueblo. Casi todos jugaron a favor del colorado a sabiendas de que el giro de
Agustín era un buen gallo argentino y había sido entrenado con esmero y
dedicación; sin embargo, Agustín había perdido la fama de campeón palmario de
los últimos tiempos. Antes de que los jueces sonaran el silbato, Agustín besó
el pico de su gallo con una gran confianza que le supo a gloria. Al instante
de soltarlos, los gallos se encontraron
en el aire a pico y espuela, sobre la arena con olor a sangre viva de los
encuentros previos, aguzados por la algarabía y los gritos alentadores de sus
dueños. Agustín pidió dos tragos y fumó un cigarro tras otro, acomodándose el
sombrero, tocándose los bigotes y zapateando el piso en los momentos álgidos de
la pelea. Habían quitado la música y sólo se escuchaba en los altoparlantes la
voz ronca del moderador que era opacada por el bullicio. Cuando parecía que el
giro ganaba, tuvieron que parar la pelea por haberse trabado la espuela en su
propio cuerpo, sin embargo, no fue motivo de suspensión y volvieron a echarlos
al redondel. Después de diez minutos, el giro cacareó de un navajazo en la nuca
y trastabilló hacia la orilla del ruedo, dejando gotas de sangre en su camino y
escondiendo la cabeza, mientras que el colorado lo seguió con la poca fuerza
que le quedaba. Finalmente, el giro se echó con el pico sobre la arena, en
tanto que el colorado se mantuvo parado, victorioso, jadeante y con las alas
semiabiertas por el calor y el cansancio.
Agustín
entró al ruedo y levantó a su gallo moribundo. Minutos más tarde, caminaba
rumbo a su casa con una tristeza profunda que ni en los peores momentos de su
vida había sentido. Eran las dos de la tarde. Había un sol tremendo. Cuando
llegó a la casa, su esposa lo vio acabado sin que Agustín le contestara el
motivo de su tristeza. Sin decir nada, Agustín retorció el gañote del gallo que
murió al instante y lo aventó sobre el lavadero.
--Prepáralo
para la comida –le dijo.
Mientras
comía en la mesa con su esposa y sus dos hijos, Agustín continuaba sin hablar
hasta que al fin soltó el exabrupto.
--Es
la última vez que comemos aquí; la casa ya no es nuestra.
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