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viernes, 25 de septiembre de 2020

El gallero

Rafael Espinosa / Le dio la última calada al cigarrillo y lo arrojó con violencia al suelo. En el acto, su gallo que se mantenía sobre una pata interrumpió su chirrido prolongado. Era domingo y los cohetes en honor a Santa Candelaria producían en el cielo un fragor interminable. Tomó su giro de pelea y salió del patio de su casa rumbo a la gallera. Cuando llegó, había una centena de concurrentes, con sombreros y botas, algunos sentados en una mesa con botellas de licor, otros fumando cigarrillos y unos cuantos a la espera de su turno con sus gallos abrazados. Aquella galera de horcones y vigas cobijaba las peleas dominicales. Desde fuera se escuchaba la euforia y los corridos en los altavoces, de modo que Agustín tuvo que tocar fuerte con una piedra para que le abrieran la puerta.

--Ya no esperaba verte por aquí –-le dijo el mesero.

--Esta es la última pelea –-contestó Agustín.

Había pasado la mayor parte de su vida apostando, ganando y a veces perdiendo, sin embargo, el último año de mala racha perdió casi todo lo que tenía. Aún le quedaba la esperanza de recuperarse con el giro que entrenó durante más de ciento cincuenta días, haciendo uso de sus más elementales métodos de entrenamiento. Le cortó la cresta, la papada y le dejó implume las piernas. Todas las mañanas lo preparaba en el patio de su casa, mientras que su esposa lo observaba desde la cocina con un gesto de negación y continuaba con sus quehaceres.

--¡Entonces, bienvenido! –-se alegró el mesero.

Agustín caminó en el callejón repleto de jaulas hasta llegar en aquel ambiente intenso, pasó a las  espaldas de los parroquianos embelesados en el ruedo y se dirigió a la mesa de registro. Luego, con el gallo en sus brazos, se levantó un poco el sombrero y se dispuso a observar los espuelazos del momento, como el resto. Pasaron tres tiempos para después escucharse a través de los altoparlantes el anuncio oficial de la pelea del giro contra el colorado, cotejando el pesaje, espuelas y amarradores. Mientras tanto, los criadores y aficionados comenzaron hacer las apuestas en medio de aquel bullicio de cantina y de uno que otro balazo concomitante con los cohetes del pueblo. Casi todos jugaron a favor del colorado a sabiendas de que el giro de Agustín era un buen gallo argentino y había sido entrenado con esmero y dedicación; sin embargo, Agustín había perdido la fama de campeón palmario de los últimos tiempos. Antes de que los jueces sonaran el silbato, Agustín besó el pico de su gallo con una gran confianza que le supo a gloria. Al instante de  soltarlos, los gallos se encontraron en el aire a pico y espuela, sobre la arena con olor a sangre viva de los encuentros previos, aguzados por la algarabía y los gritos alentadores de sus dueños. Agustín pidió dos tragos y fumó un cigarro tras otro, acomodándose el sombrero, tocándose los bigotes y zapateando el piso en los momentos álgidos de la pelea. Habían quitado la música y sólo se escuchaba en los altoparlantes la voz ronca del moderador que era opacada por el bullicio. Cuando parecía que el giro ganaba, tuvieron que parar la pelea por haberse trabado la espuela en su propio cuerpo, sin embargo, no fue motivo de suspensión y volvieron a echarlos al redondel. Después de diez minutos, el giro cacareó de un navajazo en la nuca y trastabilló hacia la orilla del ruedo, dejando gotas de sangre en su camino y escondiendo la cabeza, mientras que el colorado lo seguió con la poca fuerza que le quedaba. Finalmente, el giro se echó con el pico sobre la arena, en tanto que el colorado se mantuvo parado, victorioso, jadeante y con las alas semiabiertas por el calor y el cansancio.

Agustín entró al ruedo y levantó a su gallo moribundo. Minutos más tarde, caminaba rumbo a su casa con una tristeza profunda que ni en los peores momentos de su vida había sentido. Eran las dos de la tarde. Había un sol tremendo. Cuando llegó a la casa, su esposa lo vio acabado sin que Agustín le contestara el motivo de su tristeza. Sin decir nada, Agustín retorció el gañote del gallo que murió al instante y lo aventó sobre el lavadero.

--Prepáralo para la comida –le dijo.

Mientras comía en la mesa con su esposa y sus dos hijos, Agustín continuaba sin hablar hasta que al fin soltó el exabrupto.

--Es la última vez que comemos aquí; la casa ya no es nuestra.

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