Rafael Espinosa / Sentado en el escritorio, el ministro reposaba la cabeza sobre el puño de su mano, evidentemente agobiado por el trabajo y el cansancio de sus años. Había decidido en ese momento eludir cualquier caso por importante que fuese.
Sin
embargo, escuchó el ¡toc, toc! de la puerta. Se restregó su incipiente calvicie
y tardó en autorizar la entrada del que con los nudillos insistía.
―¡Adelante!
―dijo, al fin.
―Señor,
el Chacra, otra vez ―espetó el oficial.
El
Chacra era un bandidillo que había caído en manos de la justicia la misma
cantidad de veces en que había conseguido su libertad.
En
aquella estancia llena de libros, con olor a madera de los muebles, el ministro
levantó el rostro.
―¿Y
ahora qué hizo?
―Robó
una tienda, señor.
El
ministro recostó su cuerpo esponjoso en el asiento, miró hacia el techo la
araña de luces tenues y expresó:
―Denle
un escarmiento.
―Sí,
señor, lo que usted ordene.
Al
oficial le brillaron los ojos, se despidió con decoro y cerró la puerta tras de
sí.
Fue
una búsqueda de perro hasta que lo encontraron encendiéndose un cigarrillo al
salir de una tienda. Intentó huir pero detuvo su marcha cuando vio que los
agentes salían de todos lados.
―¿Qué
pasó mi comandante? ―dijo con tono amable.
―Estás
arrestado, estimado Chacra ―advirtió el comandante.
―Pero
comandante, hemos hecho muchos negocios ―. El Chacra cambió de actitud.
―Es
orden del jefe.
Lo
subieron a la patrulla cuyo motor protestó al ponerse en marcha. Con una bolsa
en la cabeza lo bajaron en unos matorrales. Lo golpearon hasta que dejó de
moverse.
―Ya
se desmayó, comandante ―avisó uno de los agentes.
―¡Súbanlo!,
ya despertará.
―Comandante,
lleva diez minutos y no despierta ―advirtió otro más tarde.
El
comandante le quitó la bolsa de la cabeza y vio al Chacra más blanco que nunca.
―¡Maldita
sea!, ya se nos fue ―dijo, dándole palmadas en los carrillos.
Al
día siguiente, al entrar a su oficina, el ministro volvió la vista hacia el
diario que estaba en su escritorio: ¡Hallan decapitado al Chacra!
Corrió
hacia su poltrona y levantó el teléfono.
―Dígale
al comandante que venga, con carácter de urgente.
El
comandante parecía más muerto que vivo.
―¡Qué
es esto! ―le dijo alterado el ministro, mostrándole el diario.
―Se
nos pasó la mano, señor ―repuso dominado por la congoja.
―¿Y
qué crees que le diré a la prensa?... ¡Se nos pasó la mano, señor! ―remendó el
ministro.
Más
tarde, cuando bajaba de las gradas del Ministerio de Justicia, el esponjoso
funcionario fue increpado por los periodistas, sin que detuviera su desnivelado
andar.
―Señor,
¿qué pasó con el Chacra?
―¿Que,
qué pasó con el Chacra? ―rebatió con la misma pregunta y añadió―, pues, el
amante de su cónyuge lo mató, pero ya lo arrestamos hace unos minutos. Y se
trepó a su camioneta.
Días
después, el ministro y el comandante charlaban entre risas en la oficina.
―Ah,
que mi comandante… ahora arreste a la mujer del Chacra como cómplice ―.
―Pero,
señor… ―se sorprendió el comandante borrando su sonrisa―; ¿y los tres niños?
―Luego
veremos ―le dijo el ministro dándole unas palmaditas―; tenemos que argumentar
bien la acusación. O ¿quieres ir tu a la cárcel?
―No,
no señor.
El
comandante bajó la mirada y esbozó una sonrisa.
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