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viernes, 25 de septiembre de 2020

El sismo

Rafael Espinosa / El día que la tierra tembló se sintió la muerte colectiva. La angustia general, el fervor espontáneo, la hermandad olvidada. Nadie tuvo la ligera sospecha, ni siquiera los científicos, de un movimiento telúrico de tal magnitud que habría de sacudir, de manera alarmante, a medio país. “Como si Dios sacudiese una cajita de regalos”, contaba después la gente espantada. No se tiene memoria de la cantidad de gente fuera de sus casas, ni siquiera en Navidad, apiñada en las calles, elevando plegarias. Hasta los más incrédulos exhibieron su miedo a flor de piel la noche en que hombres y mujeres se dieron un abrazo sin hipocresía. Algunos lloraban tristemente haciendo alusión al fin del mundo, a la llegada de El Redentor o simplemente por la incertidumbre fortuita. No faltó alguien que sin pena se hincara y, mirando al cielo oscuro, pidiera perdón por sus pecados. Otros perdieron la noción del tiempo, desconociendo si en ese momento era jueves o era viernes. Muchos salieron en pijama, en paños menores o arrebujados en una sábana. Los más intranquilos saturaron las líneas telefónicas, de tal modo que la comunicación por este medio no fue para nadie. Fue entonces cuando surgió la frase trillada por todos: ¿Todo bien? ¿Todo bien? Los vecinos afortunados contestaban afirmativamente. Aunque los bibelots, la colección de discos y las vajillas estuvieran en el piso. Una que otra botella de licor indemne, sirvió para amainar la excitación de la cuadra. “Comadrita, tómese un trago”, le decían a la mujer casi desmayada. “Vecino, un cigarrito”, decía otro por allá, “para calmar los nervios”. El terrible movimiento tardó segundos. Para muchos fue una eternidad. Las marquesinas parecían hojas de papel. Las cisternas chapaleaban las aguas contenidas. El fragor de las cadenas de hormigón se escuchaba hueco y profundo. El crujir de las paredes perturbaba los sentidos. La herrería de las ventanas vibraba al compás del movimiento de las sillas y la mesa. Se vieron gatos lanzarse desde las azoteas, mientras que los perros amarrados atirantaban la correa. Comenzó despacio, como para que todos se dieran tiempo de salir. Pero a la hora, agarraron lo que pudieron, principalmente a los niños. Los más desconfiados tardaron en quitarle llave a la puerta. Los que estaban en el segundo nivel, bajaron tomados de la barandilla con el miedo dibujado en el rostro. Dentro los televisores quedaron encendidos, haciendo ligeras interferencias. Fuera hasta el más engreído se mostró dócil...

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