Por: Rafael Espinosa
―¡Papá, papá!
Papá
cansado de la jornada laboral, aventó la mochila y su gorra sobre la silla del
comedor y los niños continuaron con su juego de carritos en la sala.
―¿Qué
tienes?; te veo desanimada ―le dijo a su esposa que servía la comida en la
mesa.
―Amanecí
con dolor de cuerpo. Ya tomé unas pastillas, pero sigo igual ―repuso con
desgana.
―No
me digas eso, porque me asustas ―rebatió asombrado―; afuera está muy fuerte la
pandemia.
―No
creo que sea eso, aún no he perdido el sabor de la boca.
En
la noche, los niños se durmieron, salvo Oscarín a quien papá tuvo que arrullar
en la hamaca para que durmiera.
―¡Conejo
Blas, a dónde vas, con esa escopeta colgándote atrás! ¡Conejo Blas ven por
aquí, que un favorcito te voy a pedir! ―cantaba papá mientras el niño de dos
años bajaba los párpados.
A
la mañana siguiente, papá fue al trabajo. Se despidió de su esposa con un beso.
Papá,
en la obra, revolvía la argamasa con una pala cuando sintió una debilidad
inusitada que sólo sentía como antecedente de una enfermedad. Continuó, pero su
rendimiento no era el mismo. Quizá fue el calor del mediodía, pensó de camino a
casa. No se creía víctima de la enfermedad, porque había pasado 20 años
inhalando, involuntariamente, polvo de cemento y cal en las obras.
Al
entrar, encontró a su hijo mayor, de diez años, dándole de comer a sus
hermanos.
―¿Y
mamá, hijitos? ―. Repitió la costumbre de colgar la mochila y la gorra sobre el
respaldo de la silla del comedor.
―Está
acostada, sigue mal ―dijo con cierto desconsuelo el niño, sin dejar de
alimentar a sus hermanos.
Papá
encontró a mamá postrada en la cama. Tenía fiebre. Se dirigió al ropero sin
encontrar ahorros alentadores. Días antes, había escuchado en la radio que los
hospitales públicos estaban abarrotados de infectados. Corrió hacia la
farmacia, agarrándose la gorra para evitar que esta cayera.
Las
pastillas que consiguió lograron calmar la fiebre a su esposa, sin embargo,
volvía cada vez más fuerte. En la noche se dispuso a orar, junto a la cama.
---Padre
celestial, te ruego por la salud de mi mujer...
Entre
el susurro, comenzó a escucharse el crepitar de la lluvia sobre la calamina del
techo, mientras los niños tosían en la cama contigua.
Amaneció
dormido, con el mentón sobre el pecho. Tocó la frente a su esposa; estaba
tibia. Hizo desayuno para los niños y se fue al trabajo.
―Jefe,
Ramiro, sólo vine a decirle que mi esposa está enferma y no podré trabajar hoy.
―Está
bien. No te preocupes, que se mejore tu mujer.
―Sí,
jefe, pero quisiera pedirle un adelanto; es sábado de raya.
―Juan
―le dijo Ramiro, abandonando el ladrillo en el andamio―, pero el patrón nada me
ha dado aún.
Papá se rascó la cabeza.
―Bueno,
ni modos.
Antes
de llegar a casa, papá sintió una fatiga anormal que tuvo que agacharse,
reposando las manos sobre las rodillas. Los niños jugaban atrapando hormigas en
el húmedo patio, mientras que la cabeza de mamá parecía una bola de fuego.
―¡Padre
santo! ―dijo papá.
Se
dirigió hacia los niños y los besó. Atravesó la sala rumbo a la calle y sólo
entonces cayó en la cuenta que había tosido más de cinco veces. Se asomó al
corral de la vecina, una mujer sola de la tercera edad.
―¡Doña
Petra!
La
señora se detuvo en el umbral de su puerta.
―¿Qué
pasó, hijo?
―¿Qué
le puedo dar a la Mary? ―atajó con otra pregunta―; está muy mala de la fiebre.
―¿No
será que tiene esa enfermedad?
―No
sé, doña Petra.
―¿Y
tú? Parece que tienes tos.
―No
sé, doña Petra ―repitió―; ya sería el colmo.
Sin
aconsejarle ningún remedio, doña Petra se quitó el delantal y acompañó a Juan
para que vieran a Mary. Ella, con la frente rezumada de sudor, apenas pudo
abrir los ojos.
Doña
Petra regresó corriendo a su casa, juntó unas monedas y compró hierbas medicinales
en el mercado. Más tarde, preparó remedios caseros que Mary tomó a sorbos
durante toda la tarde. Juan estuvo sentado en una perezosa, arrullando a sus
hijos hasta que los hizo dormir. La tos los acompañó en la noche fresca. Doña
Petra se fue a su hogar a media noche. Esta rutina duró tres vigilias.
Una
mañana, Mary logró levantarse. Juan padecía una tos crónica pero tolerable. Los
niños sufrieron de espasmos cada vez menos. La familia parecía mejorar conforme
pasaron los días de junio.
Amaneció
lunes, Juan cerró la puerta de camino al trabajo. Había caminado unos pasos
cuando se detuvo a media calle, pensó en regresar para agradecerle las
atenciones a doña Petra. El cielo estaba nublado, después de una intensa lluvia
de toda la noche.
―¡Doña
Petra! ―le llamó desde el corral. No obtuvo respuesta.
A
esa hora, doña Petra ya tenía barrida su banqueta, no obstante, las hojas secas
de su árbol seguían en el suelo.
―¡Doña
Petra! ―gritó más fuerte.
Al
no obtener respuesta, Juan brincó el corral encontrándose con la puerta
asegurada. En medio de su preocupación, pidió ayuda a otros vecinos para que
llamaran a la policía. Casi a mediodía, cuando nuevamente comenzaban a caer
algunas gotas de lluvia, los oficiales lograron destrabar la aldaba.
Doña
Petra estaba tendida en su cama, con sus trenzas de colores y la boca abierta.
Su cuerpo septuagenario estaba inerte. Un agente le tocó el pulso.
―Ya
está muerta ―resumió el oficial.
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