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viernes, 25 de septiembre de 2020

Intermitente destino

Rafael Espinosa / Cuando el bebé despertó con berridos a media noche, la mujer, más dormida que despierta, le dijo a su esposo que le preparara una mamila. Acostumbrado a esta rutina nocturna, el esposo se levantó amodorrado, abrió el bote de leche y solo entonces cayó en la cuenta de que la lata estaba vacía.

—Inés, ya terminó la leche —advirtió Fidel con desgana y casi con los ojos cerrados.

Agotado por el trabajo del día anterior, Fidel volvió a acostarse y se puso la almohada sobre la cabeza para evitar los berridos.

Inés se incorporó, se alisó el cabello y se dirigió a la casa del tendero quien casi siempre leía hasta deshoras de la noche.

Tocó la puerta al ver la luz encendida.

—¡Voy! —contestó don Manuel al tiempo en que abría la puerta—. ¡Pero, pásale! Hay mucho frío afuera.

—Ya te dije que te vengas conmigo; aquí no vas a sufrir —le aconsejó con afecto al contemplarla. La tomó de los brazos sutilmente, mirándola a los ojos―. Ya sé a que has venido.

Inés bajó la mirada con una sonrisa tímida y se estrechó al pecho de don Manuel.

Después de abrazarla, el tendero se dirigió a los estantes y regresó con el bote de leche en las manos.

—Aquí tienes —le dijo.

—Prometo pagarle pronto, don Manuel —repuso Inés con un llantito reprimido. ¡Muchas gracias!

—No tienes por qué agradecerme; anda.

Inés caminó triste con el bote de leche sobre la calle oscura, mientras que don Manuel la divisó asegurándose de que entrara con bien a su choza.

Cuando Inés entró, el bebé y Fidel se habían vuelto a dormir.

La joven se sentó en la orilla de la cama, pensando en la propuesta de don Manuel, al tiempo en que veía dubitativa a su esposo.

Transcurrieron los meses. Inés hacía los quehaceres de costumbre, sin embargo, se distraía pensando en la oferta reiterada del tendero. De pronto, se decía: ¿En qué estoy pensando? Despertaba de su soliloquio sacudiendo la cabeza.

Cuando Fidel llegaba a su hogar, se acercaba cariñosamente, no obstante, Inés rechazaba las caricias e inventaba cansancio y atraso en los quehaceres domésticos.

—Te noto rara, Inés —la acusó Fidel sentándose con tranquilidad en la silla del comedor, haciéndole creer que escuchaba la radio, aunque en verdad esperaba una respuesta.

—Ya estoy harta de que siempre nos falta el dinero —soltó al fin como un disparo.

—No te apures, mujer, son cosas que le pasa a todas las familias —. Se incorporó e intentó acariciarla nuevamente.

En aquellos días, no solo hubo cambio de actitud sino que también comenzó a pintarse los labios, aliñarse el cabello con una horquilla y a vestirse con cierta coquetería, una actitud inusual que solo había ocurrido cuando estaba enamorada.

Un día, Fidel llegó a su vivienda sin encontrar a su esposa ni a su hijo, halló la cama vacía. La llamó por toda la sala y el patio, como un loco.

El barrio, sabio testigo de lo que veía cotidianamente, conocía la situación. En la calle, uno de los vecinos le contó que su esposa había salido con el bebé a medio día, incluso pensaron que el recién nacido estaba enfermo.

—¡Díganme! ¿A dónde se ha ido? —inquirió, furioso.

—Cálmese, Fidel—- le dijo una señora sin querer importunarlo. No quería decirle lo que todo mundo sabía, hasta que al fin alguien desde su ventana, para protegerse de una posible actitud agresiva, gritó: ¡Se fue con don Manuel!

Fidel se apartó de los vecinos y corrió hacia la casa de don Manuel, pateó la puerta sin que nadie abriera la vivienda de aquel hombre viudo de mostachos largos y abdomen pronunciado.

Regresó a su choza hecho una piltrafa, de tal modo que los vecinos tuvieron que ayudarlo y sentarlo en una silla, untándole chorros de alcohol en el cuello, para que reviviera de aquel llanto escuchado en toda la cuadra.

—¿Cómo pudiste…? —. Lloraba, herido, cerrándose los ojos con el pulgar y el índice, sentado en la silla del comedor donde tantas veces había desayunado en familia.

A media noche se encaminó a la cantina. Se emborrachó hasta que el cantinero tuvo que sacarlo a la banqueta. Ahí, amaneció. No permitió que alguien lo condujera a su hogar.

En los días consecutivos recobró su actividad laboral, sin embargo, la tristeza lo acompañaba a todos lados. La gente del barrio temía que en cualquier momento se privara de la vida, por eso algunos le acompañaban por las tardes.

De repente desapareció para siempre. Lo vieron por última vez entrando al panteón con una pala al hombro, el rostro acontecido y la misma ropa de la última semana.

Los vecinos corrieron al cementerio y solo entonces vieron que en el fondo de una fosa yacía el cuerpo de don Manuel, con semejante abdomen y mostacho retorcido.

Cinco años después, han visto a Inés en el barrio, de la mano del niño, con una canasta en la cabeza, vendiendo frutas en las calles.

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