Rafael Espinosa / Cuando el bebé despertó con berridos a media noche, la mujer, más dormida que despierta, le dijo a su esposo que le preparara una mamila. Acostumbrado a esta rutina nocturna, el esposo se levantó amodorrado, abrió el bote de leche y solo entonces cayó en la cuenta de que la lata estaba vacía.
—Inés,
ya terminó la leche —advirtió Fidel con desgana y casi con los ojos cerrados.
Agotado
por el trabajo del día anterior, Fidel volvió a acostarse y se puso la almohada
sobre la cabeza para evitar los berridos.
Inés
se incorporó, se alisó el cabello y se dirigió a la casa del tendero quien casi
siempre leía hasta deshoras de la noche.
Tocó
la puerta al ver la luz encendida.
—¡Voy!
—contestó don Manuel al tiempo en que abría la puerta—. ¡Pero, pásale! Hay
mucho frío afuera.
—Ya
te dije que te vengas conmigo; aquí no vas a sufrir —le aconsejó con afecto al
contemplarla. La tomó de los brazos sutilmente, mirándola a los ojos―. Ya sé a
que has venido.
Inés
bajó la mirada con una sonrisa tímida y se estrechó al pecho de don Manuel.
Después
de abrazarla, el tendero se dirigió a los estantes y regresó con el bote de
leche en las manos.
—Aquí
tienes —le dijo.
—Prometo
pagarle pronto, don Manuel —repuso Inés con un llantito reprimido. ¡Muchas
gracias!
—No
tienes por qué agradecerme; anda.
Inés
caminó triste con el bote de leche sobre la calle oscura, mientras que don
Manuel la divisó asegurándose de que entrara con bien a su choza.
Cuando
Inés entró, el bebé y Fidel se habían vuelto a dormir.
La
joven se sentó en la orilla de la cama, pensando en la propuesta de don Manuel,
al tiempo en que veía dubitativa a su esposo.
Transcurrieron
los meses. Inés hacía los quehaceres de costumbre, sin embargo, se distraía
pensando en la oferta reiterada del tendero. De pronto, se decía: ¿En qué estoy
pensando? Despertaba de su soliloquio sacudiendo la cabeza.
Cuando
Fidel llegaba a su hogar, se acercaba cariñosamente, no obstante, Inés
rechazaba las caricias e inventaba cansancio y atraso en los quehaceres
domésticos.
—Te
noto rara, Inés —la acusó Fidel sentándose con tranquilidad en la silla del
comedor, haciéndole creer que escuchaba la radio, aunque en verdad esperaba una
respuesta.
—Ya
estoy harta de que siempre nos falta el dinero —soltó al fin como un disparo.
—No
te apures, mujer, son cosas que le pasa a todas las familias —. Se incorporó e
intentó acariciarla nuevamente.
En
aquellos días, no solo hubo cambio de actitud sino que también comenzó a
pintarse los labios, aliñarse el cabello con una horquilla y a vestirse con
cierta coquetería, una actitud inusual que solo había ocurrido cuando estaba
enamorada.
Un
día, Fidel llegó a su vivienda sin encontrar a su esposa ni a su hijo, halló la
cama vacía. La llamó por toda la sala y el patio, como un loco.
El
barrio, sabio testigo de lo que veía cotidianamente, conocía la situación. En
la calle, uno de los vecinos le contó que su esposa había salido con el bebé a
medio día, incluso pensaron que el recién nacido estaba enfermo.
—¡Díganme!
¿A dónde se ha ido? —inquirió, furioso.
—Cálmese,
Fidel—- le dijo una señora sin querer importunarlo. No quería decirle lo que
todo mundo sabía, hasta que al fin alguien desde su ventana, para protegerse de
una posible actitud agresiva, gritó: ¡Se fue con don Manuel!
Fidel
se apartó de los vecinos y corrió hacia la casa de don Manuel, pateó la puerta
sin que nadie abriera la vivienda de aquel hombre viudo de mostachos largos y
abdomen pronunciado.
Regresó
a su choza hecho una piltrafa, de tal modo que los vecinos tuvieron que
ayudarlo y sentarlo en una silla, untándole chorros de alcohol en el cuello,
para que reviviera de aquel llanto escuchado en toda la cuadra.
—¿Cómo
pudiste…? —. Lloraba, herido, cerrándose los ojos con el pulgar y el índice,
sentado en la silla del comedor donde tantas veces había desayunado en familia.
A
media noche se encaminó a la cantina. Se emborrachó hasta que el cantinero tuvo
que sacarlo a la banqueta. Ahí, amaneció. No permitió que alguien lo condujera
a su hogar.
En
los días consecutivos recobró su actividad laboral, sin embargo, la tristeza lo
acompañaba a todos lados. La gente del barrio temía que en cualquier momento se
privara de la vida, por eso algunos le acompañaban por las tardes.
De
repente desapareció para siempre. Lo vieron por última vez entrando al panteón
con una pala al hombro, el rostro acontecido y la misma ropa de la última
semana.
Los
vecinos corrieron al cementerio y solo entonces vieron que en el fondo de una
fosa yacía el cuerpo de don Manuel, con semejante abdomen y mostacho retorcido.
Cinco
años después, han visto a Inés en el barrio, de la mano del niño, con una
canasta en la cabeza, vendiendo frutas en las calles.
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