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jueves, 1 de diciembre de 2011

Desvalijan una residencia

Por Rafael Espinosa:
Se sospecha que el o los ladrones irrumpieron en la casa al medio día de ayer a través de una ventana sin protección del segundo piso, en la recámara de uno de los hijos de la familia Jiménez Justiniani, pues dejaron sus huellas digitales en la marquesina y residuos de hojas verdes que pisaron en el terreno baldío adyacente.
Don César Alejandro Jiménez, un médico conocido del fraccionamiento residencial Las Arboledas, salió a pagar el recibo de energía eléctrica de su casa y también aprovechó el viaje para abastecer de combustible su auto. Dijo que pudo haber tardado una hora y media.
Su esposa María de Lourdes Justiniani, de 40 años, había salido por otros mandados, de modo que el inmueble quedó solo, dado a que sus hijos estaban en la escuela, informó la Policía.
El profesional en medicina, un hombre blanco de 52 años, alto, con los cabellos de plata y lentes que se veía de escasa graduación, intentó ingresar a su hogar, sin embargo, la puerta principal tenía seguro por dentro, cosa que nunca hace y tampoco se puede, comentó alguien.
Tuvo un mal presentimiento, aunque quizá por los nervios, dijo después, no sabía sí escuchó ruidos dentro de su inmueble o automáticamente resolvió llamar a la Policía.
Un convoy de patrullas se presentó a la Avenida Caoba y Calle Cedro, número 193, en una casa grande de dos plantas, de barda alta, con patio, traspatio, garaje, cuyo zaguán con verja está rodeado de buganvilias frescas.
Varios oficiales bajaron sigilosamente y escucharon el dato preciso del médico, cortaron cartucho a sus armas cortas y, usando como escalera una de las patrullas, brincaron la barda, abrieron el portón para que entraran sus compañeros, luego —en posición de ataque— ingresaron en una de las puertas de la casa.
Caminaron en un pasillo, llegaron a la sala y le quitaron seguro a la puerta principal que por fuera no abría con la llave. Otros esculcaron el traspatio, el comedor, la cocina, la cisterna, mientras que el Pug, que estaba en el garaje y que había entrado corriendo cuando los policías abrieron la puerta, corría alocado para todos lados dentro de la casa.
Sin bajar la guardia, los agentes subieron el graderío de medio espiral y de barandales de fierro forjado, hacia el segundo piso. Caminaron cuidadosamente sin localizar a nadie, aunque a su paso se toparon con un silencio pavoroso en las habitaciones, con las cosas tiradas por doquier como sacadas de su sitio por un torbellino.
Más tarde, acompañado de los oficiales, don César caminó toda su casa hasta llegar a las ventanas de cortinas de plásticos verticales, algunas, y otras de tela, de cada recámara. Se percató de que del cuarto matrimonial los ladrones habían sustraído alhajas y dinero en efectivo, al parecer diez mil pesos. De la sala de estudio dos computadoras portátiles y tres teléfonos celulares.
Doña María de Lourdes, que llegó minutos más tarde, notó que del cuarto de uno de sus hijos se habían robado un reproductor de videojuegos. Vio también que hasta el ahorro de su hijo que estaba en una alcancía se lo habían llevado.
A media sala, cerca de las escaleras que conducen al segundo nivel, algunos uniformados ubicaron una maleta negra abierta, pero vacía, en tanto que sus compañeros rondaban la manzana y otros revisaban la azotea.
Más tarde, un comandante de la Policía Ministerial, vestido de civil, tomó nota del robo. Había llegado con un agente y otro joven bien vestido quien casi todo el tiempo estuvo entretenido en su celular, quizá por su adicción a las redes sociales o simplemente cumplía alguna orden.
Los municipales, estatales y ministeriales, llegaron a la conclusión de que el o los ladrones habían ingresado en una de las ventanas del segundo piso que, “por confianza o por el calor” de los veranos, dijo don César, casi nunca aseguraban. Era el cuarto del menor que le habían robado su ahorro.
De entrada y salida, los ladrones dejaron el rastro de sus dedos sucios en la marquesina, se apoyaron en la malla metálica que le sigue a la barda, donde dejaron también un vestigio de hoja verde, para después caer en el terreno baldío y escapar.
“También tuvieron que usar una mochila”, conjeturó uno de los ministeriales.

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