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miércoles, 11 de septiembre de 2019

La muerte impune de Ernestino



Rafael Espinosa │ Nadie se hizo responsable de la muerte de Ernestino.

Dicen que prácticamente estaba muerto desde el día en que el colectivo 27 de la ruta 90, lo atropelló en la 5ª Norte y 17 Poniente, cuando viajaba en su bicicleta.

Estuvo ocho días en coma en el hospital “Gilberto Gómez Maza”, sin embargo, la esperanza familiar se fue perdiendo con los reportes clínicos de los médicos, conforme pasaron los días.

Hoy, 10 de septiembre, cumpliría 65 años, no obstante, en la sala de su casa, en lugar de haber mesas con manteles, sólo hay veladoras, flores y rimeros de sillas en espera de los que llegarán más tarde a cumplirle las preces de su novena.

Dos semanas antes, había pasado en su bicicleta, que nunca dejaba, al negocio de pozol de su nuera, en el parque de Los 11, donde su hijo, Roberto, le había adelantado que le harían un pequeño convivio por su cumpleaños.

―No te apures, hijo, así está bien ―le dijo. Fue la última vez que habló con él.

Ernestino era padre de ocho hijos, dos mujeres y seis hombres, aunque sólo uno de ellos era biológico.

―A todos los quería igual ―dice la gente de la colonia El Pedregal, al norte poniente de Tuxtla Gutiérrez, donde vivió toda su vida.

Aquella mañana del 29 de agosto, su hijo Roberto trabajaba en su taller de herrería, cerca de Plaza Mirador, cuando le llamó una doctora del hospital.

―Venga; su papá se accidentó ―le dijo después de preguntas generales.

Julio, otro de sus hijos, de oficio electricista y refrigeración, instalaba un aparato de aire acondicionado cerca del Parque Bicentenario, cuando se enteró de la noticia.

Y así se enteraron todos, de modo que más tarde, hijos, nietos y sobrinos, angustiados, estaban en el portón del hospital.

Ninguno de los vecinos creía que aquel hombre fuerte, sin enfermedades, que aparentaba menos edad, presentaba traumatismo craneoencefálico.

―¿Cómo? Si apenas lo vi hace unos días en su bicicleta ―se decían.

Ernestino trabajaba en una empresa desde hace más de 30 años, donde prácticamente vivía, de día como soldador y de noche como velador. Un día antes, su patrón le había encargado que comprara una chapa y se la instalara en su domicilio.

Se levantó temprano para cumplir el mandado y se dirigía a la casa de su patrón, sin embargo, unas cuadras antes, lo embistió el colectivo cuyo chofer no pudo detener la velocidad que llevaba.

―El colectivo siguió su camino como si nada hubiera ocurrido ―dicen los comerciantes de la zona que tomaron nota del colectivo.

Hasta la fecha, ninguna autoridad, mucho menos el concesionario, el chofer o alguien que se hiciera responsable de la tragedia, se acercó a la familia.

―¿Qué más necesitan las autoridades? ―se pregunta Roberto con impotencia, respecto a la ausencia de la justicia.

En la sala del domicilio, Roberto ―en compañía de su hermano, Julio― dice que la autoridad tiene la identificación del colectivo, la bicicleta, la chapa que recogieron del pavimento, incluso “estudiaron el cuerpo de mi padre” en el Semefo.

―Me queda claro que no hay justicia para los pobres ―interviene Julio, con el rostro acontecido por las noches de vigilia.



Nota:

Ernestino Avendaño Guillén
El 29 de agosto lo atropellaron.
El 5 de septiembre falleció.
El 7 de septiembre lo enterraron.

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